El asesino del canal (5 page)

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Authors: Georges Simenon

Tags: #Policíaco

BOOK: El asesino del canal
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Ciertos inocentones del pueblo tienen esa misma mirada y también algunos animales acostumbrados a ser tratados bien y a los que se castiga con repentina brutalidad.

Una cierta beatitud. Pero también otra cosa inexpresable, como un repliegue hacia sí mismo.

—¿A qué hora se levantó para preparar los caballos?

—Como siempre…

Sus hombros eran sorprendentemente anchos dada la cortedad de sus piernas.

—Jean se levanta todas las mañanas a las dos y media —intervino la patrona—. Puede usted mirar nuestros animales… Son cepillados todos los días como los caballos de lujo… y por la noche, usted no le hará beber un trago de blanco antes de que los haya acomodado…

—¿Duerme usted en la cuadra?

Jean parecía no entender. La mujer señaló una construcción más alta en medio del barco.

—Eso es la cuadra —dijo ella—. Siempre duerme ahí. Nosotros tenemos la cabina a popa. ¿Quiere visitarla?

El puente estaba meticulosamente limpio, con los cobres más brillantes que a bordo del «Estrella del Sur». Y cuando la mujer abrió una doble puerta con una escotilla de cristales de colores en lo alto, Maigret pudo ver un pequeño salón conmovedor.

Allí había los mismos muebles de nogal estilo Enrique tercero que en el más tradicional de los interiores pequeño-burgués. Sobre la mesa había un tapete bordado con sedas de diferentes colores, vasos, fotografías enmarcadas y una jardinera desbordante de plantas verdes.

También había bordados sobre un bufete. Los sillones estaban protegidos con fundas.

—Si Jean hubiese querido, le hubiéramos preparado una cama cerca nuestro… Pero dice que sólo puede dormir en la cuadra… Tememos que un día pueda recibir una coz… Los animales pueden conocerle muy bien, ¿no es eso?, pero cuando duerme…

Ella se puso a comer como un ama de casa que prepara platitos para los demás y escoge para sí misma los peores trozos sin pensarlo…

Jean se levantó y miró alternativamente al comisario y a sus caballos, mientras el patrón se liaba un cigarrillo.

—¿Y usted no vio nada ni oyó nada? —preguntó Maigret mirando al carretero.

Éste se volvió hacia la patrona que con la boca llena respondió:

—Crea que si él hubiese visto algo lo hubiera dicho.

—¡La «Mary» llega! —anunció el marido con inquietud.

Desde hacía un rato se oía en el aire trepidaciones de motor. Ahora se distinguía, detrás de «La Providencia», la forma de una barcaza.

Jean miró a la mujer, quien miró a Maigret con vacilación:

—Escuche —dijo al fin—. Si usted tiene que hablar a Jean, ¿no le importa hacerlo en marcha…? La «Mary», a pesar de su motor, va más lenta que nosotros… Si nos alcanza antes de la esclusa estará dos días interceptándonos el camino…

Jean no escuchó las últimas frases. Retiró los sacos de avena de las cabezas de los caballos conduciéndolos cien metros delante de la barcaza.

El patrón cogió una trompeta de hierro blanco y emitió unos sonidos tremolantes.

—¿Se queda a bordo…? Nosotros, como comprenderá, le diremos lo que sepamos… Todo el mundo nos conoce en los canales desde Liège hasta Lyon…

—Les alcanzaré en la esclusa —dijo Maigret cuya bicicleta seguía en tierra.

La pasarela fue retirada punto seguido. Una silueta acababa de aparecer sobre las puertas de la esclusa y abría las compuertas. Los caballos se pusieron en marcha con ruido de cascos balanceando el pompón rojo que llevaban encima de la cabeza.

Jean iba a su lado, lento e indiferente.

Y la barcaza a motor doscientos metros detrás, ralentizaba la marcha, al darse cuenta de que había llegado demasiado tarde.

Maigret caminó llevando la bicicleta por el manillar. Podía ver a la mujer que terminaba de comer frente a su marido, pequeño, delgado e inconsistente, casi acostado sobre el timón demasiado grande para él.

IV. El amante

—Ya he comido —anunció Maigret entrando en el «Café de la Marina» donde Lucas se había instalado cerca de la ventana.

—¿En Aigny? —preguntó el dueño—. El albergue es de mi hermano…

—Sírvanos cerveza…

Era como una apuesta. En cuanto el comisario se acercaba a Dizy pedaleando sobre su bicicleta, se ponía a llover de nuevo. Ahora la lluvia barrió los últimos rayos de Sol.

«El Estrella del Sur» seguía en el mismo sitio. No se veía a nadie en el puente. Y desde la esclusa no llegaba ningún ruido, por lo que Maigret tuvo por primera vez una sensación campestre al oír piar a los pollos en el patio.

—¿Nada? —preguntó al inspector.

—El marinero volvió con provisiones. La mujer se ha dejado ver un instante, en una bata azul. El coronel y Willy vinieron a tomar el aperitivo. Me parece que me han mirado de través…

Maigret tomó el tabaco que su compañero le ofrecía, llenó su pipa y aguardó a que el patrón que les había servido, se alejase.

—Nada más —gruñó—. De los dos barcos que hubieran podido traer a Mary Lampson, uno está estropeado a quince kilómetros de aquí y el otro se arrastra a tres kilómetros por hora a lo largo del canal…

»El primero es de hierro… Luego es imposible que el cadáver se hubiese manchado de resina…

»El segundo es de madera… Los marineros le llaman Canelle… Una mujer gorda que ha tratado de todas las formas posibles hacerme beber un horrible ron blanco, y un marido pequeñito que corre a su alrededor como un perro pachón…

»No queda más que su carretero…

»O bien se hace el bestia y entonces es un prodigio de veracidad, o bien es un bruto de verdad… Hace ocho años que está con ellos… Si el marido es el pachón, ese Jean sería el dogo…

»Se levanta a las dos y media de la mañana, arregla los caballos, se bebe un puchero de café y comienza a marchar junto a los animales…

»Se tira así sus treinta o cuarenta kilómetros diarios sin cambiar de paso, echándose un trago de vino en cada esclusa.

»Por la noche arregla los animales, cena sin abrir los labios y se tumba en su montón de paja, la mayoría de las veces sin desvestirse…

»Me ha enseñado sus papeles: una vieja cartilla militar en la que apenas se pueden pasar las páginas de tan pegajosas, a nombre de Jean Liberge, nacido en Lille en 1896…

»Eso es todo… O quizá no… Podría caber que “La Providencia” hubiese transportado a Mary Lampson el jueves desde Meaux… Pero ella vivía… Vivía aún cuando llegaron aquí el domingo por la tarde…

»Es materialmente imposible esconder un ser humano en contra de su voluntad en la cuadra de un barco…

»Si los tres fuesen culpables…»

Pero la mueca de Maigret indicaba que no lo creía.

—En cuanto a suponer que la víctima se embarcó por propia voluntad… ¿Sabes lo que vas a hacer, viejo? Pregúntale a sir Lampson el nombre de soltera de su mujer… Pégate al teléfono y consígueme todos los informes que puedas sobre ella…

El sol atravesaba el cielo todavía por dos o tres lugares, pero la lluvia arreciaba. Cuando Lucas salía del «Café de la Marina» para dirigirse al yate, Willy salió de éste en traje de ciudad, elegante e indolente, con la mirada vaga.

Decididamente, todos los huéspedes del «Estrella del Sur» tenían ese mismo aire de no dormir suficiente o de digerir con dificultad las numerosas libaciones.

Se cruzaron en el camino de arrastre. Willy pareció dudar al ver subir a bordo al inspector, pero luego encendió un cigarrillo con la colilla del que acababa de fumar y entró en el café.

Buscaba a Maigret sin disimulo.

No se quitó el abrigo mojado, que se tocó distraídamente con un dedo, y murmuró:

—Buenas, comisario… ¿Ha dormido bien…? Quisiera decirle un par de palabras…

—Le escucho…

—No aquí, si no le importa… ¿No es posible subir a su habitación, por ejemplo?

No había perdido nada de su desenvoltura. Sus pequeños ojos pestañeaban muy cercanos a la malicia o a la felicidad.

—¿Usted fuma?

—No, gracias…

—Es cierto, fuma en pipa…

Maigret decidió llevarle a su habitación, que todavía no estaba hecha. Tras una mirada al yate, Willy empezó sentándose en el borde del lecho:

—Supongo que ya habrá recibido informaciones sobre mí…

Buscó un cenicero con los ojos y al no encontrarlo dejó caer la ceniza al suelo.

—No muy buenos, ¿eh…? Por otra parte, nunca he tratado de hacerme pasar por un santito… Y el coronel me repite tres veces al día que soy un canalla…

Lo más extraordinario era la expresión de franqueza en su rostro. Maigret comprobó que su interlocutor, que desde un principio encontrara antipático, empezaba a serle soportable.

Una extraña mezcla. Truhanería y astucia. Pero al mismo tiempo una chispa que hacía perdonar el resto, una especie de simpatía animal.

—Tenga en cuenta que hice mis estudios en Eton, como el príncipe de Gales… Si fuésemos de la misma edad quizá fuéramos los mejores amigos del mundo… Sólo que mi padre es vendedor de higos en Esmirna… Y siento horror de eso… He tenido unas historias… La madre de uno de mis camaradas en Eton me puso en un embarazo…

»De momento no le diré su nombre, ¿de acuerdo…? Una mujer deliciosa… Pero su marido se convirtió en ministro y ella tuvo miedo de comprometerse…

»Después… Seguro que le han hablado de Mónaco y de la historia de Niza… La verdad, no pudo ser más anodina… Un buen consejo: no crea jamás lo que cuenta una americana de edad madura que derrocha su tiempo alegremente en la Costa Azul y cuyo marido llega inesperadamente de Chicago… Las joyas robadas no son siempre robadas… Pero, dejémoslo…

»Llegamos al collar… ¿Lo sabe ya, o no lo sabe…? Me hubiera gustado hablarle ayer por la tarde, pero dada la situación quizá no hubiese sido demasiado correcto…

»Pese a todo, el coronel es un
gentleman…
toma un poco demasiado de whisky, pero… Tiene ciertas excusas…

»Estaba destinado a ser general y era uno de los hombres más dotados en Lima, cuando a causa de una historia de faldas —se trataba de la hija de un alto personaje indígena— lo pusieron en la reserva…

»Usted lo ha visto… Un hombre magnífico, con formidables apetitos… Allá tenía treinta criados, ordenanzas, secretarias y no sé cuántos coches y caballos a su disposición…

»Y de repente, nada: algo así como cien mil francos por año…

»¿Le había dicho ya que estuvo casado dos veces antes de conocer a Mary…? Su primera mujer murió en la India… La segunda vez se divorció tomando todas las cargas a su costa después de haber sorprendido a su compañera con un criado…

»¡Un verdadero
gentleman…
!

Y Willy, echado hacia atrás, balanceaba la pierna con una lánguida cadencia mientras Maigret, con la pipa entre los dientes, permanecía inmóvil apoyado contra la pared.

—Bueno… ahora pasa el tiempo como puede…, en Porquerolles vive en su viejo fuerte, que se llama «El Petit Langoustier…», cuando tiene suficientes reservas va a París o Londres…

»Pero piense que en la India él daba cada semana cenas de treinta o cuarenta cubiertos…

—¿Es del coronel de quien quería hablarme? —preguntó Maigret.

Willy no parpadeó.

—En realidad trato de ponerle en antecedentes… Como usted no ha vivido nunca en la India ni en Londres, ni ha tenido treinta criados y no sé cuántas mujeres bonitas a su disposición…

»No trato de vejarle… Bueno, nos conocimos hace dos años…

»Usted no ha conocido a Mary viva… Una mujer deliciosa, pero con un cerebro de pájaro… Un tanto chillona… Si uno no se ocupaba sin cesar de ella, le daba un ataque de nervios o desencadenaba un escándalo…

»Pero, ¿sabe usted la edad del coronel…? Sesenta y ocho años…

«Ella le fatigaba, ¿comprende…? La hacía partícipe de sus fantasías —porque a él todavía le quedan—, pero era un estorbo…

»Luego se encaprichó de mí… La quería…

—¿Supongo que la señora Negretti es la amante de sir Lampson?

—Sí —admitió el joven con una mueca—. Es difícil explicárselo… No puede vivir ni beber solo… Necesita gente a su alrededor… La encontramos en el transcurso de Bandol… Al día siguiente no se había marchado… Con él, esto es suficiente… Ella podrá quedarse tanto como le plazca…

»En cuanto a mí, es otra cuestión… Soy uno de los pocos hombres que aguantan el whisky como el coronel…

»Aparte quizá de Vladimir, al que usted conoce, y que, nueve de cada diez veces, debe meternos en las literas…

»Yo no sé si se imagina exactamente mi situación… Ciertamente no tengo por qué inquietarme en cuanto a lo material… Pese a que, a veces, debemos quedarnos quince días en un puerto a esperar el cheque de Londres para comprar gasolina. ..

»Vea. El collar del cual voy a hablarle, lo hemos llevado montones de veces al Monte de Piedad…

»¡Pero no importa!, el whisky falta raras veces…

»No es una vida fastuosa… Pero se duerme completamente borracho… Vamos… Venimos…

»Por mi parte prefiero esto a los higos paternos…

»Al principio, el coronel le regaló algunas joyas a su mujer… Ella le reclamaba de vez en cuando dinero…

»Para vestirse y tener dinero de bolsillo, ¿comprende…?

»Le juro, pese a lo que pueda usted pensar, que para mí fue un golpe ver que era ella la que usted nos enseñaba en aquella horrible foto… Para el coronel también, por supuesto… Pero antes se dejaría cortar en pedazos que demostrarlo… Es su manera de ser. ¡Y muy inglesa…!

»Cuando salimos de París la semana pasada —hoy es martes, ¿verdad?— la caja estaba vacía… El coronel telegrafió a Londres para pedir un anticipo de su pensión… La esperábamos en Epernay… El giro quizá haya llegado en estos momentos…

»Sólo que, en París, dejé algunas deudas… Le pregunté a Mary un par de veces por qué no vendía su collar… Hubiera podido decirle a su marido que lo había perdido o que se lo habían robado…

»Después, el jueves por la tarde, hubo la fiesta que usted sabe… Pero no debe pensar mal al respecto… En el momento en que Lampson ve mujeres hermosas necesita invitarlas a bordo…

»Dos horas después, una vez borracho, me encarga de echarlas con los menos gastos posibles…

»El jueves, Mary se levantó mucho antes que de costumbre y cuando nos levantamos ya estaba fuera…

»Después de comer nos quedamos solos un momento ella y yo… Estaba muy cariñosa… Era un cariño especial, como triste…

»En un momento dado me puso el collar en la mano, diciendo:

»—No tienes más que venderlo.

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