El asedio (51 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El asedio
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—¡Socorro! —grita de nuevo.

Le responde una imprecación en español que suena a blasfemia. Los bultos oscuros que acometían a Desfosseux pasan ahora veloces por su lado, precipitándose ladera abajo. El francés, que se ha puesto de rodillas y al fin consigue sacar el sable de la vaina, les tira un tajo al pasar, pero éste hiende el aire sin alcanzar a los fugitivos. Una cuarta sombra se abalanza sobre Desfosseux, que se dispone a largarle otro sablazo cuando reconoce la voz alterada de Bertoldi.

—¡Mi capitán!... ¿Está usted bien, mi capitán?

Por el sendero, desde la ermita fortificada, los centinelas acuden a la carrera con un farol encendido que ilumina sus bayonetas. Bertoldi ayuda al capitán a incorporarse. A la luz que se aproxima, Desfosseux advierte que el teniente tiene la cara ensangrentada.

—Nos hemos librado de milagro —comenta éste, todavía con voz trémula.

Los rodea ya media docena de soldados, preguntando por lo ocurrido. Mientras su ayudante da explicaciones, Simón Desfosseux mete el sable en la vaina y guarda el cachorrillo en el capote. Luego mira ladera abajo, a la oscuridad donde se desvanecieron los asaltantes. Ocupa sus pensamientos la imagen del gallo bermejo, taimado y cruel, revolviéndose en la arena del palenque con el plumaje erizado, húmedo de sangre.

—Era una puta de Santa María —dice Cadalso.

Rogelio Tizón observa el bulto cubierto por una manta de la que sólo asoman los pies. El cadáver está en el suelo, junto al muro de un viejo almacén abandonado en el ángulo de la calle del Laurel: un edificio angosto y sombrío, de aspecto arruinado, sin techo. Los muñones de tres gruesas vigas desnudas enmarcan el cielo, sobre los restos de una escalera cuyos peldaños conducen al vacío.

Poniéndose en cuclillas, el comisario retira la manta. Esta vez actúa sobrecogido, pese al endurecimiento del hábito. De Santa María, ha dicho su ayudante. Recuerdos e incómodos presentimientos se cruzan en su cabeza. La imagen de una muchacha desnuda, tumbada boca abajo en la penumbra. Y sus súplicas. No, por favor. Por favor. Ojalá no sea ella, concluye aturdido. Sería demasiada casualidad. Demasiadas coincidencias. Al descubrir la espalda destrozada entre la ropa rota y abierta hasta la cintura, el olor se aferra a su nariz y garganta como un zarpazo. No se trata todavía de la podredumbre de la descomposición —la muchacha debió de morir anoche—, sino de otro olor siniestro que a estas alturas resulta familiar: carne desgarrada a latigazos y abierta en lo hondo, hasta descubrir huesos y vísceras. Huele como las carnicerías en verano.

—Virgen Santa —exclama Cadalso, a su espalda—. No termina de acostumbrarse uno a lo que les hace.

Conteniendo el aliento, Tizón agarra el pelo de la muchacha —sucio, revuelto, pegado a la frente por cuajarones de sangre seca— y tira un poco de él, levantando la cabeza para ver mejor la cara. El rigor mortis ya se ha adueñado del cadáver, y el cuello rígido también se alza un poco en el movimiento. El comisario estudia lo que parece una máscara de cera sucia, con marcas violáceas de golpes. Carne muerta. Casi un objeto. O sin casi. Ya no se aprecia nada humano en las facciones amarillentas, en las pupilas empañadas que miran sin ver bajo los párpados entreabiertos, en la boca todavía amordazada por el pañuelo que ahogó los gritos. Al menos, se dice soltando el pelo de la muerta, no es ella. No, como por un momento ha llegado a temer, la joven con la que fue después de hablar con la Caracola. El cuerpo desnudo donde entrevió con horror sus propios abismos.

Vuelve a cubrir el cadáver con la manta y se pone en pie. Hay alguna gente asomada a los balcones próximos, y se dice que esta vez será imposible guardar el secreto. Hasta aquí hemos llegado, piensa. Rápidamente calcula los pros y los contras, las consecuencias inmediatas del suceso. Incluso en la situación excepcional que vive la ciudad, cinco asesinatos idénticos son demasiados. No queda margen. En el mejor de los casos, aunque logre evitar el escándalo público y la intromisión de chismosos y periodistas, son muchas las explicaciones que reclamarán el intendente general y el gobernador. Con ellos no hay intuiciones, teorías ni experimentos que valgan. Sólo cuentan los hechos, y querrán culpables. Y si éstos no aparecen, responsabilidades. La cabeza del asesino, o la suya.

Balanceando pensativo el bastón, una mano en un bolsillo de la levita e inclinado el sombrero sobre los ojos, Tizón observa la calle a uno y otro lado del ángulo recto que la divide en dos: un tramo hacia la vecina de Santiago y otro hacia la de Villalobos. Nunca han caído bombas allí. Es lo primero que procuró averiguar cuando supo el hallazgo del cuerpo. La más cercana, que no estalló, fue a dar hace dos semanas frente a la obra de la catedral nueva. Lo que sólo puede significar dos cosas: que sus hipótesis no tienen fundamento, o que en las siguientes horas o minutos pueden verse confirmadas por un impacto de la artillería francesa. Alzando la vista, observa con frialdad las casas próximas, las fachadas y terrazas que, por su orientación, tienen más probabilidades de recibir una bomba disparada desde el otro lado de la bahía. La docena de vecinos que curiosea en los balcones retiene su atención. Debería prevenirlos, se dice. Dar aviso de que en cualquier momento puede llegar un proyectil que los mutile o los mate. Sería interesante ver sus caras. Lárguense de aquí a toda prisa, porque lo mismo les cae una bomba encima. Me lo ha dicho un pajarito. O dicho en largo: evacuar con urgencia a los vecinos de la calle del Laurel y aledaños —¿Unas horas? ¿Un día?—, con la explicación de que un asesino actúa conectado, según sospecha el comisario de Barrios, Vagos y Transeúntes, con extraños magnetismos y coordenadas misteriosas. Las carcajadas iban a oírse hasta en el Trocadero. Y es poco probable que el intendente y el gobernador riesen más allá de lo justo.

Próximas horas o minutos, se repite a sí mismo. Después da unos pasos por la calle, mirándolo todo. A partir de este momento —la idea le produce ahora un hormigueo de inquietud— puede no ocurrir nada en absoluto, o que una bomba caiga del cielo y le reviente a él encima. Como en la calle del Viento, la última vez. Aquel gato hecho trizas. El recuerdo lo hace moverse con absurda cautela, cual si de sus pasos en una u otra dirección dependiera estar o no en el punto final de la trayectoria de un disparo francés. Entonces, por un brevísimo instante, como si cruzase por un punto de la calle donde el aire se desvaneciera con sutileza extrema para dejar un insólito vacío, Tizón experimenta una incómoda sensación de irrealidad. Se parece, advierte asombrado, a caminar junto a un precipicio con la atracción del abismo tirando fuerte desde abajo: un vértigo desconocido hasta ahora. O casi. Quizás excitación sea otra palabra adecuada. Como curiosidad, intriga o incertidumbre. También tiene algo de oscuro deleite. Asustado del curso que toman sus pensamientos, el policía se siente demasiado expuesto. Físicamente vulnerable. Así debe de sentirse un soldado fuera de la trinchera, a tiro de un enemigo invisible. Mira a un lado y a otro con sobresalto, como si despertara de una modorra peligrosa: los vecinos arriba, Cadalso de pie junto al cadáver, los rondines que en la esquina mantienen lejos a los curiosos. Vuelto en sí, Tizón busca el lado de la calle que le parece más protegido, habida cuenta —procura recordarlo mientras calcula con rápido vistazo— que la artillería francesa tira sobre la ciudad desde el este.

Luego está el asesino, naturalmente. Deteniéndose en un portal, analiza esa palabra:
luego.
Y no sin sarcasmo. En realidad
está
asombrado de su propia indecisión frente al orden exacto de prioridades. Bombas y asesinos. Lugares con su antes y después. La verdad, concluye, es que lo irrita sobremanera verse obligado a intervenir en un aspecto del problema sin resolver la parte más incierta de éste. Pero la quinta muchacha muerta no deja elección. El principal sospechoso está localizado, y hay superiores que lo reclaman. Para mayor exactitud, lo van a reclamar a puñetazos sobre la mesa dentro de un rato, en cuanto la noticia del nuevo crimen corra por la ciudad. Y esta vez correrá, sin duda, por muchas bocas que se tapen. Toda aquella estúpida gente en los balcones, y los periódicos atando cabos. Haciendo memoria. Ante esa urgencia, el resto de elementos deberán esperar, o ser descartados. Esta posibilidad —certeza, quizás— exaspera al policía. Sería decepcionante verse obligado a neutralizar al asesino sin averiguar antes las extrañas reglas físicas que rigen su juego. Saber si es autor absoluto o simple agente de una trama más compleja. Clave suprema o simple pieza del enigma.

—¿Qué hay de ese Fumagal?

Ha vuelto junto a su ayudante, que mira el cuerpo cubierto por la manta mientras se hurga minuciosamente la nariz. El subalterno hace una mueca que no compromete a nada. Lo suyo no es interpretar hechos, sino seguirlos con puntualidad e informar de ello a su jefe. Cadalso es de los que duermen sin complicarse la cabeza. A pierna suelta.

—Sigue bajo vigilancia, señor comisario. Dos parejas se relevaron esta noche delante de su casa.

Un silencio incómodo, mientras el esbirro considera si el monosílabo exige o no una respuesta prolija.

—Y nada, señor comisario.

Tizón golpea el suelo con la contera del bastón, impaciente.

—¿No salió anoche?

—No, que yo sepa. Los agentes juran que estuvo en casa toda la tarde. Luego fue a cenar a la fonda de la Perdiz, paró un rato en el café del Ángel y volvió temprano. La luz de sus ventanas se apagó sobre las nueve y cuarto.

—Demasiado temprano... ¿Estás seguro de que no salió?

—Eso dicen quienes vigilaban. Tampoco me pida más... Los que estuvieron de guardia aseguran que no se movieron de allí durante sus turnos, y que el sospechoso ni asomó a la puerta.

—Las calles son oscuras... Pudo irse por otro sitio. Por atrás.

Arruga la frente Cadalso, considerando largamente aquello.

—Lo veo difícil —concluye—. La casa no tiene puerta trasera. La única posibilidad es que se hubiera descolgado por la ventana al patio de la casa de al lado. Pero, si me permite el comentario, eso es mucho suponer.

Tizón acerca su cara a la del esbirro.

—¿Y si salió por la terraza, pasando a la casa vecina?

Un silencio elocuente. Culpable, esta vez.

—Cadalso... Me voy a cagar en todos tus muertos.

El otro agacha la cabeza, contrito. Casi hace lo mismo con las orejas. O parece a punto.

—Imbécil —remacha Tizón—. Cuadrilla de tarados imbéciles.

Balbucea el ayudante algunas excusas de poco fundamento, que el comisario descarta con un ademán de la mano que empuña el bastón. Prefiere ir a lo práctico. No sobra el tiempo, y hay que centrarse. Lo primero es que el pájaro no vuele fuera de la red. Asegurarlo.

—¿Qué hace ahora?

Cadalso lo mira, sumiso. Un perrazo maltratado buscando rehabilitarse ante el amo.

—Sigue dentro de la casa, señor comisario. Todo parece normal... Por si acaso, he hecho doblar la vigilancia.

—¿Cuántos hombres hay ahora?

—Seis.

—Eso es triplicar, animal.

Cálculos mentales. Cádiz es un tablero de ajedrez. Hay jugadas eficaces y jugadas perfectas. Al jugador inteligente lo caracterizan su previsión y su paciencia. A Tizón le gustaría ser inteligente, pero sólo se sabe astuto. Y veterano. Habrá, concluye resignado, que apañarse con lo que hay.

—Llevaos el cuerpo de aquí. Al depósito.

—¿No esperamos a la tía Perejil?

—No. A ésta no hace falta buscarle la virginidad, como a las otras.

—¿Por qué, señor comisario?

—¿No me has dicho que era puta?... Cretino.

Da unos pasos hacia el centro de la calle y mira alrededor. Quiere confirmar lo que sintió hace un momento, cuando consideraba la posibilidad —todavía la considera con aprensión— de que le cayera encima una bomba. No se trata de algo concreto, sino de una sospecha sutilísima, casi imperceptible. Algo relacionado con el sonido y el silencio, con el viento y su ausencia. Con la densidad, quizás, o la textura, si ésa es la palabra, del aire en aquel punto de la calle. Y no es la primera vez que ocurre. Mirando en torno, moviéndose muy despacio, Rogelio Tizón intenta recordar. Ahora tiene la seguridad de haber vivido ya idéntica sensación, o sus efectos. Semejante a cuando el pensamiento parece reconocer, de modo misterioso, algo que ocurrió en el pasado. En otras circunstancias o en otra vida.

La calle del Viento, recuerda de pronto, estupefacto. La misma sensación de vacío sintió allí, en la casa abandonada donde apareció la anterior muchacha muerta. Aquella peculiar certeza de que en algún lugar y momento preciso el aire cambiaba su cualidad, como si se tratara de un lugar de características distintas al resto. Un punto de ausencia o de nada absoluta, al que una campana de cristal invisible aislara del entorno, vaciándolo de su atmósfera. Todavía asombrado por el descubrimiento, da unos pasos al azar buscando situarse en el mismo lugar de antes. Al fin, a poca distancia del cadáver, justo en el ángulo recto que forma la calle, tiene de nuevo la impresión de penetrar en ese mismo espacio angosto, singular, donde el aire está inmóvil, los sonidos se perciben de modo apagado y distante, y hasta la temperatura parece distinta. Un vacío casi absoluto que incluye lo sensorial. La certeza sólo dura un momento, y se desvanece enseguida. Pero basta para erizarle el vello al policía.

11

En los últimos días, los ponientes de invierno traen a la ciudad puestas de sol brumosas. Hace rato que el cielo pasó del rojo al gris azulado y luego al negro, mientras en la bahía se arriaban las banderas y las siluetas inmóviles de los barcos anclados se fundían con las sombras. Las primeras horas de la noche destilan una humedad prematura, impaciente, que ya moja las rejas en las ventanas, vuelve resbaladizos los adoquines de las aceras y hace relucir el suelo bajo la única luz que brilla fantasmal, cercana: el farol de aceite encendido en la esquina de las calles del Baluarte y San Francisco. Más que animar las tinieblas, esa luz sobrecoge como la lamparilla de un sagrario en una iglesia lóbrega y vacía.

—Que no te dejo ir sola, te pongas como te pongas... ¡Santos!

—Mande, doña Lolita.

—Coge una linterna y acompaña a la señora.

En la puerta de su casa, a oscuras, toquilla de lana sobre los hombros y el pelo recogido en una trenza apretada en redondo sobre la nuca, Lolita Palma despide a Curra Vilches. La amiga protesta porque, dice, puede perfectamente recorrer sola los ciento y pico pasos que la separan de su casa en Pedro Conde, frente a la Aduana. A sus años y en Cádiz, no necesita abanico para sacudirse las moscas. Oye. Faltaría más.

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