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Authors: Mari Jungstedt

El arte del asesino (29 page)

BOOK: El arte del asesino
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Al momento apareció una pierna y luego, otra. Alguien alto, corpulento y vestido de negro se deslizó dentro a través de la ventana y fue a parar al suelo de la sala de estar, a pocos metros de donde él estaba. El intruso llevaba calado en la cabeza un pasamontañas de lana negro con orificios para los ojos.

Hugo se apretó contra la pared cuanto pudo, esperando que el asaltante siguiera hacia el interior sin advertir su presencia.

La suite estaba en una de las esquinas del hotel y era de forma circular. Se hallaban en la sala de estar, y el intruso podía optar entre ir a la izquierda y acceder al dormitorio, o dirigirse a la derecha y entrar en una salita. El enmascarado permaneció quieto unos segundos, tan cerca de él que casi podía oír su agitada respiración.

La oscuridad era absoluta. Rezó en silencio para que no lo delatara el olor. Seguramente apestaba a whisky y a tabaco. El hombre se volvió, y por unos terroríficos segundos, Hugo tuvo la certeza de que había descubierto su escondite. De repente, el otro se deslizó hacia la puerta del dormitorio y desapareció en la oscuridad. Retrocedió sigilosamente con los ojos clavados en el dormitorio. A su espalda no había más que la salita, la entrada y la puerta que daba al pasillo del hotel. Aún tenía la posibilidad de escapar. Tratar de reducir al corpulento asaltante se le antojaba imposible. No tenía la menor posibilidad. Pensamientos de todo tipo se agolpaban en su cabeza, había perdido la noción del tiempo, ni siquiera podía calcular cuántos segundos habían pasado.

Justo en el momento en que estaba sopesando aprovechar la ocasión y lanzarse hacia la puerta, sintió que alguien lo agarraba de la muñeca. El pie de la lámpara cayó al suelo y se hizo añicos. Gritó, pero fue un grito sordo. Como si intuyera que no valía la pena.

Capítulo 74

En la reunión matinal de aquel miércoles, el ambiente era apático e indiferente. A Knutas le parecía totalmente absurdo cómo había cambiado la situación después de que se diera a conocer el ascenso de Karin. Thomas y ella ahora no se sentaban nunca juntos, por no hablar de la repentina animosidad de Lars Norrby contra todo y contra todos. Por la mañana, mientras tomaban juntos un café, Karin se le quejó y se preguntaba si todo aquello valía la pena. Él la comprendía, pero le aconsejó que tuviera paciencia. Lars Norrby se calmaría con el tiempo, y seguro que Wittberg, también. Knutas supuso que este último, lógicamente, también tenía sus aspiraciones y quizá esperaba que le hicieran a él la propuesta.

No se podía complacer a todos.

Sea como fuere, allí estaba Wittberg sentado con cara de pocos amigos, aunque Knutas sabía que las cosas le iban francamente bien. Su nueva novia (pronto no sería ya tan nueva) se había mudado a vivir con él y, al parecer, ejercía sobre Thomas una influencia positiva. Su joven colega parecía más saludable y más despejado que nunca. Por eso le parecía aún peor que no quisiera permitirle a Karin ese éxito.

—He investigado un poco más a Rolf Sandén el amante de Monika Wallin —comenzó Wittberg—. La noche del crimen tiene coartada, sí, pero es bastante inconsistente. El amigo que asegura que pasaron la noche juntos, puede que mienta. Rolf Sandén, por lo que sabemos, apuesta mucho a los caballos y resulta que tiene deudas de juego cuantiosas. Le debe dinero a bastante gente.

—No me digas...

Knutas frunció el ceño.

—Sm embargo, Monika Wallin sostiene no saber nada de su afición al juego ni de que esté endeudado hasta las cejas.

—Está bien, ahí tenemos un posible motivo. Además, es un antiguo trabajador de la construcción. Mucho músculo, en otras palabras.

—¿No está prejubilado? —objetó Karin.

—Sí, porque tiene la espalda tocada —la cortó Wittberg desabrido—. Eso no le impide a uno seguir siendo fuerte.

—Conforme, pero, de todos modos —insistió Karin—, ¿puede uno izar tan alto a otra persona con una espalda resentida?

—¡Cielo Santo! —suspiró Wittberg—. No iremos a descartarlo por eso...

Negaba con la cabeza como si pensara que era lo más estúpido que había oído en mucho tiempo.

—Eso digo yo —remachó Norrby—. Puede que se haya agenciado un informe médico falso. Eso está a la orden del día. Aunque, claro, quizá en tu mundo no exista ningún fraude con las pensiones...

El tono destilaba sarcasmo. Norrby y Wittberg cambiaron una mirada de complicidad.

Sin previo aviso, Karin se levantó tan enojada de la silla en la cual estaba sentada que ésta cayó al suelo. Miró muy alterada a Wittberg, quien, al parecer, se quedó tan sorprendido como asustado.

—¡Ya está bien! —gritó clavándole los ojos a su colega—. ¡Deja ya esa ridícula actitud mezquina y resentida! ¿Eres tan endiabladamente egoísta que no puedes tolerar mi ascenso? Hemos colaborado juntos varios años, Thomas, pero yo llevo trabajando aquí el doble de tiempo que tú. ¿Qué tienes en contra de que sea subcomisaria? Dímelo aquí y ahora, ¡vamos! —Sin esperar respuesta, se volvió hacia Lars Norrby—. En cuanto a ti, no eres mejor. ¡Andar por aquí poniéndome cara larga como si fuera yo quien hubiese tomado la decisión! Si quieres quejarte, te diriges a Anders, y deja ya de meterte conmigo como un crío. Ya estoy hasta la coronilla de vosotros dos y no voy a aceptarlo ni un minuto más. ¡Se acabaron las tonterías! ¿Lo habéis entendido?

Karin puso punto final a su arrebato de cólera, levantó la silla y la colocó con un golpe contra la pared. Abandonó la reunión y cerró de un portazo.

Antes de que nadie tuviera tiempo de reaccionar sonó el móvil de Knutas.

Al finalizar la conversación telefónica, el comisario parecía preocupado.

—Me llamaban del hotel Wisby —explicó—. Hugo Malmberg se alojó ayer por la mañana allí. Estuvo presente en el entierro de Egon Wallin e iba a pasar una noche en el hotel. Hoy no se ha presentado a pagar ni ha regresado a casa en el vuelo que tenía reservado y cuando el personal del hotel ha entrado en la habitación hace un momento, sus pertenencias estaban allí, la ventana aparecía forzada y había manchas de sangre en el suelo.

—¿Y Malmberg? —preguntó Kihlgård.

—No está —respondió Knutas al tiempo que alargaba el brazo para tomar la chaqueta colgada en el respaldo de la silla—. Ha desaparecido. No está en ningún sitio.

Capítulo 75

El hotel Wisby se encontraba en la calle Strandgatan, junto a la plaza Donners, cerca del puerto. Era un elegante hotel antiguo de lujo.

La situación en recepción era tensa cuando Knutas, Kihlgård, Sohlman y Karin se presentaron allí un cuarto de hora después de que el recepcionista jefe informara de la desaparición de Hugo Malmberg. Tras un rápido saludo, pidieron que los condujeran a la habitación.

La suite estaba en el último piso, el sexto. Para espanto del de recepción, Sohlman se apresuró a precintar la puerta.

—¿Es necesario realmente? —preguntó preocupado—. Eso indica a las claras que se trata de un sitio en el que se ha cometido un delito y creará inquietud entre los huéspedes.

—Sí, lo es —respondió Sohlman—. Lo siento muchísimo.

Su tono de voz parecía sincero. En el hotel Wisby habían asesinado con anterioridad a su portero de noche; era uno de los tres asesinatos no aclarados en la historia de Gotland. El crimen del portero suscitó mucha curiosidad, y el caso estuvo años en los medios de comunicación. Todavía lo sacaban de vez en cuando en algún programa de televisión de intriga criminal.

Sohlman fue el primero en entrar en la suite e hizo señas a los demás para que aguardaran. Tuvieron que conformarse con mirar desde la puerta.

Miró con atención a su alrededor. Olía a tabaco y a cerrado, la cama estaba deshecha y alguien había tirado una lámpara de mesa, sin pantalla, al suelo. En la sala de estar vio un vaso a medio beber en la mesa, al lado de un cenicero con varias colillas.

Descorrió las pesadas cortinas y descubrió al momento que la ventana había sido forzada. La ropa estaba pulcramente colgada en una silla al lado de la cama y en la entradita había una maleta.

—¿Cuántas personas han entrado aquí? —le preguntó al recepcionista cuando terminó de echar un vistazo a la suite.

—Sólo yo y Linda, la recepcionista que está hoy de turno. De hecho, fue ella quien reaccionó cuando el cliente no apareció por la recepción. La verdad es que llegó también un taxi, reservado de antemano para recogerlo y llevarlo hasta el aeropuerto, pero como ya he dicho, el cliente no estaba en la habitación.

—¿Entraron ustedes dos?

—No; bueno, sí —respondió inseguro—. Sí, entramos los dos. Pero no estuvimos ahí dentro más de un minuto —se disculpó como si de pronto hubiera caído en la cuenta de que quizá no había sido una buena idea.

—Está bien, pero a partir de ahora no puede entrar nadie —dijo Sohlman para todos los demás—. La ventana ha sido forzada, hay manchas de sangre en el suelo e indicios de que hubo resistencia. Ahí dentro ha ocurrido algo, eso está claro. A partir de ahora hemos de considerar la suite como el lugar donde se ha producido un crimen. ¿Hay alguna vía de salida al exterior desde aquí?

El recepcionista jefe los condujo a la escalera de incendios, al fondo del pasillo. Daba a la parte trasera del edificio y el jardín. Desde allí no había más que salir directamente a la calle. Incluso, en caso necesario, se podía entrar con el coche.

Sohlman pidió refuerzos y se quedó para asistir al examen pericial. Knutas comenzó a interrogar al personal del hotel, mientras Kihlgård y Karin iban llamando a las puertas de las habitaciones para preguntar a los huéspedes si alguno de ellos había visto u oído algo por la noche.

Tan pronto como estuvo de vuelta en comisaría, Knutas convocó a una reunión a los miembros de la Brigada de Homicidios que se hallaban en aquel momento en las dependencias policiales. A juzgar por la concentración que reinaba en la sala, todos se habían olvidado ya del anterior arrebato de cólera de Karin. Por primera vez desde hacía un tiempo, Knutas percibió el antiguo ambiente habitual en el grupo.

Resumió en pocas palabras lo que sabía acerca de la desaparición de Hugo Malmberg.

—¿Qué hemos averiguado de su relación con Egon Wallin? —preguntó Kihlgård.

—Tenían cierta colaboración y se veían de forma ocasional, cuando Wallin estaba en Estocolmo, pero, por lo que he entendido, se trataba sobre todo de una relación comercial —explicó el comisario.

—¿Quieres decir que el hecho de que ambos sean, o fueran, homosexuales no tiene nada que ver? —terció Karin en tono de duda—. Pues claro que tiene que ver. Ahora tenemos varios puntos de contacto entre ellos: galeristas, Estocolmo y homosexualidad. No puede ser una mera casualidad. Tiene que haber algo en esos tres factores que conduzca al asesino.

—¿Estamos buscando a un joven gay dentro del mundo del arte en el centro de Estocolmo? —preguntó Kihlgård—. En ese caso, vamos estrechando el círculo.

—Tal vez —aceptó Karin—. ¿O quizá deberíamos concentrarnos sólo en lo de la homosexualidad?

—¿Y eso por qué? —preguntó Wittberg—. Y el robo del cuadro, ¿cómo encaja con eso?

—Sí, tienes razón. El dichoso cuadro.
El dandi moribundo
—murmuró Karin pensativa—. ¿Quiso decirnos algo el ladrón al elegir ese cuadro, ese precisamente? Quizá no tenga nada que ver con Nils Dardel, sino con el motivo y con el nombre del cuadro. El dandi es un hombre con rasgos andróginos, ¿no? Un tipo esnob y bien vestido, un petimetre elegante que se mueve en ambientes elegantes… Pues encaja bastante bien, tanto con Egon Wallin como con Hugo Malmberg.

—¡Es verdad! —exclamó Wittberg exaltado—. Ahí tenemos una pista muy clara. El asesino es tan refinado que sustrae uno de los cuadros más famosos de la historia de la pintura sueca, sencillamente porque quiere marcarse un punto. Nos está señalando con el índice, ¡eso hace!

—¿Puede ser tan sencillo como eso? —preguntó Kihlgård dubitativo—. Otra posibilidad es que necesite dinero por algún motivo.

—De acuerdo, pero ¿cómo va a poder deshacerse de un cuadro como ese? Es casi imposible venderlo en Suecia —rebatió Norrby.

—No, salvo que haya algún coleccionista detrás —reflexionó Knutas en voz alta.

—A mí me parece —intervino Kihlgård— que todo esto tiene que ver con el mundo del arte, que ese es el punto central. Ambos son galeristas, desaparece un cuadro muy conocido y el día en que fue asesinado, Egon Wallin había inaugurado una exposición que al parecer tuvo mucho éxito. Deberíamos buscar dentro del mundo del arte y prescindir del tema homosexual. Sólo nos complicamos la vida y, de esa manera, los árboles nos impiden ver el bosque.

—Coincido contigo —dijo Knutas, satisfecho de poder estar, por una vez, de acuerdo con Kihlgård—. Puede que uno y otro se hayan dedicado al mismo tiempo a negocios turbios. Los dos ganaban mucho dinero y no podemos estar seguros de que los negocios fueran siempre legales.

—Ahí, quizá entren también en escena Mattis Kalvalis y su opaco agente. Ese pintor parece cualquier cosa menos trigo limpio —opinó Karin—. Es drogadicto, se nota a la legua. ¿Cómo suena una banda de ladrones de obras de arte con ramificaciones internacionales, entre ellas en el Báltico? —concluyó en tono conspirativo.

—Lo primero que debemos hacer es averiguar qué le ha pasado a Hugo Malmberg —decidió el comisario—. Suponiendo que nos estemos enfrentando al mismo agresor… ¿Qué ha hecho con Malmberg? ¿Cuál será el próximo paso?

—Por desgracia, lo más probable es que Hugo Malmberg a estas horas ya no esté vivo —comentó Karin—. Precisamente, antes de esta reunión he comprobado si Hugo Malmberg había sufrido alguna amenaza. Y así es; al parecer recibió una amenaza anónima escrita y varias llamadas telefónicas sospechosas. Lo denunció a la policía hace dos semanas.

Knutas iba de asombro en asombro.

—¿Qué hicieron con el asunto?

—Nada, al menos eso parece. Malmberg le pareció un poco simplón al agente que tramitó la denuncia, por más que de la denuncia se desprende que era amigo de Egon Wallin y que iban a trabajar juntos.

—¿Cuándo tuvieron lugar esos incidentes?

Karin echó una ojeada a sus papeles.

—El primero, es decir, el del puente de Västerbron, ocurrió el diez de febrero. Aunque en esa ocasión Malmberg creyó que sólo se trataba de alguien que lo seguía, no fue una amenaza concreta. Cuando recibió una amenaza verdadera fue el día veinticinco.

—¿Qué tipo de amenaza?

—Una hoja de papel sin remitente en la que se leía
Pronto.

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