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Authors: Mari Jungstedt

El arte del asesino (33 page)

BOOK: El arte del asesino
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Knutas se maldijo para sus adentros por no habérsele ocurrido antes revisar las listas de los inquilinos de Muramaris. Estuvieron tan obsesionados en intentar localizar a la persona que tenía alquilada la casa cuando asesinaron a Egon Wallin que nadie pensó en comprobar las fechas anteriores. Aquello lo trastornaba. En parte, quizá, su descuido podía atribuirse a las turbulencias relativas al nombramiento de Karin, que le había hecho desviar la atención de la investigación.

Mientras aguardaban noticias de la policía de Estocolmo, en la comisaría reinaba un ambiente expectante.

Knutas, junto a la ventana de su despacho, encendió la pipa. Daba profundas caladas y expelía el humo al exterior de la ventana.

Estaba en tensión. Por fin se hallaban cerca de resolver aquel maldito embrollo que no había hecho sino crecer y volverse cada vez más misterioso a medida que transcurría el tiempo. Llamó a su mujer, le contó lo que pasaba y le comunicó que no llegaría a casa a la hora de cenar, ni durante el resto de la tarde. Line se alegró por él, por sí misma y, sobre todo, por los niños. Pronto podrían volver a ver a su padre por la tarde.

Exactamente una hora más tarde telefoneó Kurt Fogestam. Parecía como si le temblara la voz.

—Siéntate —le pidió

—¿Cómo dices?

—Que te sientes, Anders, antes de escuchar lo que te voy a decir.

Knutas se sentó en su silla sin quitarse la pipa de la boca.

—¿Qué ha pasado?

—La patrulla que iba a buscar a Erik Mattson pasó primero por Bukowskis, pero no se había presentado hoy. Su jefe no parecía muy sorprendido; según ha dicho, Mattson falta al trabajo de vez en cuando. Al parecer, tiene problemas con el alcohol. O los tenía...

—¿Tenía? ¿Cómo que tenía?

—Acaban de llamar desde la calle Karlavägen, donde vive Mattson. Nadie abrió cuando llamaron, así que al final forzaron la puerta. Lo encontraron en la cama, muerto.

Knutas no daba crédito a lo que acababa de oír.

—¿Asesinado?

—Eso aún no lo sabemos. El forense acaba de salir hacia allá. Pero eso no es todo. ¿Sabes lo que colgaba en la cabecera de la cama?

—No.

—El cuadro robado en Waldemarsudde,
El dandi moribundo.

Capítulo 88

La casa estaba situada en el cruce de dos callecitas, en una zona residencial paradisíaca, próxima al centro de Roma.

Eran las nueve y media de la mañana. Había aguardado a propósito a que pasara lo peor del ajetreo matinal, con toda la gente que acudía al trabajo, los niños que iban a la guardería o a la escuela, los que sacaban al perro a dar un paseo, o se encaminaba a buscar el periódico.

Ahora reinaba la calma y la calle estaba en silencio. Desde el lugar donde se encontraba podía ver a una mujer, que debía de ser Emma Winarve, moverse por las habitaciones de la planta baja de la casa. Alzó con cuidado los prismáticos. Se había colocado entre unos arbustos para no ser visto desde la hilera de chalés pulcramente arreglados.

Era guapa. Llevaba una bata larga de color rosado que parecía suave. Tenía el pelo rubio, ojos negros con las cejas bien perfiladas, pómulos altos y rasgos clásicos. Ya no una jovencita, por supuesto, pero bella, sin duda. Era alta y espigada. Se preguntó cuánta fuerza tendría.

La vio inclinarse y alzar en brazos a una niña. Al poco apareció en el piso superior, si bien sólo podía verla como una sombra que se movía de una habitación a otra. Le siguió los pasos a través de las frías lentes de los prismáticos; ahora se inclinaba, probablemente para acostar al bebé en la cuna. Permaneció un rato ocupada, haciendo algo. Luego, dejó caer la bata y él pudo contemplar un atisbo de su espalda desnuda antes de que desapareciera. Seguro que había entrado en la ducha. La ocasión era perfecta. Cruzó con rapidez la calle, abrió la verja y entró resuelto en el jardín, como si fuera la cosa más natural del mundo. Vio de lejos que la puerta de la calle no estaba cerrada con llave. Fantástico, pensó. Algo así sólo podía pasar en el campo.

Miró a ambos lados antes de abrir la puerta. Ni un alma. Ágil y sigiloso, se deslizó dentro y se encontró en una entrada desordenada, llena de ropa, zapatos y guantes, todo puro caos. Olía a café y a pan tostado. Por unos segundos, aquello despertó un sentimiento de confusión en lo más profundo de su ser. Se esforzó en recuperar el control sobre sí mismo. El objetivo, pensó. Ahora sólo importaba el objetivo. Miró en la cocina. Había una radio que cotorreaba con el volumen bajo, platos sucios en la encimera y la mesa estaba llena de migas. Continuó hasta el cuarto de estar, donde vio dos amplios sofás colocados uno frente al otro, una chimenea, un televisor, mantas, libros y periódicos, un cuenco de cerámica con fruta y un par de candelabros de cerámica cubiertos de cera. Apareció de nuevo aquella sensación, y la reprimió. Ya en la escalera que conducía al piso superior, oyó caer el agua de la ducha en el cuarto de baño. Ella estaba cantando. Se deslizó hasta la puerta, entreabierta. El cuarto de baño era amplio, tenía dos lavabos, uno al lado del otro, una taza en la pared de enfrente, un jacuzzi y una ducha al fondo, con una mampara transparente. El cuerpo de la mujer se vislumbraba como una silueta a través del cristal. Su voz alta y clara resonaba en aquel lugar cerrado. Otra vez aquella sensación... Le ardían los ojos. De pronto, se enfureció con ella, que estaba allí desnuda y bella, cantando despreocupada. No tenía ni idea de lo que sucedía a su alredor. De lo que le pasaba a él. ¡Maldita idiota! La rabia se apoderó de él y se le nubló la mirada. Se iba a enterar... Tensó la cuerda de piano entre los dedos. Cerró los ojos un segundo para concentrarse antes de lanzarse al ataque.

En ese momento, lo interrumpió un lloriqueo tras él, un lloriqueo que se fue transformando en llanto. La mujer no se enteraba de nada, seguía cantando bajo el agua.

De repente se volvió, salió del cuarto de baño y entró en la habitación de donde procedía el llanto. En la habitación en penumbra con el estor bajado había una cuna, y allí estaba la pequeña, que lloraba cada vez con más fuerza.

Rápido como el rayo, tomó en brazos a la pequeña envuelta en su edredón y se lanzó por las escaleras que conducían al piso inferior a la salida.

La mujer seguía cantando cuando cerró la puerta tras de sí.

Capítulo 89

Sin sospechar nada, Johan levantó el auricular. Lo único que oyó al principio fue a alguien histérico que lloraba y gritaba al tiempo que farfullaba un montón de palabras inconexas. Le costó unos segundos comprender que era Emma y que gritaba algo relativo a Elin. Cuando consiguió identificar con esfuerzo, tras varias repeticiones, las palabras Elin y desaparecida, se quedó helado.

—Tranquilízate, Emma, por favor… ¿Qué ha pasado?

—Yo… yo estaba en la ducha —sollozó ella—. Había acostado a Elin en la cuna, y cuando he vuelto había desaparecido, Johan. No estaba, ¡no estaba!

—¿Has mirado por todas partes? Quizá haya conseguido bajarse de la cuna de alguna manera, y…

—¡No! —gritó ella—. ¡Nooo! ¡No se ha bajado sola! ¿No oyes lo que te digo? ¡Ha desaparecido! ¡Tiene que haber entrado alguien y se la ha llevado!

Emma rompió a llorar con un llanto tan desgarrado que Johan a punto estuvo de perder los nervios. Se dio cuenta de que también estaba llorando. No podía ser verdad, no podía.

Pia, sentada a su lado, había oído toda la conversación. Lanzó una ojeada a la pared, donde aún estaba la foto de Johan en el coche delante de la casa de Erik Mattson.

De pronto, sintió que la amenaza les pisaba los talones.

Capítulo 90

Cuando la policía se presentó en la casa de Roma, Emma yacía completamente desmadejada en el cuarto de la niña, en el piso superior. Estaba inconsciente. Una ambulancia la trasladó a urgencias de psiquiatría, en el hospital de Visby.

La policía acordonó la casa y la calle, se cerraron las carreteras de salida de Roma, e incluso los accesos a Visby y al puerto. El siguiente barco para Nynäshamn tenía previsto soltar amarras a las cuatro, y se inspeccionaron todos los vehículos que aguardaban su salida en el muelle. En el aeropuerto se identificó a todos y cada uno de los pasajeros. Sería imposible para el secuestrador abandonar Gotland, al menos utilizando el transporte público.

A Knutas le costó convencerse de que habían secuestrado a la hija de Johan Berg. Supuso al momento que el reportero había estado investigando por su cuenta, y que eso había molestado de alguna manera al criminal. Parecía increíble que, después de lo que le sucedió la vez anterior, no hubiera aprendido a mantenerse al margen del trabajo de la policía. Entonces estuvo a punto de perder la vida, pero ahora era la de su hijita la que estaba en juego. A Knutas le apenaba sinceramente la situación de Johan, y lo llamó tan pronto como tuvo noticia de lo ocurrido. No respondió al teléfono, naturalmente. Supo que Johan estaba con Emma en urgencias de psiquiatría y lo buscó a través del jefe de sección. La voz del periodista apenas era audible cuando por fin contestó:

—Lo siento de veras —dijo Knutas—. Quiero que sepas que hacemos todo cuanto podemos.

—Gracias.

—Tengo que saber qué tipo de contacto puedes haber tenido con el asesino —le explicó Knutas—. ¿Has hablado con él?

—No, pero ha pasado otra cosa.

—¿Qué?

Johan le contó lo de la fotografía colocada en la pared de la redacción de
Noticias Regionales.

—¿Sabes quién es el autor?

—Creo que se trata de Erik Mattson, el tasador de arte de la Casa Bukowskis.

—No ha sido él.

No quiso contarle que Erik Mattson estaba muerto, para no asustarlo aún más. Ya tenía bastante. Luego le explicó:

—No ha sido él, sino su hijo, David Mattson. Tal vez se ponga en contacto contigo. No sabemos lo que quiere, pero si contacta contigo, llámame inmediatamente. ¿Me entiendes, Johan? Si ocurriera eso, es vital que me llames directamente. Luego, ya hablaremos tú y yo de cómo debemos manejar la situación. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —contestó Johan casi sin voz—. Ahora he de volver con Emma.

Capítulo 91

Pasó la noche sin que tuvieran noticias de David Mattson. La policía mantuvo el férreo control en las salidas de Gotland. Para mayor seguridad, Muramaris fue objeto de vigilancia, aunque nadie creía que el secuestrador fuera tan idiota como para volver allí. Se las tenían que ver con un peligroso asesino que ya había matado a dos personas; aún no sabían con certeza si David Mattson asesinó también a su padre. Había que practicar la autopsia al cadáver antes de que el forense pudiera pronunciarse sobre el tema.

Sentado en su despacho de la comisaría, a Knutas le atenazaba la angustia. Un niño secuestrado era el peor escenario imaginable.

Lo más frustrante era que se sentía impotente. Mientras el secuestrador no se pusiera en contacto con alguien y siguiera escondido en algún agujero, era imposible seguirle la pista. En el chalé de Roma vigilaba una patrulla de policías, y el teléfono estaba pinchado. Emma Winarve seguía en el hospital; trataron de interrogarla, pero al parecer resultaba imposible hacerle pronunciar palabra. Era víctima de un colapso psíquico.

¿Dónde estaba el secuestrador? En verano se podía acampar, dormir en una caravana o en el coche en el peor de los casos. Pero ¿en invierno? Lo más probable era que hubiese forzado la puerta de una casa de verano y se refugiara en ella; casas de verano no faltaban. Pero ¿por dónde debía empezar a indagar la policía? La isla estaba llena de casas de verano aisladas, incluida Fårö. Ahora bien, si el secuestrador se proponía que la niña sobreviviera, necesitaba comida y pañales. ¿Y cuál podía ser el motivo para secuestrar a Elin?

Antes o después, David Mattson tenía que mostrarse.

Capítulo 92

No había nada más solitario en invierno que un camping. Johan aparcó abajo, cerca de la playa. Bajó del coche y avanzó con dificultades hacia la caseta de servicios. Todo estaba en silencio, vacío y cerrado a cal y canto. El manto de nieve era aquí más profundo. No lo habrían retirado en todo el invierno. A la empinada cuesta por la que bajó tampoco le habían echado arena. La cuestión era si luego habría manera de subir por ella, pero eso no era lo que le preocupaba en aquellos momentos, sino sólo poder volver a tener a Elin en sus brazos. David le dijo que quería hacer un intercambio, pero se negó a desvelarle por teléfono qué exigía para devolver a Elin. Se lo diría personalmente, dijo. Johan pensó que no había más elección que aceptar sus condiciones. También recibió órdenes estrictas de que no se pusiera en contacto con la policía. Si David tenía la menor sospecha de que Johan acudía acompañado, acabaría con Elin.

El silencio era total allí abajo, y el agua se extendía gris y alborotada a sus pies. El aire, húmedo y cortante, penetraba a través de la ropa. Cuando se acercó a las instalaciones, que disponían de duchas y retretes, avistó un coche aparcado algo más allá; un Citroën azul. No se veía a nadie. Tenía los nervios en tensión, no sabía cuál era el aspecto de David, sólo conocía su edad. Rodeó la construcción de madera, cuyas ventanas estaban cerradas, al igual que la puerta. No era difícil comprender por qué David había elegido quedar con él allí. El lugar estaba cerca de la ciudad, pero era de lo más solitario.

De repente vio una figura alta vestida de negro que se aproximaba caminando desde la orilla. Era un tipo robusto, que llevaba una cazadora acolchada; un pasamontañas le cubría la cabeza. A Johan le pareció que el suelo temblaba bajo sus pies.

El que avanzaba hacia él asesinó a sangre fría a dos personas y se había llevado a un bebé de ocho meses como rehén. Se hallaba frente a frente con un psicópata.

En aquel momento se percató de su estupidez al no avisar a la policía. Iba desarmado y se encontraba absolutamente a merced de un loco. ¿Qué se había imaginado? ¿Que David le entregaría a Elin, sin más?

Se mantenía inmóvil, esperando, mientras su mente iba a toda pastilla.

Evidentemente, David no llevaba a Elin consigo. Johan no olvidaría jamás la impotencia que sintió en aquel momento. Enfurecido, sólo pensaba en lo que podía decir o hacer para tener más posibilidades de volver a ver a Elin.

De pronto, David se detuvo ante él.

—Vas a dejar de seguir a mi padre —le dijo—. Déjalo en paz si quieres que te devuelva a tu hija. Quiero que me lo prometas por tu conciencia y tu honor. Deja tranquilo a mi padre.

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