El asesinato del sábado por la mañana (12 page)

BOOK: El asesinato del sábado por la mañana
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En cuanto hubieron entrado en la sala de consultas, Michael le hizo una pregunta sobre el disco a Hildesheimer, que se había desplomado en una butaca... Su cuerpo grandote parecía haber encogido y tenía el semblante pálido y extenuado.

—Sí —respondió el anciano suspirando, mientras se ceñía más el grueso abrigo, del que no se había desprendido al entrar en la casa—. Siempre me pareció que Eva tenía su lado sentimental. Su música preferida era la romántica. Solíamos bromear sobre ello.

Sonrió con melancolía y pareció sumirse en sus pensamientos. Sintiendo una necesidad casi física de protegerlo, Michael se apresuró a reprimirse y se sentó junto al escritorio, una pieza antigua. Se sacó un par de guantes del bolsillo, se los calzó laboriosamente en sus largas manos y comenzó a abrir los cajones uno tras otro, manejándolos con sumo cuidado, a la vez que le explicaba a Hildesheimer que debían tratar de no dejar huellas. Vació el contenido de los cajones en un sofá que estaba pegado a la pared, enfrente del escritorio.

Cuando llegó al tercer cajón, Hildesheimer, que estaba observándolo con suma concentración, le dijo que allí encontraría una lista de los pacientes y supervisados de Eva. Se levantó de la butaca diciendo que debajo de los papeles del tercer cajón había una lista de nombres y números de teléfono. Lo sabía porque, cuando estaba en el extranjero y surgía algún imprevisto que le impedía regresar a tiempo, Eva siempre le pedía que informara del retraso a sus pacientes. En esas ocasiones tenía que ponerse en contacto con la criada, ir a casa de Neidorf y, lista en mano, llamar a sus pacientes. El anciano hundió el rostro en las manos abiertas. Transcurrieron varios minutos antes de que se recuperara y se enjugase los ojos con un gran pañuelo que sacó del bolsillo de su abrigo.

Michael señaló los papeles amontonados sobre el sofá, advirtió a Hildesheimer que no los tocara, y comenzó a mostrárselos uno por uno, con cuidado de no desordenarlos. Todavía de pie, el anciano los fue examinando mientras Michael los iba depositando en la espesa alfombra que había al pie del sofá y en la que se veía polvo acumulado.

—No, no la veo. La lista no está aquí —dijo Hildesheimer con voz trémula y el rostro inquietantemente pálido.

Michael se apresuró a vaciar el resto del contenido del escritorio, acumulando papeles sobre el sofá. Entre los dos fueron examinándolos uno a uno. Eran una mezcolanza de facturas, notas para conferencias, recortes de periódicos, talonarios de cheques, estados de cuentas bancarias, cartas y todo lo que suele guardarse en un escritorio. Pero no había ningún borrador ni ningún ejemplar mecanografiado de la conferencia que debía haber pronunciado aquella mañana. Como tampoco había otra lista que no fuera la de los miembros del Instituto y los candidatos, que Michael colocó aparte sobre el escritorio. Y tampoco encontraron la agenda de direcciones que Hildesheimer había descrito con todo detalle; se sacó del bolsillo un cuadernito con tapas azules de plástico y dijo:

—Es así..., como ésta —y se la entregó a Michael mientras añadía—: Pero la tendría en el bolso, claro; siempre la llevaba en el bolso.

—Tendremos que tratar de encontrarla aquí, en la casa, porque como ya le he dicho antes en su bolso no había ninguna agenda —dijo Michael con tacto.

Michael miró el cuadernito y Hildesheimer le dijo: —Puede abrirlo si lo desea.

Pasó la primera página de la agenda y Hildesheimer, asomándose por encima de su hombro, le explicó que allí estaba el orden del día: la programación de las sesiones con los pacientes y sus números de teléfono. Michael examinó el escritorio de arriba abajo, sin olvidar un compartimiento secreto que se abría mediante un resorte, una peculiaridad de la mayoría de los escritorios antiguos. Vació su contenido. El anciano dijo muy excitado que en ese cajón secreto Eva guardaba las notas tomadas después de las sesiones preliminares con los nuevos pacientes.

—Las dos primeras sesiones —explicó sin resuello— son lo que llamamos la «toma de contacto» y suelen dedicarse a tratar los aspectos..., digamos de tipo biográfico, la información objetiva, como la edad y la situación familiar, quiénes son los padres del paciente, si está casado, a qué se dedica, además de comentar los motivos que le han llevado a tratarse. En fin, hay quien toma notas durante esas sesiones preliminares. Personalmente, yo estoy en contra de esa costumbre. Eva tomaba notas, pero lo hacía una vez que había concluido la sesión.

Entre los dos examinaron el contenido del cajón, sin encontrar las notas.

Michael miró a su alrededor. Había hecho un inventario mental de todo lo que había en la habitación nada más entrar en ella. Al igual que en la sala de consultas de Hildesheimer, en la de Neidorf había dos butacas, un diván con el sillón del analista detrás, una estantería (sólo una, con bibliografía profesional) y unas cuantas lámparas. Las pantallas de pergamino amarillo conferían a la habitación una atmósfera cálida y acogedora. En la estantería destacaba un pequeño compartimiento cerrado con la llave metida en la cerradura, que resultó contener una pila de folletos con las cubiertas de diferentes colores. Hildesheimer le explicó que eran todas las historias de casos que Eva había expuesto en el Instituto. Michael hojeó los folletos y echó un vistazo a los títulos escritos en la cubierta, todos los cuales ocupaban al menos dos líneas; excepción hecha de las preposiciones y los artículos, no comprendió una sola palabra. Todos los folletos llevaban la inscripción «Confidencial, interno».

Hildesheimer le explicó que la identidad del paciente se encubría a la hora de presentar su caso: el nombre era un seudónimo, no se mencionaba su empleo y se cambiaban todos los detalles por los que se le hubiera podido identificar. Y también se tomaba la precaución añadida de entregar los folletos en mano a los miembros del Instituto en lugar de enviárselos por correo.

Michael cogió una hoja escrita con una letra diminuta y apretada del montón de papeles acumulados sobre el sofá. La examinó con atención y le preguntó a Hildesheimer si era la letra de Eva. El anciano respondió afirmativamente. Era una lista de títulos de libros, la bibliografía del curso que tenía previsto impartir en el Instituto durante el último trimestre del año. El nombre de Freud fue el único que Michael reconoció. Ya no quedaba ningún lugar en la habitación donde buscar documentos, listas de nombres, notas para una conferencia, agendas de direcciones, u otra fuente de información.

Michael encendió un cigarrillo, el primero desde que entrara en la casa. En la mesa colocada entre los dos sillones había un cenicero. Y, a su lado, una caja de pañuelos de papel. Advirtió el inspector jefe que, pese a la semejanza entre la sala de consultas de Hildesheimer y la de Neidorf, el ambiente de ambas era muy distinto. Estaban en una habitación femenina. Los colores dominantes en las cortinas, la alfombra y la tapicería del sofá eran el rojo y el marrón. Aunque los sillones eran más claros, en esa sala no había ni rastro de los tonos pálidos que imperaban en el salón. Tampoco se veía nada semejante a los impresionantes cuadros abstractos de gran tamaño que decoraban las paredes del salón, pinturas que Michael no comprendía pero cuyo colorido lo había cautivado. Aquí los cuadros eran de color blanco y negro, grabados y dibujos a lápiz.

Le preguntó a Hildesheimer dónde estaba el dormitorio. El anciano le respondió, en tono seco y directo, que estaba en el segundo piso. Michael se sintió un tanto molesto al fracasar en su intento de no especular sobre el tipo de relación que habría mantenido el anciano con la doctora Neidorf. Mientras ascendían por la escalera le preguntó si tenían por costumbre verse con frecuencia. De la respuesta del analista dedujo que se habían visto a menudo en casa de Eva y que no solían salir juntos. También llegó a la conclusión de que habían mantenido una relación como la de un padre y una hija, y algo más. No se atrevió a preguntar en voz alta qué podría ser ese «algo más».

Ya en el umbral del dormitorio, Hildesheimer no dio muestras de incomodidad, sino tan sólo de desolación. Una amplia ventana, una cama grande, hecha con primor, un tocador, objetos de maquillaje, un armario enorme. Cuadros de piscinas de Hockney, una maleta sobre la alfombra. La mirada de Michael barrió la habitación como una cámara de cine y tomó un primer plano de la maleta.

Estaba cerrada. Michael se arrodilló y vació cuidadosamente su contenido sobre la alfombra que estaba al pie de la cama: ropa, lencería, cosméticos. Le sorprendió que aquella mujer superordenada no hubiera deshecho la maleta nada más llegar a casa y pensó que, a juzgar por el quinteto con clarinete puesto en el tocadiscos y por el cenicero lleno de colillas que había junto a una de las butacas del salón, quizá no hubiera usado el dormitorio en absoluto.

Registró todos los compartimientos de la maleta y, al concluir, se volvió hacia Hildesheimer, que no se había movido del umbral, e hizo un gesto negativo con la cabeza. Ni agenda, ni conferencia, ni notas, nada de nada.

Eran las dos de la mañana cuando el inspector jefe Michael Ohayon llamó al Centro de Control desde el dormitorio de la doctora Eva Neidorf, les dio su dirección y pidió que le enviaran a su equipo para registrar la casa.

—Y mandadme también al experto en huellas dactilares de Investigación Criminal —añadió con voz fatigada. Repasó con mirada escéptica la habitación, que parecía sin vida, como si llevara mucho tiempo sin ser ocupada y, sin embargo, tenía varias superficies sin rastro de polvo. Comprendiendo demasiado bien lo que eso significaba, colgó el auricular y le dijo a Hildesheimer que, sin lugar a dudas, alguien se les había adelantado, alguien que había realizado su labor con gran meticulosidad y sin dejar huellas.

Bajaron al salón para esperar a la policía.

Hildesheimer se acurrucó en uno de los butacones. Michael estuvo rondando inquieto por la habitación mientras se preguntaba qué le daba ese aire tan elegante. Miró el elevado techo, las hornacinas rematadas por un arco, la colección de discos, los adornos, y pensó en el tiempo, el dinero y la energía que se habían invertido en aquella casa. Indagando los motivos, pensó que algunas personas encontraban en la decoración de sus casas una salida para sus impulsos artísticos. Por razones que prefirió no tener en cuenta, esa idea generaba en él hostilidad, mas a pesar de ello no podía evitar que le inspirase admiración.

Por enésima vez se hizo la misma pregunta de siempre y terminó por preguntarle a Hildesheimer si no se le ocurría quién podría explicarles qué contenía la conferencia para haberla hecho desaparecer de la faz de la tierra. El anciano negó con la cabeza y dijo que no tenía ni idea, como tampoco tenía ni idea de dónde podrían estar las notas. No lograba pensar en otra cosa, dijo con voz cascada.

Hacía mucho frío en la habitación y los dos se arrebujaron con sus abrigos a la espera de que sonara el timbre de la puerta. Michael se levantó de un salto y fue a abrir en cuanto lo oyó. Fuera, bajo la lluvia torrencial, estaban Eli y Tzilla, los miembros de su equipo habitual, y detrás de ellos, Shaul, del Instituto de Investigación Criminal.

Tzilla tenía la boca abierta de par en par, dispuesta para decir algo que Michael adivinaba de antemano, básicamente que dónde demonios se había metido durante toda la noche, pero se le adelantó ofreciéndoles una descripción detallada de los últimos acontecimientos. Mirándolos a la cara mientras hablaba, Michael vio cómo asimilaban la importancia de que hubieran desaparecido la agenda de direcciones y las notas de la conferencia. Concluyó con las palabras:

—Fuera de la casa también: huellas de neumáticos o de pisadas; dentro, hasta el mínimo pedacito de papel... Ponedlos en orden, no tiréis nada y no os mováis de aquí hasta que vengan a relevaros; contestad las llamadas telefónicas, pero tened cuidado —y los tres pasaron como una exhalación por delante de Hildesheimer y echaron a correr escaleras arriba hasta el segundo piso.

Hildesheimer se había quedado aparte y en silencio, estudiando los rostros de los recién llegados mientras Michael les daba instrucciones. Una vez que se hubieron ido, éste le explicó que el equipo iba a registrar todas las habitaciones, buscando también huellas dactilares, aunque, en vista de la escasez de polvo que había en la planta baja y en el dormitorio, albergaba escasas esperanzas de que encontraran algo en ese sentido.

Por su expresión, se diría que Hildesheimer no albergaba ninguna esperanza en ningún sentido. Comentó que Eva había sido una persona muy reservada y encerrada en sí misma y que ahora su mundo se estaba viendo sometido a una invasión implacable. Concluyó exclamando un
«ach»
desesperado. Michael se ofreció delicadamente a llevarlo a casa, pero el anciano rechazó el ofrecimiento con impaciencia. Quería quedarse para ver si descubrían algo. Michael asintió, se quitó los guantes, los guardó en el bolsillo y comenzó a husmear por la habitación.

Hildesheimer le preguntó si pasaba muchas noches como ésa y recibió un suspiro a modo de respuesta. ¿Cómo podía soportarlo?, preguntó el anciano, y Michael respondió que trataba de descansar entre caso y caso. Cuando el profesor le preguntó sobre su vida familiar y sobre cómo podía resistir las tensiones de «un trabajo como ése», Michael se encogió de hombros y dijo:

—¿Quién ha dicho que las resista? —y con una sonrisa de tristeza añadió que, desde que se había divorciado, lo que le resultaba más difícil era conservar la relación con su hijo; después de reflexionar durante un minuto, agregó que él también tenía un trabajo solitario.

Hildesheimer asintió y abatió la cabeza, sin preguntar nada más, y Michael reanudó la inspección del espacioso salón. Se detuvo delante de un cuadro, de una estatuilla, y al final entró en la cocina y clavó la vista en una mesa redonda de estilo rústico. De pronto sintió un escalofrío que le hizo aproximarse a la ventana, y lo que vio entonces lo llenó de ira contra su propia torpeza.

—¡Shaul! ¡Shaul! —dijo a voces saliendo de la cocina.

Shaul llegó corriendo, y pisándole los talones apareció Tzilla. Eli estaba en la otra ala de la casa y no había oído las voces. Michael los arrastró hacia la ventana. Vieron que faltaba uno de los cristales y que había esquirlas de cristal en el suelo; los barrotes blancos de la reja estaban doblados.

—Apartaos; me quitáis la luz —dijo Shaul aproximándose.

Tzilla y Michael se retiraron hasta la entrada de la cocina. Hildesheimer se levantó y se colocó a su lado (entre la cocina y el salón no había puerta, tan sólo un amplio vano). Shaul salió de la habitación y regresó al cabo de un momento cargado con un gran maletín. Después de calzarse unos guantes de goma y de examinar los hallazgos, de realizar mediciones (con ayuda de unos polvos, una lente de aumento y un poderoso foco) y de sacar unas fotos, volvió a salir; oyeron cómo se abría la puerta de la casa y, unos minutos después, la cabeza de Shaul asomó por el otro lado de la ventana de la cocina, donde repitió el procedimiento anterior.

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