El asedio (61 page)

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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El asedio
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—Por eso disfruto jugando con usted —concluye—. Se deja destrozar con método.

Tizón enciende un cigarro, cuyo humo se suma al qué ya flota, espeso, cargando el ambiente del patio bajo la montera acristalada que deja entrar la luz de la tarde e ilumina la balaustrada del piso superior. Después dirige en torno una mirada suspicaz, en busca de oídos indiscretos. Como siempre, buen número de clientes ocupa las mesas, sillones y sillas de madera y mimbre repartidas por el patio. Paco Celis, el dueño, lo vigila todo desde la puerta de la cocina, y camareros con delantales blancos van y vienen con cafeteras, chocolateras y jarras de agua. Sentados junto a una mesa cercana, un clérigo y tres caballeros leen periódicos en silencio. Su proximidad no preocupa al policía: son académicos de la Española que han venido a refugiarse en Cádiz desde Madrid. Los conoce de vista por ser habituales del Correo. El sacerdote, don Joaquín Lorenzo Villanueva, es también diputado en las Cortes por Valencia, activo constitucionalista y, pese a la tonsura, próximo a las ideas liberales. Uno de los otros es don Diego Clemencín: un erudito cincuentón que ahora se gana la vida redactando la
Gazeta de la Regencia.

—Hay lugares —insiste Tizón, seguro de sí—. Sitios especiales.

Los ojos inteligentes de Hipólito Barrull lo estudian cautos, entornados los párpados. Empequeñecidos por el cristal de los lentes.

—Lugares, dice.

—Sí.

—Bueno. En realidad no es tan descabellado.

Hay una base científica, explica el profesor. Investigadores ilustres insinuaron alguna vez algo parecido. Lo que pasa es que el estudio del clima y los meteoros es una ciencia en mantillas, comparada con la dióptrica, o la astronomía. Pero resulta indiscutible que hay fenómenos atmosféricos específicos de lugares concretos. El calor del sol, por ejemplo, actúa sobre la superficie de la tierra y el aire que la rodea, y esas variaciones de temperatura pueden incidir sobre muchas cosas, incluida la formación de tormentas en puntos determinados.

—El de las tormentas me parece un buen símil —añade—. Una serie de condiciones de temperatura, vientos, presión atmosférica, se concitan para crear una situación exacta en un momento concreto. Eso da lugar a la lluvia, al rayo...

Al enumerar, Barrull ha ido poniendo un dedo —uña sucia de nicotina— sobre distintas casillas del tablero que tiene delante. Rogelio Tizón, que escucha muy atento, separa la espalda de la pared. Mira alrededor, a la gente que llena el café. Después baja la voz.

—¿Me está diciendo que también pueden dar lugar a que alguien asesine, o a que caiga una bomba?... ¿O las dos cosas a la vez?

—Yo no estoy diciendo nada. Pero podría ser. Todo cuanto no puede ser probado en contra es posible. La ciencia moderna sorprende a diario con nuevos hallazgos. No sabemos dónde están los límites.

Enarca las cejas, eludiendo responsabilidades personales. Después acerca una mano al humo que asciende en línea recta desde la brasa del cigarro que Tizón sostiene entre los dedos, hace un movimiento para aventarlo y espera a que las volutas y espirales se conviertan de nuevo en línea recta. El viento, por ejemplo, añade. Aire en movimiento. El comisario habló de él, o de sus variaciones en puntos concretos de la ciudad. Estudios recientes sobre vientos y brisas permiten sospechar, por ejemplo, que la brisa diurna da un giro completo en el sentido de las agujas de un reloj, en el hemisferio norte, y en sentido contrario para el sur. Eso permitiría establecer una relación constante entre brisas, lugares concretos, presiones atmosféricas e intensidad de vientos. Combinación de causas constantes y periódicas con otras momentáneas, sin periodicidad conocida y con carácter local. A tales circunstancias acumuladas, tales resultados. ¿Se hace Tizón cargo de lo que dice?

—Lo intento —responde el policía.

Barrull saca la caja de rapé de un bolsillo de su casaca pasada de moda y juguetea con ella, sin abrirla.

—Ajustándonos a su hipótesis, nada sería imposible en una ciudad como ésta. Cádiz es un barco situado en medio del mar y los vientos. Hasta las calles y las casas se construyen para enfrentarlos, canalizarlos y combatirlos. Usted habló de vientos, sonidos... Hasta olores, dijo... Todo eso está en el aire. En la atmósfera.

El policía mira de nuevo las piezas comidas a ambos lados del tablero. Al cabo, pensativo, coge el rey blanco y lo coloca entre ellas.

—Tendría gracia que, al final, siete asesinatos de mujeres jóvenes fuesen consecuencia de una situación atmosférica...

—¿Por qué no? Está probado que determinados vientos, en función de su sequedad y temperatura, actúan directamente sobre los humores, activando el temperamento. La locura o el crimen son más frecuentes en lugares sometidos a su fuerza constante, o periódica... Es poco lo que sabemos sobre los abismos más oscuros del ser humano.

El profesor ha abierto al fin la tabaquera, aspira una pulgarada de rapé y estornuda discretamente, con placer.

—Todo esto es muy vago, por supuesto —añade mientras se sacude la pechera del chaleco—. No soy un científico, Pero cualquier ley general de la Naturaleza es aplicable a situaciones mínimas... Lo que vale para un continente o un océano podría valer para una calle de Cádiz.

Ahora es Tizón quien pone un dedo sobre un escaque del tablero: allí donde estaba el rey vencido.

—Imaginemos entonces —propone— que hay lugares concretos, puntos geográficos donde los períodos de los fenómenos físicos guardan relación entre sí, o se combinan de forma distinta a como lo hacen en otros lugares...

Deja las últimas palabras en el aire, invitando a Barrull a completar la idea. Este, que otra vez da vueltas entre los dedos a la cajita de rapé, mueve el rostro a un lado, mirando a la gente del patio. Reflexivo. Un camarero se acerca, solícito, creyendo que lo requieren; pero Tizón lo aleja con una mirada.

—Bueno —responde Barrull tras considerarlo un poco más—. No seríamos los primeros en pensar eso. Hace casi dos siglos, Descartes entendía el mundo como un
plenum:
un conjunto estable, hecho o lleno de una materia sutil, en cuyo interior hay pequeños huecos, o remolinos. Como las celdillas de un panal irregular en torno a las que gira la materia.

—Repita eso, don Hipólito. Despacio.

El otro guarda la tabaquera. Se ha vuelto a mirar al policía. Después baja de nuevo la vista al tablero de ajedrez.

—No es mucho más lo que puedo decirle. Se trata de lugares donde las condiciones físicas son distintas al resto. Vórtices, llamó a esos puntos.

—¿Vórtices?

—Eso es. Comparados con la inmensidad del universo, se trataría de lugares minúsculos donde ocurren cosas... O no ocurren. O se producen de manera diferente.

Una pausa. Parece que Barrull reflexionara sobre sus propias palabras, hallando perspectivas inesperadas en ellas. Al fin contrae los labios en una sonrisa pensativa, mostrando los dientes largos y caballunos.

—Lugares distintos, que influyen en el mundo —concluye—. En las personas, en las cosas, en el movimiento de los planetas...

Lo deja ahí, como si no se atreviese a más. Tizón, que chupaba el cigarro, se lo quita de la boca. —¿En la vida y en la muerte?... ¿En la trayectoria de una bomba?

Ahora el profesor lo mira preocupado, con el aspecto de quien ha ido demasiado lejos. O teme haber ido.

—Oiga, comisario. No se haga demasiadas ilusiones conmigo. Lo que necesita es un hombre de ciencia... Yo sólo soy alguien que lee. Un curioso familiarizado con un par de cosas. Hablo de memoria y con errores, seguramente. No faltará en Cádiz quien...

—Responda a mi pregunta, por favor.

Aquel
por favor
parece sorprender al otro. Quizá sea la primera vez que oye esa palabra en boca de Rogelio Tizón. Tampoco éste recuerda haberla pronunciado con sinceridad desde hace años. Puede que nunca.

—No es un disparate —dice el profesor—. Descartes sostenía que el universo está formado por un conjunto continuo de vórtices bajo cuya influencia se mueven los objetos que se encuentran en él... Newton rebatió luego esa concepción de las cosas con su idea de las fuerzas que actúan a distancia, a través de un vacío; pero no pudo desmontarla por completo, quizá porque era demasiado buen científico para creer ciegamente en su propia teoría... Al fin, el matemático Euler, tratando de explicar movimientos de planetas según la física de Newton, rehabilitó parcialmente a Descartes en ese terreno, argumentando a favor de los viejos vórtices cartesianos... ¿Me sigue?

—Sí. Con cierta dificultad.

—Usted lee el francés, ¿verdad?

—Me defiendo.

—Hay un libro que puedo prestarle:
Lettres a une Princesse d'Allemagne sur divers sujets de Physique et de Philosophie.
Son las cartas de Euler a la sobrina de Federico el Grande de Prusia, que era aficionada al asunto. Ahí detalla, de forma bastante asequible para gente como nosotros, la idea de esos vórtices o remolinos de los que le hablo... ¿Le apetece otra partida, comisario?

A Tizón le cuesta un momento establecer de qué partida habla su interlocutor, hasta que se da cuenta de que éste señala el tablero.

—No, gracias. Ya me ha descuartizado bastante por hoy.

—Como quiera.

Mira el policía la línea recta de humo que asciende de su cigarro. Al cabo agita levemente los dedos, y ésta se convierte en suaves espirales. Rectas, curvas y parábolas, piensa. Tirabuzones de aire, de humo y de plomo, con Cádiz como tablero.

—Lugares especiales donde ocurren cosas, o no ocurren —dice en voz alta.

—Eso es —Barrull, que está guardando las piezas de ajedrez, se detiene brevemente a mirarlo—. Y que actúan sobre el entorno.

Un silencio. Sonido del boj y el ébano al reunirse dentro de la caja. Rumor de conversaciones en torno, con el entrechocar de las bolas de marfil que llega desde la sala de billar.

—De todas formas, comisario, no le aconsejo tomarlo al pie de la letra... Una cosa son las teorías y otra la realidad exacta de las cosas. Como le digo, hasta los hombres de ciencia dudan de sus propias conclusiones.

Vuelve Tizón a estirar las piernas bajo la mesa. Echándose de nuevo hacia atrás, apoya el respaldo de la silla en la pared.

—Aunque fuera así —reflexiona en voz alta—, es sólo la mitad del problema. Quedaría por establecer cómo un asesino puede conocer esos puntos o vórtices de la atmósfera terrestre, adivinar sus condiciones y actuar con arreglo a ellas, anticipándose al resultado de lo que allí pueda ocurrir... Rellenando ese hueco con su propia materia.

—¿Me está preguntando si un asesinato o la caída de una bomba pueden considerarse fenómenos físicos de compensación, tan naturales como la lluvia, o un tornado?

—O la puerca condición humana.

—Por Dios.

—Usted mismo dice a veces que la Naturaleza tiene aversión al vacío.

El profesor, que ha terminado de guardar las piezas y cierra la tapa de la caja, observa a Tizón casi con sorpresa. Después hace ademán de abanicarse con un sombrero.

—Buf. No es bueno que ignorantes como nosotros se metan en estos jardines, amigo mío... Nos internamos demasiado en lo imaginario, me temo, volviendo a lo novelesco. Esto ya roza el disparate.

—Hay una base real.

—Tampoco eso está claro. Que la base sea real. La imaginación, espoleada por la necesidad, la angustia o lo que sea, puede gastarnos bromas pesadas. Usted sabe de eso.

Tizón da un golpe sobre la mesa. No muy fuerte, pero basta para que tiemblen tazas, vasos y cucharillas. Desde la mesa más cercana, los académicos levantan la vista de sus periódicos para dirigirle ojeadas de reprobación.

—Yo he estado en esos vórtices, profesor. Los he sentido. Hay puntos donde... No sé... Lugares concretos de la ciudad donde todo cambia de forma casi imperceptible: la calidad del aire, el sonido, el olor...

—¿También la temperatura?

—No sabría decirle.

—Habría que organizar entonces una expedición científica en regla, provistos de lo necesario. Barómetros, termómetros... Ya sabe. Como para medir el grado del meridiano.

Lo ha dicho sonriendo, en broma. O eso parece. Tizón lo estudia muy serio, sin decir nada. Interrogativo.

Los dos hombres se sostienen un momento la mirada y al cabo el profesor se ajusta mejor los lentes y ensancha la sonrisa cómplice.

—Absurdos cazadores de vórtices... ¿Por qué no?

Declina la luz en la casa de la calle del Baluarte. Es la hora en que la bahía se cubre de una claridad dorada y melancólica, color caramelo, mientras los gorriones van a dormir bajo las torres vigía de la ciudad y las gaviotas se alejan volando hacia las playas de Chiclana. Cuando Lolita Palma sale del despacho, sube la escalera y camina por la galería acristalada del primer piso, esa última luz se desvanece ya en el rectángulo de cielo, sobre el patio, dejando abajo las primeras sombras junto al brocal de mármol del aljibe, entre los arcos y los macetones con helechos y flores. Lolita ha trabajado toda la tarde con el encargado Molina y un escribiente, intentando salvar lo posible de un negocio torcido: 1.100 fanegas llegadas de Baltimore como harina pura de trigo, cuando en realidad venía mezclada con harina de maíz. Pasó la mañana comprobando las muestras —sometida al ácido nítrico y al carbonato de potasa, la presencia de copos amarillos delató la mezcla adulterada— y el resto del día escribiendo cartas a los corresponsales, a los bancos y al agente norteamericano relacionados con el asunto. Muy desagradable, todo. Con pérdida económica, por una parte, y con la consiguiente merma del crédito de Palma e Hijos de cara a los destinatarios de la harina; que ahora deberán esperar la llegada de un nuevo cargamento, o conformarse con lo que hay.

Al pasar ante la puerta de la sala de estar, advierte la brasa de un cigarro y una sombra sentada en el diván turco, recortada en la última claridad que entra por los dos balcones que dan a la calle.

—¿Todavía estás aquí?

—Tenía ganas de fumarme tranquilo un puro. Ya sabes que tu madre no soporta el humo.

El primo Toño está inmóvil. La escasa luz poniente apenas permite adivinar su frac oscuro. Sólo la mancha clara del chaleco y la corbata destacan en la penumbra, bajo la punta rojiza del cigarro. Cerca, el carbón incandescente de un pequeño brasero que huele a alhucema calienta la estancia y dibuja, puestos sobre una silla, los contornos de un gabán, un sombrero de copa alta y un bastón.

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