El asesinato del sábado por la mañana (9 page)

BOOK: El asesinato del sábado por la mañana
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Hildesheimer cerró los ojos un instante y, al abrirlos, posó la mirada en Michael durante largo rato. Después dijo indeciso que se temía que iba a transgredir algunas normas. Aun cuando su mujer aseguraba que no comprendía en absoluto a la gente a no ser que fueran sus pacientes, él sentía que podía confiar en el inspector jefe Ohayon. No es que fuera a desvelar ningún secreto; sencillamente no estaba bien discutir los asuntos internos con extraños, mas, como ya había dicho, le interesaba que el caso se resolviera cuanto antes.

Michael siguió el curso de los pensamientos del anciano, preguntándose adonde iría a parar.

Por lo general, dijo el profesor, cuando cualquier persona del mundo psicoanalítico o ajena a él le preguntaba algo sobre el Instituto, extremaba las precauciones para averiguar los motivos que habían dado lugar a la pregunta. Había numerosas situaciones en las que una respuesta a la ligera podía tener consecuencias muy dañinas. Por otro lado, el inspector jefe Ohayon le había planteado unas preguntas cuyas respuestas serían sin duda dolorosas; no obstante, sentía que no podía por menos de responderle, dado que lo sucedido era irreversible y el daño ya estaba hecho. Después se excusó por aquella digresión, con la que sólo pretendía que comprendiera el motivo de que, por principio, tuviera reservas a la hora de hablar del Instituto y por qué iba a apartarse de sus costumbres.

Cuando la lluvia comenzó a caer en grandes gotas silenciosas, Hildesheimer ya estaba enfrascado en su historia. El anciano comenzó hablando de los años treinta en Viena y de su decisión de emigrar a Palestina, y Michael, sin pedir permiso, encendió un cigarrillo de un paquete nuevo de Noblesse que se sacó del bolsillo, y, para cuando el profesor le estaba hablando de la casa del viejo barrio de Bujaran, próxima a Mea Shearim, tres colillas se habían acumulado ya en el cenicero que Hildesheimer había cogido de un anaquel de la mesita. Él también se levantó para sacar una pipa oscura del cajón de su escritorio y la cargó mientras hablaba. El agradable aroma del tabaco se extendió por la habitación y el cenicero de porcelana se fue llenando de cerillas quemadas.

Sin necesidad de que Hildesheimer se lo dijera explícitamente, Michael supo que estaba hablándole de la obra de su vida.

Los hechos más dolorosos le fueron comunicados en un tono absolutamente prosaico. La necesidad de que Michael se formara una idea de conjunto lo más precisa posible fue explicada en razón de que «la persona a cargo de este caso debe comprender con exactitud lo que tiene entre manos; no puede permitirse incurrir en errores. Tiene que ser consciente de la gravedad de su responsabilidad». A continuación, el profesor dijo que el futuro del Instituto Psicoanalítico dependía por completo de que se esclareciera si realmente alguno de sus miembros había cometido un asesinato, que las bases en que se asentaba su existencia se tambalearían si «se demostraba que era imposible saber de antemano de qué era capaz la persona que está delante de ti». (Michael pensó que, desde luego, eso era imposible, pero no comentó nada. ) El anciano habló de su propia necesidad de descubrir la verdad, ya que estaba en juego algo a lo que había consagrado su vida entera.

Después de este preámbulo, y de mirar escrutadoramente a los ojos a Michael, se lanzó a referir su historia en tono monocorde.

En 1937, cuando ya era evidente lo que se avecinaba, Hildesheimer acababa de concluir su formación de psicoanalista y estaba a punto de iniciar su vida profesional. Decidió emigrar a Palestina.

Fue allí en compañía de un pequeño grupo de personas que se encontraban en la misma etapa profesional que él. Los había precedido Stefan Deutsch, un psicoanalista con mayores conocimientos y experiencia, «al fin y al cabo, se había psicoanalizado con Ferenczi, un discípulo y amigo personal de Freud». Con algún dinero que había heredado, Deutsch compró una gran casa en el barrio de Bujaran de Jerusalén.

Y fue en esa casa donde se alojaron Hildesheimer y su mujer, Ilse, así como los Levine, un matrimonio de analistas prácticamente sin experiencia. Con el transcurso del tiempo, continuó el anciano, la casa se convertiría, sin que nadie lo pretendiera, en la primera sede del Instituto Psicoanalítico. Ilse se ocupaba de la administración y los Levine y él practicaban el psicoanálisis, y todos vivían juntos en la casa del barrio de Bujaran. Esbozó una media sonrisa al rememorar los elevados techos circulares y el suelo de baldosas pintadas llenas de desconchones de la vieja casa árabe. Los inviernos, en los que la casa se llenaba de goteras, eran traumatizantes, pero los veranos resultaban agradables. Al caer la tarde solían reunirse a comentar las incidencias de la jornada en el patio descubierto y embalsamado por aromas de jazmín, rodeados por la colada puesta a secar en los tendederos de los vecinos. Transcurrieron muchos meses antes de que encontraran el piso de Rehavia donde todavía vivían, pero aún después de mudarse seguían pasando casi todo el tiempo en el barrio de Bujaran. Más adelante, nuevos recién llegados se unieron a ellos, sobre todo en 1938 y 1939.

La lluvia había arreciado. Hildesheimer dio una chupada a su pipa y, después de vaciar la cazoleta con una cerilla usada, la volvió a cargar. Como el cenicero de porcelana estaba desbordándose, lo volcó en una papelera situada junto a la mesa, hecho lo cual se puso en pie y, pese a que estaba diluviando, abrió la ventana. Michael se hundió más en su sillón y continuó escuchando el caudal de palabras con acento alemán.

Fue en aquellos años cuando llegó Fruma Hollander, por ejemplo, que todavía era muy joven, y también Litzie Sternfeld (Michael recordó la figura que había visto en la cocina). Ambas se psicoanalizaron con Deutsch y se quedaron en su casa una temporada larga, hasta que encontraron otro lugar donde vivir. Fruma ya había muerto y Litzie, como él mismo, ya no era ninguna jovencita.

La lluvia fue amainando mientras el viento cobraba más fuerza y la habitación se inundó de un agradable aroma a tierra húmeda que disipó el olor del tabaco.

Se mirara como se mirase, llevaban una vida dura: el proceso de formación psicoanalítica era extremadamente arduo y apenas si ganaban dinero. Deutsch se empeñó en que trataran a los niños y adolescentes llegados de Alemania sin sus padres, la juventud Aliyah, y, como es lógico, ellos no les podían pagar nada. De hecho, Deutsch mantenía a todos los... —buscó la palabra adecuada— candidatos, eso es lo que eran en realidad, tanto él como los Levine, Fruma y Litzie, candidatos a ingresar en un instituto que aún no existía como tal. Y Deutsch era su supervisor.

Hildesheimer hubo de trabajar durante cinco años antes de que Deutsch le permitiera tratar por su cuenta a los pacientes, y en aquellos tiempos también se celebraban seminarios clínicos, en los que los miembros del grupo exponían sus casos y Deutsch los comentaba. Llegado a ese punto, Hildesheimer hizo algunos comentarios sobre Deutsch y sus grandes dotes profesionales, su seriedad, su sentido de la responsabilidad, y sobre lo mucho que aún sentía que le debía.

Tenían la sensación de estar abriendo nuevos caminos. En realidad los problemas económicos y la lentitud de sus progresos profesionales no preocupaban a nadie. Sí, ni que decir tiene que había tensiones, que derivaban básicamente de la personalidad dominante de Deutsch, y también de las condiciones de vida en Israel. El calor asfixiante. La sequedad de los veranos de Jerusalén. Y las dificultades de comunicación. Echó un vistazo a las estanterías llenas de libros y prosiguió hablando. Todos los seminarios se impartían en alemán, y las terapias se llevaban a cabo en una mezcla de idiomas, incluido el hebreo chapurreado... —volvió a desplegar su sonrisa infantil—. Claro que ahora resultaba difícil imaginar que hubiese habido un tiempo en el que no hablaba ni una palabra de hebreo, ¡sus esfuerzos le había costado! ¡Menudos esfuerzos! Hizo una pausa para preguntar a Michael si él había nacido en Israel.

No, pero había vivido allí desde los tres años.

Las lenguas no presentan tantas dificultades para los niños.

No, convino Michael, pero también había dificultades de otro tipo.

Sí, dijo el viejo, y le dirigió una mirada perspicaz.

Michael inhaló el aroma de los jazmines que debían de crecer justo debajo de la ventana y encendió otro cigarrillo. El sexto, según sus cuentas.

Con el tiempo, Hildesheimer y los Levine llegaron a ser auténticos analistas cualificados y comenzaron a supervisar al grupo que llegó al país después de la guerra. En aquel entonces Deutsch era el único analista instructor. En un principio sólo admitían a psiquiatras; después, también a psicólogos. E incluso aceptaron a alguien que procedía de un área totalmente distinta, algo que hoy sería impensable: Deutsch quedó tan impresionado con su personalidad y su intuición que él mismo se ocupó de formarlo del principio al fin. Hildesheimer supervisó su trabajo y, en la actualidad, esa persona era un miembro muy respetado del Instituto. Sin estar muy seguro de ello, Michael tenía la sensación de que debía enterarse de quién era esa persona, y de que, sin mencionar nombres, el anciano estaba tratando de ponerle sobre aviso de algo. Sabía que con el paso del tiempo llegaría a saber quién era el analista en cuestión. Aunque no se hubiera dicho nada explícitamente, Michael comprendió que a Hildesheimer no le gustaba ese «miembro muy respetado».

Y después, ya estaban a comienzos de los años cincuenta, llegaron a ser veinte analistas y cinco candidatos, y la casa se les quedó pequeña. Deutsch estaba cansado y quería mudarse a vivir solo. Los Levine estaban en Londres, asistiendo a un curso. Entre Deutsch y Hildesheimer encontraron el edificio en el que Michael había estado aquella mañana y que, andando el tiempo, Deutsch legaría al Instituto (por eso llevaba su nombre). Habían levantado una planta más cuando el actual edificio dejó de cubrir sus necesidades, prosiguió el anciano, porque ya había cerca de ciento veinte miembros, incluidos los candidatos, y cuando se celebraba una conferencia, como aquella mañana (una expresión de angustia veló su rostro) casi no cabían. O cuando un candidato tenía que hacer una presentación... Se interrumpió al ver la expresión inquisitiva del inspector jefe.

Michael le preguntó qué era una presentación y el anciano le explicó que, una vez que un candidato había cumplido los requisitos, es decir, después de analizar a tres personas bajo supervisión, además de estar psicoanalizándose él mismo, solicitaba al Comité de Formación del Instituto permiso para exponer uno de sus casos; si éste no ponía ninguna objeción, y si los supervisores del candidato daban el visto bueno, se le indicaba que expusiera el caso por escrito y lo enviara al Comité de Formación. El Comité podía aprobarlo inmediatamente o pedir que realizara alguna corrección y, a continuación, se fijaba una fecha y el candidato imprimía el texto que había redactado y lo distribuía entre los miembros del Comité. Una vez que todos lo habían leído, el candidato pronunciaba una conferencia sobre el caso ante todos los miembros del Instituto.

El anciano prosiguió explicándole a Michael, que escuchaba atentamente la descripción de aquella vía dolorosa, que en ese momento la gente podía plantear preguntas, expresar críticas o elogios. Y después los candidatos salían de la sala, en la que sólo permanecían los miembros que no eran candidatos, y si había quorum (dos tercios de los miembros presentes, dijo Hildesheimer en respuesta a la pregunta no expresada de Michael), el candidato era aceptado como miembro asociado del Instituto Psicoanalítico.

Michael alzó las cejas y el anciano le explicó el significado del término «miembro asociado».

—¿Pero qué significa ser un miembro asociado desde el punto de vista práctico? —insistió Michael.

—Ach!
—exclamó Hildesheimer en alemán puro. El candidato se convertía en analista independiente, dejaba de estar sujeto a supervisión y recibía la tarifa íntegra por los tratamientos que realizaba. Los candidatos sólo podían cobrar la mitad de la tarifa habitual y, además, en lugar de elegir personalmente a sus pacientes, se los asignaba el Instituto.

¿Y cómo se convertía en miembro de pleno derecho un miembro asociado?, quiso saber Michael.

—Ach so!
—respondió Hildesheimer. Dos años después de la presentación inicial, los miembros asociados podían pronunciar otra conferencia, que debía incluir alguna innovación teórica, y entonces, tras una votación adicional, realizada según el modelo de la primera, se le podía aceptar como miembro de pleno derecho.

Michael asimiló rápidamente la nueva información. El silencio se prolongó algunos minutos, hasta que supo qué debía preguntar.

—Un candidato —recapituló Michael— se somete a una terapia de varios años, trabaja por la mitad de la tarifa establecida, y tiene que recibir supervisión en cada caso... —el anciano añadió que además tenía la obligación de asistir a seminarios quincenales durante todos los años de formación—. Bien —dijo Michael—, añadiremos eso a la lista.

Y ahora quería saber qué función desempeñaba la votación que Hildesheimer había mencionado. ¿Por qué no bastaba la aprobación del Comité de Formación, que, si no había comprendido mal, era el órgano representativo?

Eran dos cuestiones completamente distintas, dijo Hildesheimer subrayando las palabras. El Comité de Formación podía estimar si alguien estaba capacitado o no para ser analista. Por su parte, los miembros del Instituto votaban para decidir si les interesaba tener como colega a determinada persona. ¡Dos cuestiones completamente distintas! Esa frase, repetida aún con mayor énfasis, seguía reverberando en la habitación cuando Michael planteó la siguiente pregunta.

¿Se había dado alguna vez el caso de que el Comité de Formación rechazara la incorporación de un candidato?

—Hubo un caso o, más bien, dos —dijo Hildesheimer con un leve aire de incomodidad—. Uno de los implicados se sintió tan agraviado que se apresuró a retirarse de la profesión para convertirse en un ardiente detractor del enfoque psicoanalítico; el otro se negó a rendirse. Reanudó su proceso analítico y, al cabo de unos años, volvió a someter un caso a la aprobación del Comité y, al final, fue aceptado; es uno de los miembros de pleno derecho con los que contamos hoy.

—¿Y ha ocurrido alguna vez que el Comité de Formación aceptara la incorporación de una persona y que el resto de los miembros votaran en su contra? —persistió Michael—. Quiero comprender si realmente utilizan su derecho a decidir sobre la base de la adecuación de las características personales.

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