Read El arte del asesino Online
Authors: Mari Jungstedt
—¿Pronto?
—Sí, sólo eso.
—¿Y dices que eso fue hace dos semanas?
—Exactamente.
Todos los presentes se miraron perplejos.
—Esto es una locura —masculló, contrariado, Knutas—. Se cargan a Egon Wallin aquí, en Visby; al mismo tiempo, es objeto de amenazas otro galerista que ha mantenido una larga relación profesional con Wallin… ¡y nadie nos informa de nada! ¿Se puede saber a qué se dedica la policía de Estocolmo? ¡Esto es prevaricación, joder!
Knutas respiraba agitado por la nariz y bebió un par de tragos de agua del vaso que tenía delante en la mesa.
—Bueno, no nos queda más remedio que seguir. Sohlman se encarga de la investigación pericial que se está llevando a cabo en estos momentos en la suite del hotel, que está parcialmente acordonado y se ha llamado y se llama aún a las puertas de las habitaciones para recabar información de los testigos. Esperemos que eso nos proporcione alguna pista. Mientras tanto, ¿qué creéis que estará haciendo el agresor?
—Soy pesimista, me inclino a pensar lo mismo que Karin: Malmberg probablemente ya está muerto —suspiró Kihlgård—. Está por ver qué hará ahora con el cadáver.
Karin formuló una pregunta:
—¿Tendrá el valor de colgarlo en la Puerta de Dalmansporten, como hizo con Egon Wallin?
—Ah, no, no lo creo —rechazó Knutas—. Hacerlo una vez, bueno, pero atreverse a hacerlo de nuevo… Debe de ser consciente de que le seguimos la pista y de que el personal del hotel descubriría la desaparición de su cliente, ¿no?
—No podemos estar totalmente seguros —protestó Kihlgård—. Quizá no se comporte de una manera racional. Puede que el éxito se le haya subido a la cabeza y actué como un megalómano. Que se sienta invencible. Ha pasado en otras ocasiones.
—Está bien; por si acaso, enviaremos allí una patrulla de vigilancia —dijo Knutas—. Será mejor no correr riesgos innecesarios. En realidad no tenemos ni idea de a quién nos enfrentamos.
—¿Y Muramaris?
—También pondremos vigilancia allí. Nunca se sabe.
Sverker Skoglund fue compañero de estudios de Egon Wallin. Habían coincidido en la misma clase desde la escuela primaria hasta el bachillerato. Después, sus caminos se separaron. Sverker se hizo a la mar y vivió en el extranjero muchos años. Cuando regresó a Gotland ya no había mucho en común entre uno y otro. Al mismo tiempo, algo especial había entre ellos, y eso hizo que mantuvieran cierto contacto. Las pocas veces que se encontraron a solas era como si se hubieran visto el día anterior.
A Sverker le conmocionó el brutal asesinato de Egon y, como a muchos otros, le horrorizó que su amigo de la infancia acabara sus días de forma tan violenta. No pudo asistir al entierro porque en esas fechas se encontraba trabajando en una plataforma petrolífera en el norte de Noruega y sólo le habrían dado permiso para desplazarse si se hubiera tratado del sepelio de un familiar cercano.
Acababa de volver a casa y lo primero que se propuso hacer fue visitar la tumba de Egon. El cementerio de Norra estaba desierto cuando llegó. Su coche estaba solo en el aparcamiento.
En el sendero que conducía hasta el camposanto propiamente dicho habían limpiado bien la nieve, y se veía que estaba muy pisado. Sverker comprendió que muchas personas habrían querido dar el último adiós a Egon. En aquella época del año no solía haber muchas visitas al cementerio.
Los restos de Egon Wallin reposaban en el panteón familiar, visible desde lejos. La familia era pudiente, y eso se notaba en el tamaño de la lápida. En lo alto destacaba una cruz enorme. Montones de coronas y ramos de flores aparecían ante el panteón y testimoniaban que el entierro había finalizado hacía poco. Tras la nevada de la noche anterior, casi todo estaba cubierto por un manto blanco, pero aquí y allá relucían las flores a través de la nieve, bajo la cual Sverker pudo apreciar el contorno de las grandes coronas.
Cuando enfiló el último tramo del sendero, el que conducía hasta la valla dispuesta alrededor del panteón, salió el sol. Se detuvo un momento y dejó que los rayos le calentaran la cara. Qué silencio. Qué paz.
Continuó con paso tranquilo, pensando en quién había sido Egon en realidad. A sus ojos aparecía como un hombre sencillo. En ningún momento notó, por su manera de actuar, que fuese una persona acaudalada. Nunca hablaba de ello ni daba a entender nada, salvo cuando comían juntos. Entonces insistía siempre en pagar. Pero, aunque dedujo que tenía una buena posición económica, era muy discreto. Seguía viviendo en un chalé adosado, aunque podría haber adquirido sin problemas una casa más grande y más lujosa. La verdad es que aquellos chalés adosados eran inusualmente bonitos y la situación, estupenda. Pero de todos modos…
Se preguntó con quién debió toparse su amigo de la infancia. Si se habría encontrado con un loco dispuesto a lanzarse sobre cualquiera. Si su asesinato fue una infortunada casualidad o había existido voluntad de asesinarlo.
Había llegado junto a la zona vallada donde estaba la lápida sepulcral. Delante de la tumba había varias hileras de coronas y al principio eso fue lo único que vio. Recorrió con la mirada las cintas de seda, las flores y las dedicatorias. De repente, observó algo en el suelo helado que hizo que se le erizase el vello. Debajo de la gran corona con la cinta blanca y rosa enviada por la Asociación de Artistas de Visby, sobresalía una mano entre la nieve. Era una mano masculina con los dedos engarfiados. Apartó la mirada milímetro a milímetro mientras contenía la respiración. Entonces lo vio: el hombre yacía boca abajo al lado de la lápida, con los brazos a lo largo del cuerpo. Estaba desnudo, salvo los calzoncillos, y cubierto parcialmente por la nieve. El cuerpo aparecía lleno de heridas y cardenales. Alrededor del cuello tenía una cuerda.
Sverker Skoglund obtuvo respuesta a sus preguntas antes de lo que se había figurado. Era evidente que en todo aquello había una manifiesta voluntad.
La policía de Visby recibió la alarma a la una y cuarto. Veinte minutos más tarde, Knutas y Karin salían en el primer coche, seguidos de cerca por Sohlman y Wittberg. Varias patrullas de la policía estaban en camino.
Knutas se apeó del vehículo y avanzó a largas zancadas hasta el lugar.
—¡Joder! —exclamó—. Sólo puede ser una persona.
Sohlman llegó a su altura y se acercó al cadáver. Se agachó y examinó las partes que sobresalían por encima del manto de nieve.
—Está lleno de magulladuras y lesiones; hay tanto quemaduras de cigarrillo como heridas y señales de golpes. Parece que a este pobre diablo lo torturaron antes de liquidarlo —concluyó meneando la cabeza—. ¿Es Hugo Malmberg? —preguntó.
Knutas contempló el cuerpo magullado.
—Habrá que mirar…
Sohlman volvió con cuidado el cadáver.
—Sí, es él, no cabe duda.
Karin resopló.
—Mirad ahí. En el cuello.
Todos se inclinaron hacia delante y vieron la cuerda. Tendrían que vérselas con el mismo asesino, desde luego.
Knutas se incorporó y recorrió con la mirada el cementerio.
—El cuerpo aún no está muy rígido. Seguro que no lleva muerto mucho tiempo —apuntó Sohlman.
—Tenemos que buscar por los alrededores con perros, inmediatamente —dispuso Knutas y empezó a dar órdenes—. Puede que el asesino no ande muy lejos. Tiene que haber usado algún vehículo. ¿Cuándo demonios zarpa el próximo barco a la Península? Hay que detenerlo, revisar los coches e identificar a todos los viajeros. Esta vez no se nos escapará.
Johan y Pia trabajaron como mulas desde que un comunicado policial informó de que el cadáver ultrajado de Hugo Malmberg había aparecido en la tumba de Egon Wallin. El asesinato provocó la histeria de los medios de comunicación y en Estocolmo a todos les urgía que enviaran a toda prisa el material, a ser posible antes incluso de filmarlo. En Visby, ese segundo asesinato estremecedor despertó una fuerte reacción entre los habitantes, y los galeristas de Visby cerraron sus establecimientos y se reunieron para hablar de lo que estaba sucediendo. El oleaje de murmuraciones estaba alto, y se preguntaban si el asesino andaba precisamente detrás de las personas que se dedicaban al comercio de obras de arte. La policía celebró una rueda de prensa caótica en la que llovieron preguntas de los cincuenta periodistas que abarrotaban la sala. La noticia había llegado también al resto de los países nórdicos, y a lo largo del día llegaron a Visby periodistas daneses y noruegos.
Por la tarde, tras editar el último trabajo, Johan se quedó sentado en la redacción. Estaba demasiado estresado para volver a casa. Tenía que ordenar sus pensamientos. Pia se marchó apenas envió el trabajo porque se iba al cine. ¿Al cine ahora?, pensó Johan. ¿Quién podía concentrarse en una película después de todo lo ocurrido aquel día?
Tomó lápiz y papel e intentó hacer un esquema de los hechos desde el comienzo.
La muerte de Egon Wallin. Los cuadros robados que se encontraron en el cuarto trastero de su chalé adosado.
El robo de
El dandi moribundo
en Waldemarsudde.
La escultura robada primero en la galería de Wallin para aparecer luego en Waldemarsudde al tiempo que robaban el cuadro. El original estaba en Muramaris. Allí se había alojado el asesino, al menos cuando cometió el primer crimen.
Después asesinaron a Hugo Malmberg, cuyo cuerpo apareció sobre la tumba de Egon Wallin.
Anotó los puntos de conexión que había entre las víctimas.
Ambos eran galeristas.
Por lo que él sabía, uno y otro eran homosexuales, Hugo abiertamente, Egon a escondidas.
Planeaban convertirse en socios de la misma galería en Estocolmo. Socios, pensó. ¿Serían también pareja sexual? Lo juzgó muy probable. Añadió «pareja sexual» bajo el epígrafe de puntos de conexión.
Permaneció sentado mirando durante largo rato sus anotaciones. En su opinión, había dos grandes interrogantes. Los escribió:
1. ¿Por qué robaron
El dandi moribundo?
2. ¿Habría alguna víctima más?
Nada permitía asegurar que el asesino no iba a seguir. Quizá hubiera más personas a las que pensaba matar. Escribió la palabra dandi. ¿Qué es un dandi?
Buscó el término en la red y enseguida obtuvo respuesta:
Hombre que destaca por su elegancia, refinamiento y buen tono. Se lo relaciona con la distinción, la apatía, el sarcasmo y la ironía. Andrógino o ambivalente desde el punto de vista sexual.
¿Se veía el asesino a sí mismo como un dandi o los dandis eran sus víctimas?
Meditó acerca de las personas que aparecían en la investigación. Pia tenía la lista de los invitados a la exposición de Egon Wallin. La lita se la facilitó Eva Blom, que trabajaba en la galería, y Johan no se había molestado en preguntarle cómo lo había conseguido. Tampoco sabía si quería saberlo.
¿Y si empezara por ahí?, se dijo. No pasó mucho tiempo antes de que le llamara la atención un nombre: Erik Mattson. Claro, era el experto en Dardel que había salido varias veces en televisión para hablar sobre el robo en Waldemarsudde. ¡Qué coincidencia! Trabajaba en la casa de subastas Bukowskis en Estocolmo. Johan decidió llamarlo. Abrió la página de la casa de subastas en Internet y encontró el nombre y la foto. Se quedó boquiabierto al ver la foto. Hablando de dandis… Erik Mattson vestía un traje de raya diplomática y camisa azul clara, con la corbata por dentro de un elegante chaleco. Con el pelo negro peinado hacia atrás, tenía unos rasgos limpios y una aristocrática nariz aguileña. Ojos oscuros y labios finos. Sonreía al fotógrafo, con actitud un tanto arrogante e irónica. El clásico dandi, pensó Johan. Consultó el reloj. Era demasiado tarde para llamar, Bukowskis estaría ya cerrado. Debería esperar hasta el día siguiente. Suspiró y fue en busca de un café mientras los pensamientos le seguían dando vueltas en la cabeza.
¿Quién era en realidad Erik Mattson? ¿Tenía algún vínculo con Gotland?
No supo de dónde surgía aquella idea, pero se afianzó en su cabeza al momento. Consultó de nuevo el reloj. Las nueve menos cuarto. No era aún demasiado tarde para llamar. Anita Thorén respondió enseguida.
—Hola, soy Johan Berg de
Noticias Regionales.
Disculpa que te llame tan tarde pero tengo un asunto importante que no puede esperar.
—¿De qué se trata? —preguntó ella amablemente.
—Sí, estoy investigando una cosa. Vosotros alquiláis casitas de verano a los turistas, ¿no? ¿Cuánto tiempo lleváis haciendo eso?
—Pues desde que nos hicimos cargo de las instalaciones en los años ochenta. Hace algo más de veinte años.
—¿Conservas algún registro de los inquilinos?
—Por supuesto; siempre he llevado un registro.
—¿Lo tienes a mano?
—Sí, tengo la oficina aquí en casa.
—¿Tienes un momento? ¿Puedes buscarlo?
—Sí, claro. El libro está por aquí, en algún sitio. Un momento.
«El libro, —pensó Johan—. ¿En qué siglo vivía aquella mujer? ¿No había oído hablar de los ordenadores?»
A los pocos minutos volvió a oír su voz:
—Sí, aquí lo tengo. Registro a todas las personas que alquilan: nombre, dirección, teléfono, cuándo y cómo han pagado y cuánto tiempo han estado.
—¿No tienes esos datos informatizados?
—No —dijo entre risas—. Me da un poco de vergüenza decirlo, pero siempre lo he hecho así. Llevamos alquilando más de veinte años y supongo que es una forma de nostalgia poder seguir haciendo algo a la vieja usanza. No sé si entiendes lo que quiero decir…
Lo entendía perfectamente. Su madre empezaba ahora a enviarle sms, pese a que él llevaba años intentando enseñarle.
—¿Podrías hacerme un favor?
—Sí, bueno, no sé —respondió Anita vacilante.
—¿Puedes comprobar si Erik Mattson ha alquilado alguna vez una casa?
—Sí, claro. Pero tardaré un rato. Como te digo, son más de veinte años los que hay que repasar.
—Tómate el tiempo que necesites.
Una hora más tarde, Anita Thorén le devolvió la llamada.
—Qué coincidencia. Nada más dejar de hablar contigo me ha llamado Karin Jacobsson de la policía, y se interesaba por lo mismo precisamente.
—¿Ah, sí?
—Bueno, lo que te quería decir es que he encontrado aquí a Erik Mattson. Incluso varias veces. A Johan se le secó la boca.
—¿Sí?
—Alquiló por primera vez en junio de 1990, es decir, hace ya quince años. La casa de Rolf de Maré. Por dos semanas, desde el 13 de junio hasta el 26. Vino con su mujer Lydia Mattson y sus tres hijos. También tengo apuntado el nombre de los hijos: David, Karl y Emilie Mattson.