—Está esperando que la saludes de cerca —apunta Maraña.
—Eso parece... ¿Vienes conmigo?
—No. Sólo soy tu teniente y estoy bien aquí, con la ginebra.
Tras una corta vacilación, Lobo coge el sombrero que estaba en el respaldo de la silla, y con él en la mano se acerca al grupo. Mientras lo hace, advierte de soslayo la mirada displicente de Lorenzo Virués.
—Qué agradable, capitán. Bienvenido a Cádiz.
—Fondeamos esta mañana, señora.
—Lo sé.
—Se salvó Tarifa, al fin. Y nos dejan libres... Tenemos la patente de corso otra vez en regla.
—También lo sé.
Ha extendido una mano que Lobo toma brevemente, inclinado sobre ella. Rozándola apenas. El tono de Lolita Palma es afectuoso, muy sereno y cortés. Tan dueña de sí como de costumbre.
—No sé si todos se conocen... Don José Lobo, capitán de la
Culebra.
Usted ya ha tratado a algunos de estos amigos: mi primo Toño, Curra Vilches y Carlos Pastor, su marido... Don Jorge Fernández Cuchillero, el capitán Virués...
—Conozco al señor —dice el militar, seco.
Los dos hombres cambian una mirada fugaz, hostil. Pepe Lobo se pregunta si la antipatía de Virués se debe a la vieja cuenta pendiente, engrosada en la Caleta, o si la presencia de Lolita Palma pone esta noche una sota de espadas en el tapete. Vamos a tomar algo en la confitería de Burnel, está diciendo ella con calma impecable. Quizá le apetezca acompañarnos.
Sonríe a medias el marino, reservado. Un punto incómodo.
—Se lo agradezco mucho, pero estoy con mi teniente.
Ella dirige una mirada a la mesa del café. Conoce a Ricardo Maraña de cuando visitó la balandra, y le dedica una sonrisa amable. Lobo está de espaldas al primer oficial y no puede verlo, pero adivina su respuesta: elegante inclinación de cabeza mientras levanta un poco, a modo de saludo, el vaso de ginebra. No me presentes a nadie a quien no conozca, dijo en una ocasión.
—Puede venir él también.
—No es sujeto muy sociable... Otro día, tal vez.
—Como guste.
Mientras se despiden con las cortesías usuales, el diputado Fernández Cuchillero —elegante capa gris con vueltas azafrán, bastón de junco y sombrero de copa alta— comenta que le gustaría tener ocasión de charlar un rato con el señor Lobo, para que éste le cuente lo de Tarifa. Una heroica defensa, tiene entendido. Y un buen chasco francés. Precisamente el lunes tratarán el asunto en la comisión de guerra de las Cortes.
—¿Me permite invitarlo mañana a comer, capitán, si no tiene otro compromiso?
El corsario mira fugazmente a Lolita Palma. La mirada resbala en el vacío.
—Estoy a su disposición, señor.
—Magnífico. ¿Le parece bien a las doce y media en la posada de las Cuatro Naciones?... Sirven una empanada de ostiones y un menudo con garbanzos que no están mal. También hay vinos canarios y portugueses decentes.
Un cálculo rápido por parte de Pepe Lobo. A él lo trae sin cuidado la comisión de guerra de las Cortes; pero el diputado, además de amigo de la casa Palma, es un buen contacto político. La relación puede ser útil. En tales tiempos y en su incierto oficio, nunca se sabe.
—Allí estaré.
El giro de la charla no parece agradar al capitán Virués, que frunce el ceño al oír aquello.
—Dudo que el señor tenga mucho que contar —opina, ácido—. No creo que llegara a pisar Tarifa en ningún momento... Su misión era más bien lejana: llevar y traer despachos oficiales, tengo entendido.
Un silencio embarazoso. La mirada de Pepe Lobo pasa un instante sobre los ojos de Lolita Palma y se detiene en el militar.
—Es cierto —responde con calma—. En mi barco sólo tuvimos ocasión de ver los toros desde la barrera... Nos pasó en cierto modo como a usted, señor, a quien siempre encuentro en Cádiz aunque su destino esté en primera línea, en la Isla... Imagino lo que un soldado debe de sufrir aquí, tan lejos del fuego y la gloria, arrastrando el sable por los cafés —ahora el corsario mira impasible a Virués—. Usted, claro, estará violento.
Incluso a la luz amarillenta de los faroles, es evidente que el militar ha palidecido. A la mirada peligrosa de Pepe Lobo, hecha a reyertas brutales y situaciones difíciles, no escapa el impulso instintivo del otro, que lleva la mano izquierda cerca de la empuñadura del sable, aunque sin consumar el movimiento. No es lugar ni ocasión, y ambos lo saben. Nunca allí, desde luego, con Lolita Palma y sus amigos de por medio. Y mucho menos un oficial y caballero como el capitán Virués. Amparándose en esa certeza y en la impunidad que le procura, el corsario vuelve la espalda al militar, dedica una tranquila inclinación de cabeza a Lolita Palma y sus acompañantes, y se aparta del grupo —siente que los ojos de la mujer lo siguen de lejos, preocupados—, de vuelta a la mesa donde aguarda sentado Ricardo Maraña.
—¿Esta noche no cruzas la bahía? —le pregunta al teniente.
Lo mira el otro con vaga curiosidad.
—No lo tenía previsto —responde.
Asiente Pepe Lobo, sombrío.
—Entonces vamos a buscar mujeres.
Maraña sigue mirándolo, inquisitivo. Después se vuelve a medias para echar una ojeada al grupo que se aleja en dirección a la plaza de San Antonio. Se queda así un rato, pensativo y sin abrir la boca. Al cabo, vacía ceremonioso el resto de la caneca en los dos vasos.
—¿Qué clase de mujeres, capitán?
—De las adecuadas a estas horas.
Una sonrisa distinguida —hastiada y un punto canalla— crispa los labios pálidos del primer oficial de la
Culebra.
—¿Las prefieres con prólogo de vino y baile, como las de la Caleta y el Mentidero, o puercas a palo seco de Santa María y la Merced?...
Encoge los hombros Pepe Lobo. El trago de ginebra que acaba de ingerir, copioso y brusco, quema en su estómago. También le pone un humor de mil diablos. Aunque, concluye, es probable que ese malhumor ya estuviese ahí antes. Desde que vio venir a Lorenzo Virués.
—Me da lo mismo, mientras sean rápidas y no den conversación.
Maraña apura despacio su vaso, valorando con aplicación el asunto. Después saca una moneda de plata y la coloca sobre la mesa.
—A la calle de la Sarna —propone.
Hay quien sí cruza la bahía en este momento. No rumbo a El Puerto de Santa María, sino con la proa del bote apuntada algo más al este, en dirección a la barra de arena que, en la boca del río San Pedro, junto al Trocadero, descubre la marea baja. Silencio absoluto, a excepción del rumor del agua en los costados. La vela latina, henchida por una buena brisa de poniente, es un triángulo negro que se balancea y recorta en la oscuridad contra el cielo cuajado de estrellas, dejando atrás las siluetas de los barcos españoles e ingleses fondeados y la línea opaca y negra de las murallas de Cádiz, donde brillan algunas luces dispersas.
Rogelio Tizón embarcó en Puerto Piojo hace casi una hora, después de que el patrón del bote —un contrabandista de los que aún se arriesgan en la bahía— se encargase de entornar un poco más, con el dinero adecuado, los ojos soñolientos de los centinelas del espigón de San Felipe. Ahora, sentado bajo la vela, con el cuello subido y el sombrero hasta las cejas, el comisario mantiene los brazos cruzados y la cabeza baja, esperando el fin del trayecto. El frío es más húmedo e incómodo de lo que esperaba; eso lo hace lamentar no haberse puesto otro abrigo bajo el redingote. Se trata, seguramente, de la única precaución que no ha sido capaz de adoptar esta noche. El único cabo suelto. Al resto de los pormenores del viaje ha dedicado plena atención en los últimos días, planificándolo todo al detalle mientras gastaba, sin cicatería, onzas de oro suficientes para garantizarse una comunicación previa, un trayecto discreto y una recepción adecuada, lo más segura posible. Discreta y tranquila.
Se impacienta el policía. Lleva demasiado rato sintiéndose extraño allí, en el agua y a oscuras, fuera de su medio y su ciudad. Vulnerable, es la palabra. Del mar y la bahía tiene poca costumbre, y menos de esta manera insólita, deslizándose a ciegas hacia lo desconocido. Persiguiendo una obsesión, o una certeza. Mientras reprime las ganas de fumar —la brasa del cigarro puede verse desde muy lejos, lo ha prevenido el patrón—, se recuesta contra el palo del bote, que gotea a causa del relente nocturno. Porque ésa es otra. Todo está húmedo a bordo: el banco de madera donde Tizón se encuentra sentado, la regala de la embarcación con los remos atados junto a los escálamos, el paño de su abrigo y el fieltro del sombrero. Hasta las patillas y el bigote le gotean, y por dentro siente húmedos los mismos huesos. Malhumorado, levanta la vista y mira alrededor. El patrón es una forma oscura y silenciosa situada a popa, junto a la caña; y su ayudante, un bulto que dormita tumbado en la proa. Para ellos esto es rutina. Ganarse el pan de cada día. Sobre sus cabezas, la bóveda estrellada se interrumpe a modo de círculo en las orillas de la bahía, trazando así el contorno casi invisible del horizonte. Bajo el pujamen de la vela, muy lejos por la amura de babor de la embarcación, el policía alcanza a distinguir las luces de El Puerto de Santa María; y por el través opuesto, a menos de una milla de distancia, la forma baja y alargada, con tonalidades más sombrías, de la península del Trocadero.
Piensa el comisario en el hombre con quien está citado allí. Alguien cuya identidad ha costado tiempo y dinero establecer. Se pregunta cómo es, y si habrá forma de hacerle comprender lo que busca. Si será posible obtener su ayuda para derrotar al asesino que, desde hace un año, juega su siniestra partida de ajedrez con la ciudad y la bahía como tablero. También, razonablemente inquieto, se pregunta si conseguirá llegar al final del viaje, ida y vuelta completa, sin que un disparo inoportuno o un cañonazo a bocajarro, fuera de programa, lo sorprendan en la oscuridad. Rogelio Tizón nunca se ha jugado antes, como hace esta noche, el puesto y la vida. Pero está dispuesto a bajar al infierno, si es necesario, con tal de encontrar lo que busca.
—Extraño problema, el suyo.
A la mezquina luz de una vela encajada en el gollete de una botella, Simón Desfosseux estudia al hombre que tiene delante. El rostro es cetrino, aguileño, muy español. Las patillas espesas y rizadas se unen con el bigote, enmarcando unos ojos oscuros impasibles. También peligrosos, seguramente. Por su aspecto podría tratarse de un militar o un guerrillero, de esos que se desbandan en formación de campo abierto pero resultan temibles y crueles en una emboscada o un degüello. Por lo que el capitán sabe de su visitante, es un policía; aunque no cualquiera. Éste, al menos, tiene la influencia y el dinero suficientes para llegar hasta él con un salvoconducto español y francés en el bolsillo, sin que lo detengan ni lo maten.
—Un problema que no resolveré sin su ayuda, señor comandante.
—Sólo soy capitán.
—Ah. Disculpe.
Habla un francés bastante correcto, observa Desfosseux. Algo brutal en las erres, quizás; y las dudas de vocabulario hacen que en ocasiones baje la mirada y frunza el ceño mientras busca la palabra o pronuncia su equivalente en español. Pero se hace entender perfectamente. Mucho mejor, conviene el artillero, que él mismo en la lengua de Castilla, de la que apenas sabe decir más allá de
buenos días señorita, cuánto cuesta, y malditos canallas.
—¿Está seguro de lo que me cuenta?
—Estoy seguro de los hechos... Siete muchachas muertas, tres de ellas en lugares donde poco después cayeron bombas... Sus bombas.
Ocupa el español una silla desvencijada, y tiene desplegado sobre la mesa un plano de Cádiz que hace rato sacó de un bolsillo interior del largo redingote marrón que le cubre hasta la caña de las botas. El teniente Bertoldi, que vigila afuera para asegurarse de que nadie se entrometa en la entrevista, lo ha registrado al llegar, y asegura que no lleva armas. Por su parte, sentado en una caja de munición vacía, Simón Desfosseux apoya la espalda en la pared desconchada de la vieja casa convertida en almacén de pertrechos, situada a un lado del camino del Trocadero a El Puerto de Santa María, cerca de la barra de arena donde su visitante desembarcó hace poco más de una hora. La experiencia con los españoles acaba volviendo desconfiado a cualquiera, y el capitán francés no es una excepción. Tiene el sombrero sobre la mesa, el capote militar encima de los hombros, el sable apoyado en las piernas y una pistola cargada al cinto.
—En todos los casos soplaba viento de levante, como le he dicho —añade su interlocutor—. Moderado. Y las bombas estallaron.
—Vuelva a indicarme los puntos exactos, si es tan amable.
De nuevo se inclinan los dos sobré el plano. A la luz de la vela, el español va señalando lugares de la ciudad que están marcados con lápiz. A pesar de su escepticismo —aquello le sigue pareciendo un disparate—, Desfosseux siente el aguijón de la curiosidad. Se trata de trayectorias e impactos, a fin de cuentas. De resultados balísticos. Por muy descabellado que sea lo que ese individuo trae entre manos, existe una evidente relación con el trabajo que él hace cada día. Con sus cálculos, frustraciones y esperanzas.
—Es absurdo —concluye, echándose para atrás—. No puede haber correspondencia entre...
—La hay. No sé decirle cuál, ni por qué ocurre. Pero la hay.
Late algo en la expresión del otro, comprueba Desfosseux. Si se tratara de un gesto obsesionado o fanático, todo sería fácil: la entrevista terminaría ahí mismo. Buenas noches y gracias por venir a contarme su fábula, señor. Hasta la vista. Pero no es el caso. Lo que el capitán tiene delante es una certeza tranquila. Dura. Aquello no parece el arrebato de una mente exaltada. Y por el modo en que ha referido su historia, tampoco se diría que el español sea hombre fantasioso. Resultaría inusual, además, en un policía. Sobre todo, puestos a guiarse por el aspecto, en un veterano de apariencia cuajada como aquél. Según cada cual, decide el artillero, determinadas cosas resulta difícil inventárselas.
—Por eso pensó usted que ese agente nuestro...
—Claro —el español sonríe apenas, de un modo extraño—. Había un vínculo, y creí erróneamente que el hombre era ese vínculo.
—¿Qué ha sido de él?
—Espera juicio. Y la suerte reservada a los espías... Estamos en guerra, como usted sabe mejor que yo.
—¿Sentencia de muerte?
—Supongo. Eso ya no es cosa mía.
Piensa Desfosseux en el hombre de las palomas, al que nunca conoció. Sólo sus mensajes, hasta que dejaron de llegar. Siempre ignoró sus móviles: si espiaba para Francia por dinero, o por patriotismo. Ni siquiera su nombre o nacionalidad supo hasta hoy. Es el general Mocquery, nuevo jefe de estado mayor del Primer Cuerpo, quien se encarga de esa clase de asuntos tras la marcha del general Semellé: inteligencia militar y demás. Un mundo turbio, complejo, del que el capitán prefiere mantenerse en la ignorancia. Lo más al margen posible. En todo caso, echa de menos aquellas palomas. Los informes que llegan ahora —el ejército imperial, por supuesto, tiene otros confidentes en la ciudad— carecen de la rigurosa precisión con que los elaboraba el agente capturado.