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Authors: Guy Gavriel Kay

Tags: #Aventuras, Fantástico

El Árbol del Verano (17 page)

BOOK: El Árbol del Verano
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Jennifer no se sentía feliz. No sólo Dave se había perdido y Kevin y Paul se habían marchado aquella mañana en una insensata expedición con Diarmuid, sino que además Kim también la había abandonado y se había ido con Matt a casa de la anciana de quien, en el Gran Salón, el día anterior, alguien había dicho que era una bruja.

Por eso ella se encontraba ahora en una amplia habitación del ala más fresca del palacio, sentada junto a la ventana y rodeada por una bandada de damas de la corte cuyo mayor deseo en la vida parecía ser enterarse de todo lo que ella pudiera saber de Kevin Laine y Paul Schafer, con especial atención a sus predilecciones sexuales.

Salvando las preguntas lo mejor que podía, apenas lograba ocultar su creciente irritación. En el lugar más alejado de la habitación, un hombre tocaba un instrumento de cuerdas bajo un tapiz que representaba una escena bélica. Un dragón volaba sobre los guerreros. Y Jennifer deseó con todas sus fuerzas que se tratara tan sólo de una confrontación mítica.

Las damas le habían sido presentadas sucintamente, pero sólo había retenido dos nombres. Laesha se llamaba la joven de cabellos castaños que parecía habérsele sido asignada como dama de compañía. Era callada, lo cual era una bendición. La otra era lady Rheva, una atractiva y morena mujer cuyas joyas indicaban una posición superior a la de las demás y a quien Jennifer había tomado antipatía desde el primer momento.

Y en modo alguno había disminuido cuando se hizo evidente, y Rheva se preocupó de que así fuera, que había pasado la noche anterior con Kevin. Esto suponía un claro triunfo en un juego de constante competencia y Rheva lo estaba explotando por si podía sacar algún provecho. Su actitud era en extremo ofensiva y Jennifer, abandonada por todos, no tenía humor para aguantar ofensas.

Por eso, cuando otra de las damas con un brusco movimiento de su melena le preguntó si sabía por qué Paul Schafer se había mostrado tan indiferente con ella —«¿Es que quizá prefiere dedicar sus noches a los muchachos?», había agregado con malicia—, la ligera risa de Jennifer careció por completo de humor:

—Es obvio que hay otras posibilidades, diría yo —replicó Jennifer, consciente de que se estaba ganando una enemiga—. Paul es muy selectivo, eso es todo.

Se hizo un brusco silencio. Alguien disimuló una risa y enseguida se oyó:

—¿Estás insinuando, por casualidad, que Kevin no lo es? —Era Rheva quien preguntaba y su voz se había vuelto muy suave.

Jennifer podía aguantar una cosa así; lo que no podía era tener que hacerlo continuamente. Se levantó con brusquedad de su asiento junto a la ventana y, mirando por encima del hombro a la otra mujer, sonrió.

—No —dijo con prudencia—, conociendo a Kevin no se puede afirmar eso en absoluto.

Pero lo difícil es conseguirlo por segunda vez. —Pasó de largo junto a la mujer y salió de la habitación.

Mientras recorría lentamente el pasillo, se hizo el propósito de informar a Kevin de que, si se llevaba a la cama una vez más a cierta dama de la corte, no volvería a dirigirle la palabra en toda su vida.

Cuando llegaba a la puerta de su habitación oyó que alguien la llamaba por su nombre.

Laesha, arrastrando su larga falda por el suelo de piedra, corría con precipitación hacia ella. Jennifer la miró con hostilidad, pero la otra dama se reía hasta perder el aliento.

—¡Oh, amiga mía! —logró decirle poniendo la mano sobre el brazo de Jennifer—. ¡Has estado magnífica! En aquella habitación están ahora rabiando como gatos. Rheva nunca había sido humillada en forma parecida.

Jennifer sacudió con tristeza la cabeza.

—No creo que me traten con demasiada amabilidad el tiempo que me quede de estadía.

—No lo hubieran hecho en ningún caso. Eres demasiado hermosa. Y como, para colmo, eres una advenediza, eso garantiza su odio eterno. Y cuando Diarmuid hizo correr la voz de que tú le estabas reservada a él, ellas…

—¿Qué fue lo que dijo? —explotó indignada Jennifer.

Laesha la miró con temor.

—Bueno, él es el príncipe, y al fin y al cabo…

—¡Me importa un comino quién es! No tengo la más mínima intención de dejar que me toque ni un cabello. ¿Quién se cree que soy?

La expresión de Laesha se había alterado un tanto.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó con aire dubitativo—. ¿Es que no lo quieres?

—Desde luego que no —contestó Jennifer—. ¿Es que debería quererlo?

—¡Claro! —exclamó Laesha con sencillez y enrojeció hasta la raíz de sus cabellos castaños.

Se hizo un incómodo silencio, que Jennifer rompió con delicadeza.

—Sólo estaré aquí dos semanas —dijo—. No te lo voy a quitar ni a ti ni a ninguna otra.

Lo que necesito ahora más que nada es una amiga.

Los ojos de Laesha se agrandaron y dio un suspiro de alivio.

—¿Por qué crees que he salido tras de ti?

Y esta vez las dos intercambiaron sonrisas.

—Dime —preguntó Jennifer poco después—, ¿hay algún motivo especial por el que tengamos que quedarnos aquí? Todavía no he salido ni una sola vez. ¿Podemos ir a ver la ciudad?

—¡Claro! —dijo Laesha—. Claro que podemos. No hemos estado en guerra desde hace muchos años.

A pesar del calor se estaba mejor fuera del palacio. Vestida de un modo parecido a como iba Laesha, Jennifer comprobó que nadie la tomaba por una extranjera. Y, sintiéndose así libre, deambulaba de un lado a otro junto a su nueva amiga. Al rato se dio cuenta de que un hombre las estaba siguiendo a través de las polvorientas y tortuosas callejas de la ciudad. Laesha también lo había notado.

—Es uno de los hombres de Diarmuid —le susurró.

Era un fastidio; pero, antes de marcharse por la mañana, Kevin le había hablado del svart alfar muerto en el jardín, y Jennifer había decidido por una vez no poner reparos a que alguien mirase por ella. Su padre, pensó con sorna, lo encontraría divertido.

Las dos mujeres recorrieron una calle en la que trabajaban herreros en sus yunques.

Sobre sus cabezas, las galerías del segundo piso se cernían sobre las estrechas callejuelas y tapaban a intervalos la luz del sol. Torciendo a la izquierda en un cruce de caminos, Laesha llevó a Jennifer hacia un espacio abierto que el ruido y el olor a comida identificaban como un mercado. Observando con cuidado a su alrededor, Jennifer vio que incluso en aquellos días de fiesta no parecía haber muchas provisiones a la venta. Laesha siguió su mirada y sacudió la cabeza, ligeramente; luego continuaron su camino por un estrecho callejón, al final del cual se detuvieron, junto a la puerta de una tienda donde se exhibían pacas y rollos de tela. Laesha, al parecer, quería comprar un nuevo par de guantes.

Mientras su amiga entraba en la tienda, Jennifer siguió su marcha, guiada por el eco de la risa de unos niños. Vio que el camino empedrado desembocaba en una plaza con un poco de hierba en el centro, más marrón que verde. Sobre la hierba, quince o veinte niños estaban jugando a un juego de contar. Sonriendo con satisfacción, Jennifer se detuvo a observarlos.

Los niños formaban un corro impreciso en torno a la delgada figura de una muchacha.

Todos reían excepto la niña del centro. Esta hizo un súbito gesto y un muchacho se separó del corro con una banda de tela y se acercó a ella; con similar seriedad le vendó los ojos y volvió a ocupar su lugar en el corro. A una señal, los niños se dieron las manos y comenzaron a dar vueltas, en un solemne silencio que contrastaba con sus risas de hacía un momento, en torno a la inmóvil figura de ojos vendados que permanecía en el centro. Se movían con grave dignidad; algunas personas se habían detenido a mirarlos.

Entonces, sin previo aviso, la chica de ojos vendados levantó la mano y señaló hacia algún lugar del corro giratorio. Su voz se elevó alta y clara: Cuando los fuegos errantes rompan el corazón de piedra, ¿me seguirás?

Y al oír la última palabra el corro se detuvo. El dedo de la muchacha señalaba inexorablemente a un muchacho rechoncho, quien, sin dudarlo un instante, se soltó de las manos de sus compañeros y avanzó hacia el centro del círculo. El corro volvió a cerrarse de nuevo y comenzó otra vez a moverse, siempre en silencio.

—Nunca me canso de ver esto —dijo una fría voz a sus espaldas.

Jennifer se volvió con celeridad y se encontró con los ojos verdes de mirada gélida y la rojiza cabellera de la suprema sacerdotisa, Jaelle. Detrás de ella distinguió a un grupo de sus novicias vestidas de gris y, por el rabillo del ojo, vio también que el hombre de Diarmuid se acercaba con aire inquieto.

Jennifer inclinó la cabeza a modo de saludo y se volvió de nuevo para observar a los niños. Jaelle avanzó y se detuvo junto a ella, arrastrando sus blancas vestiduras sobre los guijarros de la calle.

—Lo llamamos ta'kiena y es nuestro más antiguo ritual —murmuró al oído de Jennifer—. Mira cómo la observa el pueblo.

Y, en efecto, aunque las caras de los niños parecían anormalmente serenas, los adultos que se habían reunido en torno a la plaza o en las tiendas bajo las arcadas tenían una expresión de curiosidad y temor. Y cada vez iba acudiendo más gente. De nuevo la muchacha del círculo levantó la mano:

Cuando los fuegos errantes rompan el corazón de piedra, ¿me seguirás?

¿Abandonarás tu casa?

Y de nuevo el corro se detuvo al oír la última palabra. Esta vez el dedo señalaba a otro muchacho, mayor y más larguirucho que el primero. Tras una breve y casi irónica pausa, él también se soltó de las manos que lo agarraban y avanzó hasta colocarse junto al otro niño escogido. Se levantó un murmullo entre los mirones, pero los niños, sin notarlo al parecer, se pusieron a dar vueltas otra vez.

Inquieta, Jennifer se volvió hacia el impasible perfil de la sacerdotisa.

—¿Qué significa esto? —preguntó—. ¿Qué están haciendo?

Jaelle hizo una leve sonrisa.

—Es una danza, de poderes profeticos. Sus hados no se levantan hasta que son llamados.

—Pero, ¿qué…?

—¡Observa!

La muchacha de los ojos vendados, de pie, rígida y esbelta, estaba cantando otra vez: Cuando los fuegos errantes rompan el corazón de piedra, ¿me seguirás?

¿Abandonarás tu casa? ¿Dejarás tu vida?

Esta vez, cuando la voz y la danza se detuvieron al unísono, un profundo rumor de protesta se levantó entre la multitud expectante, pues la elegida ahora era una de las muchachas más jóvenes. Sacudiendo su melena color de miel y con una encantadora sonrisa, avanzó hacia el centro del corro con los dos muchachos. El mas alto le puso un brazo sobre los hombros.

Jennifer se volvió hacia Jaelle.

—¿Qué significa esto? —volvió a preguntar—. ¿Qué clase de profecía…? —la pregunta quedó en suspenso.

Junto a ella, la sacerdotisa guardaba silencio. Ño había amabilidad en su rostro ni compasión en su mirada cuando los niños empezaron otra vez a dar vueltas.

—Preguntas lo que significa esto —dijo al fin—. No mucho en estos tranquilos días, cuando el ta'kiena es sólo un juego más. Según dicen ahora, este último elegido dejará la vida que su familia ha llevado. —La expresión de su rostro era inescrutable, pero una cierta ironía en el tono de su voz llamó la atención de Jennifer.

—¿Qué significado tenía antes? —preguntó.

Esta vez Jaelle no se dignó mirarla.

—La danza ha sido llevada a cabo por niños durante más tiempo de lo que cualquiera puede recordar. En los días duros la llamada significaba muerte, por supuesto. Lo cual sería una lastima, porque esta última elegida es una criatura atractiva, ¿verdad?

Había un tono maliciosamente divertido en su voz.

—Observa con atención —continuó Jaelle—: tienen en verdad miedo de esa muchacha, incluso en estos tiempos.

En efecto, la gente reunida en torno y detrás de los niños se había quedado callada de pronto, en tensa expectación. En silencio, Jennifer pudo oír el eco de alguien que reía en el mercado, unas pocas calles más allá, aunque parecía mucho más lejos.

En el corro sobre la hierba, la muchacha de los ojos vendados levantó su mano y entonó su canto por última vez:

Cuando los fuegos errantes rompan el corazón de piedra, ¿me seguirás?

¿Abandonarás tu casa?

¿Dejarás tu vida?

¿Cogerás el Camino Más Largo?

La ronda cesó.

Con el corazón latiéndole de forma inexplicable, Jennifer vio que el delgado dedo estaba señalando inexorablemente al muchacho que le había vendado los ojos.

Levantando la cabeza, como si oyera una música lejana, el muchacho avanzó unos pasos. La chica se quitó la venda de los ojos y se miraron uno a otro un largo rato; luego el muchacho se dio la vuelta, extendió una mano como si bendijera a los otros elegidos y se alejó solo fuera del círculo de hierba.

Jaelle, al verlo alejarse, adoptó por primera vez una preocupada expresión. Al escrutar sus rasgos, Jennifer se dio cuenta por primera vez de cuan joven era. Cuando estaba a punto de decir algo, fue sorprendida por el sonido de un llanto y, al volver la cabeza, vio a una mujer de pie en la puerta de una tienda, detrás de ellas: tenía el rostro bañado en lágrimas.

Jaelle siguió la mirada de Jennifer.

—Su madre —dijo la sacerdotisa en voz baja.

Sintiéndose totalmente desamparada, Jennifer experimentó un impulso de consolar a aquella mujer. Sus ojos se encontraron, y en el rostro de la mujer, Jennifer leyó, con el dolor punzante de una nueva conciencia, todas las noches en vela de aquella madre.

Parecía como si ambas mujeres se intercambiaran un mensaje de reconocimiento; luego la madre del muchacho elegido para el Camino Más Largo se volvió y entró en la tienda.

Jennifer, luchando con un sentimiento inesperado, preguntó por fin a Jaelle:

—¿Por qué sufre tanto?

La sacerdotisa estaba también un poco impresionada.

—Es difícil —dijo—, no es algo que yo pueda entender todavía, pero ellos han hecho la ronda dos veces este verano, según me han contado, y en las dos ocasiones Finn ha sido elegido para el Camino Más Largo. Ésta es la tercera vez, y en Gwen Ystrat nos han enseñado que esa tercera llamada es la del destino.

La expresión en la cara de Jennifer hizo sonreír a la sacerdotisa.

—Vamos —agregó—. Charlaremos en el templo. —Su tono, aunque no era exactamente amistoso, era por lo menos amable. Jennifer estaba a punto de aceptar cuando una tos a sus espaldas llamó su atención.

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