—Ha tenido mucho atrevimiento, viniendo aquí de este modo.
—Oh, bueno —el otro hace un ademán vago, abarcando el espacio que los rodea—. Esto es Cádiz, ¿sabe?... La gente va y viene por la bahía. Supongo que para un militar francés no es fácil hacerse a la idea.
Ha hablado con soltura. Un descaro muy español, piensa Desfosseux. Su interlocutor lo observa con atención.
—¿Por qué accedió a recibirme? —pregunta, al fin.
Ahora le llega al capitán el turno de sonreír.
—Su carta despertó mi curiosidad.
—Se lo agradezco.
—No lo haga —Desfosseux mueve la cabeza—. Aún estoy a tiempo de entregarlo a los gendarmes... No me gusta la idea de verme ante un consejo de guerra, acusado de connivencia con el enemigo.
Una carcajada corta y seca. Desenvuelta.
—No se preocupe por eso. Mi salvoconducto está sellado por el cuartel general imperial, en Chiclana... Además, yo sólo soy un policía.
—Nunca me entusiasmaron los policías.
—Ni a mí los cerdos que matan a niñas de quince años.
Se miran los dos hombres, silenciosos. Sereno y desenvuelto el español, pensativo el francés. Un momento después se inclina éste de nuevo sobre el plano de Cádiz y dirige otro detenido vistazo a las marcas de lápiz, una por una. Para él, hasta ahora, sólo son lugares de impacto. Blancos con éxito, pues en seis de siete casos las bombas alcanzaron la ciudad y estallaron como es debido. Para el hombre que tiene delante, sin embargo, esas marcas son otra cosa: imágenes concretas de siete muchachas muertas después de ser torturadas de modo terrible. Pese a sus reservas sobre la interpretación general del asunto, en ningún momento ha dudado Desfosseux de la veracidad en los hechos puntuales del relato. Nunca confiaría su vida ni su fortuna —si gozara de ella— al hombre que tiene delante; pero sabe que no miente. No, al menos, de forma deliberada.
—Por supuesto —dice al fin—, esta conversación nunca ha ocurrido.
Nunca, repite el otro como un eco, en tono de estar familiarizado con conversaciones inexistentes. Ha sacado una petaca de buena piel y ofrece un cigarro al capitán, que lo acepta pero se lo guarda en un bolsillo —troceado dará mucho de sí—. El viento influye mucho, dice luego Desfosseux mientras mueve una mano sobre el plano. En la trayectoria y en la localización del tiro. En realidad todo tiene que ver: temperatura, humedad del aire, estado de la pólvora. Hasta el calor ambiente, que dilata o contrae el ánima de la pieza, influye en el tiro.
—Uno de mis problemas es, precisamente, que no consigo colocar las bombas donde quiero... No siempre, al menos.
El policía, que ha guardado la petaca y tiene su cigarro sin encender en la mano, señala con él las marcas de impactos en el plano.
—¿Qué me dice de éstas?
—Un simple vistazo lo indica. Fíjese. Cinco de las bombas cayeron en la parte de la ciudad que nos queda más próxima, agrupadas en su tercio meridional... Sólo esta de aquí fue más allá, casi al límite del alcance posible por esas fechas.
—Ahora llegan más lejos.
—Sí —el capitán compone un gesto de moderada satisfacción—. Poco a poco lo vamos consiguiendo. Y cubriremos toda la ciudad, no le quepa duda. Pero en su momento, ese tiro...
—El callejón de la calle del Pasquín, detrás de la capilla de la Divina Pastora.
—Ése. Fue más afortunado que otros. Tardé mucho en volver a lograr tanto alcance.
—¿Quiere decir que aquel día no apuntaba a ese sitio?
Se yergue ligeramente Desfosseux, algo picado.
—Señor, yo apuntaba donde podía. En realidad aún lo hago, a veces. Donde puedo... Es menos cuestión de precisión que de distancia.
Ahora el español parece decepcionado. Tiene el cigarro todavía sin encender, entre los dientes, y mira el plano como si hubiera dejado de serle familiar.
—Entonces, ¿nunca sabe dónde van a caer sus bombas?
—A veces sí. A veces no. Lo sabría si conociera todos los datos, tanto aquí como allí, en el momento de cada disparo: poder expansivo de la pólvora, temperatura, humedad del aire, viento, presión atmosférica... Pero eso no es posible. Y aunque lo fuera, no disponemos de la capacidad de cálculo necesaria.
Ha puesto el otro una mano sobre la mesa. Es áspera, chata. De uñas roídas y romas. Un dedo recorre el trazado de las calles igual que si estableciera un itinerario.
—Pues alguien sí la tiene: el asesino. Él consigue la precisión que a ustedes les falta.
—Dudo que sea de manera consciente —Desfosseux se siente irritado por el tono del otra—. Nadie puede establecer eso con semejante certeza... Nadie humano.
Es uno de los problemas fundamentales de la artillería, añade el capitán, desde que fue inventada. Hasta Galileo se ocupó de ello. Averiguar la figura geométrica que siguen los proyectiles bajo unas condiciones determinadas. Y su principal desafío en Cádiz es ése: afrontar los elementos que en un cañón hacen variar la trayectoria de sus bombas. Temperatura del tubo, resistencia y rozamiento del aire, etcétera. Todo eso. Porque una cosa es el aire en reposo, y otra el viento. Los vientos, en este caso. Cádiz es una ciudad donde los vientos tejen un verdadero laberinto.
—No le quepa duda.
—No me cabe. Llevo meses bombardeándola.
El español ha encendido su cigarro inclinándose sobre la vela que arde puesta en la botella. A través de los postigos cerrados —las ventanas de la casa no tienen cristales— llega el sonido de un carruaje que pasa despacio por el camino cercano. Suenan voces de soldados dando el santo y seña, a las que responde la del teniente Bertoldi. A poco vuelve el silencio.
—De ser cierto lo que me cuenta —prosigue Desfosseux—, sólo puede ser cuestión de probabilidades. Ignoro si ese asesino suyo está familiarizado con la ciencia, pero sin duda posee una mente capaz de calcular lo que muchos sabios llevan siglos intentando... Él ve el paisaje con ojos diferentes. Tal vez encuentre cosas, regularidades. Curvas y puntos de impacto. A lo mejor intuye un teorema científico formulado hace un siglo por un matemático llamado Bernoulli: los efectos de la Naturaleza son prácticamente constantes cuando dichos efectos se consiguen en un número grande.
—No sé si lo comprendo muy bien —el policía se ha quitado el cigarro de la boca y escucha con extremo interés—. ¿Habla del azar?
Todo lo contrario, aclara Desfosseux. Él habla de probabilidades. De matemática exacta. Hasta sus actuaciones, el momento y dirección de tiro de sus obuses, dependen de elementos como noche o día, viento, condiciones climáticas y cosas así. Sus artilleros y él, consciente o inconscientemente, también actúan según esas probabilidades.
Se ilumina la expresión del español. Ha comprendido, y por alguna razón eso parece tranquilizarlo. Confirmar lo que tiene en la cabeza.
—¿Me está diciendo que, aunque ni usted mismo controla dónde van sus bombas, éstas no caen al azar, sino según ciertas reglas, o leyes físicas?
—Exacto. En algún código que los hombres todavía somos incapaces de leer, aunque la ciencia moderna se adentra cada vez más en él, la curva descrita por cada una de mis bombas está determinada de una forma tan exacta como las órbitas de los planetas. Entre ellas no hay otra diferencia que la derivada de nuestra ignorancia. Y en tal caso, su asesino...
—
Nuestro
asesino —matiza el otro—. Ya ve que está tan vinculado a usted como a mí.
No hay sarcasmo en su tono. Aparente, al menos. Y vaya forma de dejarme enredar, piensa Desfosseux. Sin embargo, a medida que se interna en sus propios razonamientos, el artillero descubre un singular placer en ello. Un enfoque nuevo, atractivo y muy agradable. Parecido a tantear las claves ocultas de un criptograma. De un misterio técnico.
—Bien. Como quiera... Lo que pretendo decir es que ese hombre sería capaz, a su manera, de calcular con bastante exactitud el marco de probabilidades. Imagine una máquina donde metiera todos esos datos de los que hemos hablado y diese como resultado un lugar exacto y una hora aproximada...
—¿El asesino sería esa máquina?
—Sí.
Una bocanada de humo vela las facciones del policía. Apoya los codos en la mesa, interesado.
—Probabilidades, dice... ¿Eso es calculable?
—Hasta cierto punto. De joven pasé una temporada en París, como estudiante. Todavía no estaba en el Ejército, pero ya me interesaban la física y la química. El año noventa y cinco asistí a algunas de las clases que Pierre-Simon Laplace dio en el Arsenal de Francia... ¿Oyó hablar de él?
—Me parece que no.
Es igual, explica Desfosseux. El señor Laplace todavía vive, y es uno de los más ilustres matemáticos y astrónomos franceses. En aquel tiempo se ocupaba de la química, incluida la pólvora y la metalurgia para la fabricación de cañones. En una de sus clases sostuvo que puede llegarse a la certeza de que, entre varios acontecimientos posibles, sólo ocurrirá uno; pero en principio nada induce a creer que sea éste en vez de cualquier otro. Sin embargo, comparando la situación con otras similares y anteriores, se advierte que algunos de los casos posibles es muy probable que no sucedan.
—No sé —se detiene un momento el artillero— si es demasiado complejo para usted.
Sonríe el otro, torcido. Media cara a la luz de la vela.
—¿Para un policía, quiere decir?... No se preocupe, me las arreglo. Decía que la experiencia permite descartar probabilidades menos posibles...
Asiente Desfosseux.
—Eso es. El método consiste en reducir todos los acontecimientos del mismo tipo a un cierto número de casos igualmente posibles; y luego establecer entre ellos el mayor número de casos favorables al acontecimiento cuya probabilidad se busca... La relación entre estos casos favorables y todos los casos posibles nos da la medida de esa probabilidad. ¿Lo comprende?
—Sí... Más o menos.
—Se lo resumo. El asesino tendría esa capacidad matemática, que ejercería de forma instintiva o deliberada. En determinadas condiciones físicas, descartaría las trayectorias y puntos de impacto imposibles de mis bombas, y reduciría la probabilidad hasta la exactitud absoluta.
—Ah, coño. Era eso.
El policía ha hablado en español, y Desfosseux lo mira, desconcertado.
—¿Perdón?
Un silencio. El otro mira el plano de Cádiz.
—Es una teoría, naturalmente —murmura, como si pensara en cosas lejanas.
—Por supuesto. Pero es la única que, desde mi punto de vista, da una explicación racional a lo que usted ha venido a contarme.
Sigue inclinado el policía sobre el plano. Concentrado. El humo de su cigarro ondula en espirales al rozar la llama de la vela.
—¿Sería posible, en momentos determinados, que usted disparase sobre sectores concretos de la ciudad?
Ha cambiado el gesto, advierte Desfosseux. Sus ojos parecen más duros ahora. Por un momento, el artillero tiene la impresión de verle relucir un colmillo. Como el de un lobo.
—No estoy seguro de que usted comprenda el alcance de lo que me está sugiriendo.
—Se equivoca —responde el otro—. Lo comprendo muy bien. ¿Qué me dice?
—Podría intentarlo, claro. Pero ya le he dicho que la precisión...
Otra chupada al cigarro, con la correspondiente bocanada de humo. El policía parece animarse por momentos.
—Su problema son las bombas-comenta con desparpajo—. El mío, encontrar a un asesino. Yo le doy datos para que atine en lugares concretos. Sectores que le sea fácil tener a tiro —señala el plano—... ¿Cuáles son los más accesibles?
Desfosseux está estupefacto.
—Bueno. Esto es irregular. Yo...
—Qué diablos va a ser irregular. Es su oficio.
El artillero pasa por alto el tono casi insolente del comentario. A fin de cuentas, sin saberlo, el policía ha dado en el blanco. Ahora es Desfosseux quien se inclina sobre el plano, acercando la vela para iluminarlo mejor. Rectas y curvas, peso y espoletas. Alcances. En su mente empieza a trazar parábolas perfectas y puntos de impacto precisos. Algo parecido a recaer en una fiebre crónica y dejarse llevar por ella.
—En las condiciones adecuadas, y con el alcance de que dispongo actualmente, las zonas más accesibles son ésas —su dedo índice sigue el contorno oriental de la ciudad—... Prácticamente toda esta franja, doscientas toesas al oeste de la muralla.
—¿Desde la punta de San Felipe a la Puerta de Tierra?
—Más o menos.
El español parece satisfecho. Asiente sin levantar los ojos. Después señala un punto marcado con lápiz.
—Este lugar queda dentro de esa zona. La calle de San Miguel con la cuesta de la Murga. ¿Podría intentarlo aquí, en días y horas determinados?
—Podría. Pero ya le digo que la precisión...
Desfosseux hace rápidos cálculos mentales. Relaciones de peso y fuerza de la pólvora adecuada, con carga exacta. Podría ser, concluye. Si las condiciones fueran buenas, y sin viento fuerte en contra o de través que desviara los proyectiles o acortase su alcance.
—¿Tienen que estallar?
—Conviene.
El capitán ya está pensando en espoletas, con los nuevos mixtos que ha diseñado y que garantizan su combustión. A esa distancia son fiables. O casi. Lo cierto es que puede hacerse, decide. O se puede intentar.
—No le garantizo precisión, de todas formas... Le diré, en confianza, que llevo meses intentando acertarle al edificio de la Aduana, donde se reúne la Regencia. Y nada.
—Es la zona lo que me interesa. Los alrededores de este punto.
Ahora el artillero no mira el plano, sino al policía.
—Por un momento he pensado si no estará usted loco de remate. Pero me informé bien cuando llegó su carta... Sé quién es y lo que hace.
No dice nada el otro. Se limita a mirarlo callado, con el cigarro humeándole entre los dientes.
—De cualquier modo —añade Desfosseux—, ¿por qué debería ayudarlo?
—Porque a nadie, español o francés, le gusta que maten a muchachas.
No es mala respuesta, concede el capitán en sus adentros. Hasta el teniente Bertoldi estaría de acuerdo con eso. Sin embargo, se niega a seguir moviéndose en ese terreno. El colmillo de lobo que entrevió hace unos instantes disipa cualquier engaño. No es un sujeto humanitario el que tiene delante. Sólo es un policía.
—Esto es una guerra, señor —responde, tomando distancias—. La gente muere a diario, por centenares o miles. Incluso mi obligación como artillero del ejército imperial es matar a cuantos habitantes de esa ciudad me sea posible... Incluido usted, o muchachas como ésas.