—No me fastidies, criatura —se rebela, subiéndose las solapas anchas de su capotillo—. Y deja tranquilo al pobre Santos, que estaba cenando.
—Tú te callas. Boba. Que no andan las cosas para taconear por ahí, como si nada.
—Te digo que me voy. Quita.
—Que no... ¡Santos!
Insiste Curra Vilches, pero Lolita se niega a dejarla ir. Es tarde, y la hablilla de mujeres muertas que corre por la ciudad los tiene a todos inquietos. Con asesinos sueltos, le dice a su amiga, huelgan desgarros de maja. Las autoridades sostienen que se trata de fabulaciones, y ningún periódico se hace eco del asunto; pero Cádiz es un gran patio de vecinos: se murmura que los crímenes son reales, que la policía no logra dar con los culpables, y que, por encima de la libertad de imprenta, en los periódicos se ha impuesto la censura militar, justificada por la situación de guerra, para no alarmar a la gente. Cualquiera sabe.
Regresa el criado con un reverbero de hojalata encendido, y Curra Vilches termina plegándose a razones. Ha pasado casi toda la tarde en casa de Lolita, ayudándola un poco. Es último día de mes, fecha en que, por tradición, los despachos y oficinas de las casas comerciales de Cádiz permanecen abiertos hasta medianoche, lo mismo que las agencias de cambio y de banca, las tiendas de géneros de ultramar y los consignatarios de barcos, haciendo balance de existencias y poniendo al día los libros. Con costumbre heredada de su padre, Lolita ha dedicado la tarde a supervisar las cuentas que hacen los empleados de Palma e Hijos en la oficina de la planta baja, mientras su amiga la acompañaba para ocuparse de las tareas domésticas y atender a la madre.
—La he encontrado muy bien. Dentro de lo que cabe.
—Vete ya, anda. Tu marido querrá cenar.
—¿Ése? —Curra Vilches pone los brazos en jarras bajo el capotillo, a modo de desplante—. Para una temporada que pasa en Cádiz, lo tengo como tú, sumergido hasta el cogote en la correspondencia comercial y en sus libros de cuentas... No me necesita para nada. Hoy es el día perfecto para darse un relajo y cometer adulterio. Cada último de mes, las gaditanas casadas tenemos atenuantes... Cualquier confesor se haría cargo de las circunstancias.
—Qué burra eres —ríe Lolita—. Burra Vilches.
—Tú tómatelo a guasa, tonta. Pero lo que los médicos prescriben en días como hoy es un teniente de granaderos, un oficial de marina o algo así... De esos que no tienen ni idea de cambios de moneda ni doble contabilidad, pero que dan sofoco y ganas de abanicarse cuando pasan a tiro de pistola. Con buenas patillas y calzón bien apretado.
—No seas ordinaria.
—De eso nada, guapa. Tú sí que eres una sosa. De estar en tu lugar, soltera y con esas hechuras, otro gallo me cantaría. A buenas horas iba a pasar la vida emparedada con media docena de chupatintas en un despacho y coleccionando hojitas de lechuga en un álbum.
—Lárgate de una vez... Santos, ve alumbrando a doña Curra.
La luz del farol ilumina la acera delante de Curra Vilches cuando se arrebuja más en su capotillo y camina detrás del viejo criado.
—Desaprovechada, criatura —dice, volviéndose por última vez—. Lo que yo te diga... Estás desaprovechada.
Aún ríe Lolita Palma, ya a oscuras, apoyada en el quicio del portón.
—Anda y ve con ojo, tragasables.
—Adiós, monja de clausura.
Recorre Lolita el pasillo de la entrada, cierra la verja a su espalda y cruza entre los grandes macetones con helechos situados sobre las losetas genovesas del patio interior. Junto al aljibe, un candelabro grande con velones de cera ilumina los tres arcos y las dos columnas de la escalera de mármol que lleva a las galerías acristaladas de los pisos superiores. Unos pasos a la derecha, en el mismo patio, está la puerta de las dependencias comerciales que ocupan la planta baja, con otra puerta para géneros y actividad mercantil que da a la calle de los Doblones: el almacén de mercancías delicadas, la salita de recibir, el despacho principal y el de oficina, donde dos escribientes, un empleado, un tenedor contable y el encargado trabajan a la luz de quinqués de petróleo, inclinados sobre pupitres cubiertos de copiadores de cartas y libros de asiento, cargazones y facturas. Al entrar Lolita, sorteando el brasero de picón que calienta la estancia, todos inclinan la cabeza a modo de saludo —les tiene prohibido levantarse cuando llega a la oficina— y sólo Molina, el encargado, treinta y cuatro años en la casa, se pone en pie tras el panel de vidrio esmerilado que rodea el pequeño habitáculo donde trabaja. Lleva manguitos negros y una pluma de ave detrás de la oreja derecha.
—Aparecieron los impagados de La Habana, doña Lolita... Al uno y medio por ciento, nos salen tres mil setecientos reales como cuenta de resaca.
—¿Hay posibilidad de recuperarlos?
—Pocas, me temo.
Atiende sin dejar traslucir su desazón: apenas una breve arruga en el ceño —puede ser tomada por concentración— mientras habla el encargado. Suma y sigue. Otra pérdida más. El salario anual de uno de sus empleados, por ejemplo. La sensación de fatiga que experimenta no se debe sólo al trabajo de la jornada que aún no termina. El bloqueo francés, la falta general de liquidez, los problemas en América, acorralan cada vez más a los comerciantes gaditanos, a pesar de la aparente euforia de los negocios que algunos hacen gracias a la guerra. Palma e Hijos no es una excepción.
—Páselo a los libros tal como está. Y cuando tenga listas las facturas de Manchester y Liverpool, llévemelas al despacho —Lolita dirige una ojeada alrededor, a los empleados—... ¿Ya cenaron ustedes?
—Todavía no.
—Busque a Rosas y que les prepare algo. Fiambres y vino. Disponen de veinte minutos.
Empuja la puerta de la salita de recibir que comunica con la calle de los Doblones, con sus estampas marinas en las paredes y su friso de madera oscura, cruza la estancia y entra en el despacho principal. A diferencia del gabinete privado que suele utilizar fuera de horas en la parte alta de la casa, éste es grande, formal, y la decoración no ha cambiado desde los tiempos de su abuelo y su padre: una gran mesa y una librería, dos sillones viejos de cuero, tres modelos de barcos en urnas de cristal, un plano enmarcado de la bahía en la pared, un almanaque de la Real Compañía de Filipinas, un reloj inglés de péndulo, una funda de latón para mapas y cartas náuticas apoyada en un rincón, y un barómetro de alcohol largo y estrecho con la marca siempre fija en
Tiempo muy húmedo.
Sobre la mesa —la inevitable caoba oscura, como todos los muebles de la casa— hay un quinqué de cristal azulado, un timbre de campana, un cenicero de bronce que fue de su padre, un juego de plumas y tintero de porcelana china, un cartapacio de documentos y dos libros con páginas señaladas por tiras de papel:
Promptuario aritmético
de Rendón y Fuentes, y
Arte de la partida doble,
de Luque y Leyva. Recogiéndose la falda —sencilla, de casimir marrón, con chaquetilla corta y cómoda que permite trabajar sentada sin sofoco—, Lolita ocupa su asiento. Después se acomoda la toquilla de lana sobre los hombros, despabila el quinqué y contempla absorta el sillón vacío que tiene delante. Don Emilio Sánchez Guinea, que estuvo de visita a media tarde, estuvo sentado en él mientras cambiaban impresiones sobre la situación general. Que en opinión de la heredera de la casa Palma, como para cualquier gaditano con visión lúcida del futuro, se presenta incierta. Aunque el término exacto al que recurrió Sánchez Guinea fue
angustiosa.
—Muchos no se dan cuenta de lo que nos viene encima, hija mía. Cuando pase la guerra y todo este sarampión liberal, y perdamos América de verdad, estaremos acabados... La euforia política ni hace negocios ni da de comer.
Fue una conversación profesional, sin paños calientes, pasando revista a los asuntos que ambas casas comerciales tienen en común. Ninguno de los dos alberga ilusiones sobre los próximos tiempos. Pesan mucho los obstáculos para convertir en dinero los vales reales, la lenta llegada de caudales a la ciudad, los problemas de las inversiones en riesgos y seguros marítimos, y sobre todo las dificultades de algunas casas de comercio locales para mantener el crédito, que depende tanto del buen nombre como de mantener en secreto los apuros de cada cual.
—Estoy cansado de bregar, Lolita. Hace veinte años que esta ciudad se enfrenta a todas las desgracias del mundo. Las guerras con Francia y con Inglaterra, lo de América, las epidemias... A eso añade el caos de la administración real, los excesivos derechos, los préstamos a la Corona y a las Cortes, la pérdida de capitales de los lugares ocupados por los franceses. Y ahora dicen que empiezan a verse corsarios de los insurrectos en el Río de la Plata... Demasiada lucha, hija mía. Demasiados disgustos. Todo me encuentra muy mayor. Ojalá acabe este disparate y pueda retirarme a mi finca de El Puerto, si es que la recupero alguna vez... En fin. Cuestión de paciencia, supongo. Espero vivir para verlo... Por suerte tengo a mi hijo, que poco a poco se hace cargo de todo.
—Miguel es un buen chico, don Emilio. Listo y trabajador.
El veterano comerciante sonreía, melancólico.
—Lástima que tu padre y yo no consiguiéramos que vosotros...
Dejó la frase en el aire. Lolita también sonreía, con tierno reproche. Aquél era tema viejo entre los dos. —Es un buen chico —repitió ella—. Demasiado bueno para mí.
—Ojalá te hubieras casado con él.
—No diga eso. Tiene usted una nuera estupenda, dos nietos preciosos y el que viene de camino.
Movió la cabeza el otro, desalentado.
—Ser listo y trabajador ya no basta para salir adelante. Y no envidio lo que le espera... Lo que os espera a los jóvenes después de esta guerra. El mundo que conocimos ya nunca será el mismo.
Un silencio. Sánchez Guinea sonrió con afecto.
—Deberías...
—No empiece, don Emilio.
—Tu hermana no tiene hijos, ni parece que los vaya a tener. Si tú... Bueno —miraba alrededor, apenado—. Sería una lástima que todo esto... Ya sabes.
—¿La casa Palma se extinguiera conmigo?
—Todavía eres joven.
Alzó una mano Lolita, tajante. Nunca permite a don Emilio Sánchez Guinea, ni a nadie, ir más allá en ese terreno. Ni siquiera a su íntima Curra Vilches.
—Hablemos de negocios, hágame el favor.
Se removía el viejo comerciante, incómodo.
—Disculpa, hija mía... No pretendo entrometerme.
—Está perdonado.
Entraron en detalles sobre asuntos mercantiles: fletes, derechos de aduana, barcos. La difícil apertura de nuevos mercados que compensen las pérdidas de la crisis americana. Sánchez Guinea, al corriente de que en los últimos tiempos Palma e Hijos ha establecido contactos comerciales con Rusia, intentaba sondear a Lolita. Consciente de eso-en materia de negocios, los afectos nada tienen que ver con los intereses—, ella se limitó a referir detalles superficiales: dos viajes a San Petersburgo de la fragata
José Vicuña
con vino, quina, corcho y lastre de sal, en viaje de ida, y aceite de castor y almizcle siberiano —más barato que el de Tonkín— a la vuelta. Nada que Sánchez Guinea y su hijo no supieran ya.
—Tampoco con las harinas te va mal, me parece.
A eso respondió Lolita que no se quejaba. La importación de harina norteamericana —tiene millar y medio de barriles en los almacenes del puerto— ha dado un importante respiro a la casa Palma e Hijos en los últimos tiempos.
—¿También para Rusia?
—Puede. Si consigo embarcarla antes de que se estropee con la humedad.
—Ojalá te salga todo bien. No es buena época... Fíjate en la desgracia de Alejandro Schmidt. La
Bella Mercedes
se le perdió en los bajos de Rota, con toda la carga.
Asintió ella. Estaba al tanto, por supuesto. Vientos contrarios y una mar infame arrojaron hace un mes ese barco contra la costa ocupada por los franceses, que lo saquearon cuando se calmó el temporal: doscientas cajas de canela china, trescientos sacos de pimienta de las Molucas y mil varas de lienzo de Cantón. La casa Schmidt tardará en rehacerse de semejante pérdida, si es que llega a conseguirlo. En tiempos como éstos, donde a veces se apuesta demasiado a un solo viaje, la pérdida de un barco puede ser irreparable. Mortal.
—Hay un negocio que puede interesarte.
Observó Lolita a su interlocutor, cauta. Le conocía el tono.
—¿Se refiere usted a negociar con la mano derecha o con la izquierda?
Una pausa. Sánchez Guinea encendió un grueso cigarro en la llama del quinqué.
—No te precipites —entornaba los ojos con simpatía cómplice—. Lo que voy a proponerte está muy bien.
Lolita se echó atrás en su butaca de cuero, moviendo la cabeza. Cauta.
—Con la izquierda, entonces —concluyó—. Pero ya sabe que no me gusta salir de lo ordinario.
—Lo mismo dijiste con el asunto de la
Culebra.
Y ya ves. Está siendo buen negocio... Por cierto: no sé si sabes que la torre Tavira acaba de izar bola negra. Han divisado una fragata mar adentro y una balandra grande que sube despacio la costa, con el poniente... ¿Lo sabías?
—No. Llevo todo el día aquí, entre papeles.
—La balandra puede ser la nuestra. Supongo que montará el faro esta misma noche y mañana estará en la bahía, si no cambia el viento.
Con un esfuerzo, Lolita apartó a Pepe Lobo de sus pensamientos. No aquí, resolvió. No ahora. Cada cosa a su tiempo.
—Hablábamos de otro asunto, don Emilio. Lo de la
Culebra
es corso con patente del rey. El contrabando es diferente.
—Pues la mitad de nuestros colegas lo practican sin remilgos.
—Eso da igual. Usted mismo, antes...
Se calló, dejándolo ahí. Por respeto. Sánchez Guinea miraba la ceniza gris que empezaba a formarse al extremo de su habano.
—Tienes razón, hija. Antes apenas lo tocaba. Ni eso ni la trata de esclavos, como tu padre; aunque tu abuelo Enrico nunca le hizo ascos a traficar con negros... De cualquier modo, los tiempos han cambiado. Hay que ajustarse a lo que hay. No voy a dejar que entre los franceses y la rapacidad de nuestras autoridades acaben acogotándome del todo se inclinó un poco hacia adelante, y al hacerlo cayó ceniza sobre la caoba—. Se trata...
Lolita Palma empujó con suavidad el cenicero, acercándoselo.
—No quiero saberlo.
Sánchez Guinea, el cigarro entre los dientes, la miraba persuasivo. Insistió.