—Siempre queda una posibilidad. ¡Cometo tantos errores!
Las arañas del Metropol, que proyectan su resplandor sobre el justo y sobre el injusto, descubren a Bill, el macrobiótico, sentado con aire melancólico en una mesa próxima a la entrada. Al ver a Lise, Se levanta y se le echa encima con una alegría que causa impresión en el vestíbulo y con tal precipitación que la bolsa de plástico mal cerrada que aprieta entre las manos va soltando un pequeño reguero de arroz salvaje por el camino.
Lise le sigue hasta donde él se hallaba y se sienta a su lado.
—¡Fijate qué abrigo! Me vi envuelta en una manifestación estudiantil y todavía me lloran los ojos del gas lacrimógeno. Había quedado a cenar en el Hilton con un jeque importantísimo, pero se me hizo tarde por comprarle unas zapatillas de regalo. Se ha ido de safari, de modo que no es mi tipo. ¡Mata animales!
—Estaba a punto de darte por perdida. Como ibas a venir a las siete, empezaba a desesperar.
Le coge una mano, Sonriendo entre alegres fogonazos de ojos y de dientes.
—¿De verdad habrías sido tan mala conmigo? ¿Te habrías ido a cenar con otro? Tengo apetito.
—Y me han robado el coche.
—¿Qué coche?
—¡Oh!, un coche.
—No sabía que tuvieras coche. ¿Era alquilado?
—Tú de mí no sabes nada.
—Bueno, yo sí dispongo de coche. Me lo ha prestado un amigo para ir a Nápoles. Tengo intención de salir lo antes posible para poner en marcha el Centro Cultural Yin-Yang Young. La conferencia inaugural se titulará «¿Adónde va el mundo?» y será una introducción general a la forma de vida macrobiótica.
Conquistará a la juventud. Ya lo verás.
—Se hace tarde —dice Lise.
—Estaba a punto de darte por perdida —dice, apretándole la mano—. A puntito de salir en busca de otra. Me pierden las mujeres, v es que lo mío son las mujeres.
—Voy a pedir una copa. Lo necesito.
—¡Ah!, no, no pedirás nada, de ninguna manera.
El alcohol no entra en la dieta. Vienes a cenar conmigo a una casa que conozco.
—¿Qué casa?
—La de una familia macrobiótica, unos amigos míos que nos darán bien de cenar. Tres hijos, cuatro hijas, madre y padre, macrobióticos todos. Tomaremos arroz con zanahorias seguido de galletas de arroz, queso de cabra y manzanas asadas. El azúcar no está permitido. Esta familia cena a las seis, que es el sistema ortodoxo, aunque la variante que yo sigo te permite cenar más tarde. Así nos comunicaremos mejor con los jóvenes. Venga, vamos allí y nos calentamos una cenita.
—Todavía noto los efectos del gas lacrimógeno.
Lise tiene los ojos llenos de lágrimas. Se levanta con él y deja que la conduzca, esparciendo arroz, por delante de todas las miradas del vestíbulo del Metropol hasta la calle y hasta la calzada, donde la introduce en un pequeño utilitario negro, allí aparcado.
—Es maravilloso pensar que al fin volvemos a estar juntos —dice Bill mientras arranca el coche.
—Debo decirte que no eres mi tipo. De eso estoy segura —advierte ella, Sorbiendo.
—¡Ah! Es que no me conoces, no me conoces en absoluto.
—Pero conozco mi tipo.
—Necesitas amor.
Y le pone una mano en la rodilla.
Ella se aparta.
—Dedícate a conducir. ¿Dónde viven tus amigos?
Al otro lado del parque. Confieso que tengo apetito.
—Entonces date prisa.
—¿Tú no estás hambrienta?
—No, estoy sola.
—Ahora me tienes a mí.
Han entrado en el parque.
—Dobla a la derecha al final de esta calle —dice Lise—. Según el mapa, tiene que haber un camino a la derecha. Quiero ver una cosa.
—Hay mejores sitios al fondo.
—Que dobles a la derecha, he dicho.
—No te pongas nerviosa. Necesitas calmarte. Estas tan tensa por comer lo que no debes y beber demasiado. No deberías beber más de tres vasos de líquido al día ni orinar más de dos veces. Las mujeres dos veces, los hombres tres. Si tienes más ganas es que has bebido más de la cuenta.
—Ahí está el camino. Dobla.
Bill tuerce a la derecha, conduciendo con cuidado y atento a lo que lo rodea.
—No sé adónde conduce, pero más allá de la avenida hay un rincón muy cómodo.
—¿Qué rincón? ¿A qué rincón te refieres?
—Hoy no he tenido mi orgasmo diario, que es esencial para mi variante de la dieta, ¿no te lo dije?
Otras muchas variantes macrobióticas también lo consideran así. Es una de las primeras cosas que aprenderán los jóvenes napolitanos.
—Si crees que te vas a acostar conmigo, estás pero que muy equivocado. No tengo tiempo de sexo.
—¡Lise!
—Hablo en serio. El sexo no me sirve de nada, te lo garantizo.
Y suelta su profunda carcajada.
El camino recibe una luz débil de las farolas Separadas por largos trechos. Bill mira con ojos escrutadores a derecha e izquierda.
—Allí hay un edificio —dice Lise—. Debe de ser el Pabellón, y detrás está la villa antigua… Según la guía, van a restaurarla para convertirla en museo. Pero es el famoso Pabellón que yo busco.
En el parque donde está situado el edificio hay varios vehículos, coches y motos, aparcados. Allí converge otro camino. Hay también una panda de adolescentes de ambos sexos lánguidamente apoyados en los árboles, los coches y cualquier otra cosa capaz de apuntalarlos, mirándose entre sí.
—Aquí no hay nada que hacer —comenta Bill.
—Para, quiero bajar y echar un vistazo por los alrededores.
—Demasiada gente. ¿Qué pretendes?
—Ver el Pabellón, nada más.
—¿Por qué? Ven de día y lo veras mejor.
Hay varias mesas de hierro diseminadas delante del Pabellón, un elegante edificio de tres plantas con un pintoresco friso dorado sobre el primer nivel de la fachada.
Bill estaciona su coche cerca de los demás, algunos de los cuales están ocupados por parejas cariñosas. Lise se apea enseguida. Lleva el bolso de mano, pero ha dejado en el automóvil la bolsa de cremallera y el libro. Bill la sigue, le rodea los hombros con el brazo y dice:
—¡Vamos, se hace tarde! ¿Qué quieres ver?
—¿Estará seguro tu arroz en el coche? ¿Lo has cerrado bien?
—¿Quién va a robar una bolsa de arroz?
—No sé —dice ella, tomando el camino que conduce al Pabellón—. Tal vez esos jóvenes sean aficionados a los arroces.
—El movimiento no ha comenzado aún, Lise. Por cierto, se admiten también las judías pintas y la harina de sésamo, aunque no esperarás que lo sepan antes de que se lo contemos.
Casi todo el frente de la planta baja del Pabellón es una enorme cristalera. Lise Se acerca y atisba por el cristal. Dentro hay varios veladores vacíos y una elevada pila de sillas de café, como en los restaurantes cuando cierran por la noche, un largo mostrador con una cafetera al fondo y una vitrina de sándwiches, ahora vacía. Nada más, salvo la extensión del suelo, que en la oscuridad solo se percibe a medias, ajedrezado de baldosas blancas y negras. Lise estira y tuerce el cuello para ver el techo, que, hasta donde se aprecia, representa una escena clásica, aunque solo se distinguen la pata trasera de un caballo y el costado de un cupido.
Aun así, continúa pegada al cristal. Bill intenta apartarla, pero ella se echa a llorar una vez más.
—¡Qué tristeza tan inmensa, esas sillas amontonadas por la noche cuando ya solo quedas tú sentada en el café!
—Te estás poniendo morbosa, nena. Mira, cariño, todo es un problema de química. Has comido demasiados alimentos tóxicos, sin reparar en que en este mundo existen dos fuerzas, la centrífuga, que es el Yin, y la centrípeta, que es el Yang. Los orgasmos son Yang.
—Me pone triste. Me parece que quiero regresar a mi país. Quiero experimentar otra vez aquella congoja, aquella soledad. ¡Lo echo tanto de menos!
Bill tira de ella, pero Lise grita:
—¡Déjame! ¡Ni lo intentes!
Un hombre y dos mujeres que pasan a pocos metros se vuelven a mirar, pero el grupo de los jóvenes no presta atención.
Bill suspira hondo.
—Se hace tarde —dice, pellizcándole un poco el codo.
—Déjame, quiero rodearlo y ver lo que hay detrás. Me importa mucho.
—¿Qué te piensas, que es un banco? ¿Es que lo quieres atracar mañana? Pero ¿tú quién te crees? ¿Y quién me crees a mí?
La sigue mientras ella camina por el costado del edificio y examina el sendero.
—¿Se puede saber qué haces?
Lise recorre la parte lateral del edificio y dobla la esquina. En la parte de atrás hay cinco enormes cubos que esperan el paso de los basureros por la mañana.
También ellos la encontrarán, no muy lejos de allí, cosida a puñaladas. En este momento, un gato asustado abandona su cena en uno de los cubos mal cerrados y desaparece en la oscuridad contigua.
Lise examina el lugar con empeño.
—Mira, Lise, cariño, allí estaremos bien, detrás de aquel seto.
Bill la conduce en dirección al seto que separa la trasera del Pabellón del sendero que se ve a través de una verja de hierro entreabierta. Pasa un grupo de chicos jóvenes, todos ellos muy altos, hablando entre sí en un idioma de acentos escandinavos. Se detienen a mirar y comentan divertidos la pelea entre Bill y Lise. Ella, que proclama su rechazo al sexo, y él, que explica que si se pierde su orgasmo diario necesitará dos al día siguiente.
—Con dos en el mismo día hago mal la digestión —continúa Bill, tirando de ella hacia el suelo de grava, de modo que Lise desaparece de la vista—. Es que lo mío son las mujeres.
Ahora Lise pide socorro a gritos en Cuatro idiomas, inglés, francés, danés e italiano, y arroja el bolso dentro del seto.
—¡Me ha robado el bolso! —grita en las cuatro lenguas—. ¡Se escapa con mi bolso!
Uno de los curiosos intenta abrir la chirriante cancela de hierro, pero se le adelanta otro saltando por encima.
—¿Qué pasa? —pregunta a Lise en su idioma—.
Somos suecos. ¿Le ocurre algo?
—Fuera, largo de aquí. Pero ¿qué se han pensado ustedes? —protesta Bill, levantándose, ya que estaba de rodillas para sujetar a Lise contra el suelo.
Ella se pone en pie de un salto y grita en inglés que no lo había visto en su vida y que ha intentado robarle y violarla.
—He salido del coche para ver el Pabellón y este individuo se me ha echado encima y me ha traído a rastras hasta aquí —repite a gritos en cuatro lenguas—. ¡Llamen a la policía!
Los otros hombres han entrado en el cercado. Dos de ellos sujetan a Bill, que esboza una sonrisa amplia y hace esfuerzos por convencerlos de que el alboroto es una broma de Lise. Uno de ellos decide ir en busca de un policía. Lise interviene.
—¿Dónde está mi bolso? Lo ha tirado por ahí. ¿Qué ha hecho con mi bolso?
Luego, en un espontáneo arranque de dignidad añade, tranquila:
—Yo también voy a buscar un policía.
Y se dirige al coche.
Los otros vehículos estacionados se han ido ya, igual que los jóvenes curiosos. Uno de los suecos corre tras ella para aconsejarle que espere hasta que su amigo llegue con un agente.
—No, ahora mismo me voy a la comisaría.
Se expresa con calma al tiempo que entra en el coche y cierra la portezuela. Ya se ha esfumado y ya ha tirado por la ventanilla la bolsita del arroz cuando la policía hace acto de presencia. Los agentes escuchan el relato de los suecos y las protestas de Bill, buscan el bolso de Lise y lo encuentran. Entonces, le preguntan cómo se llama aquella mujer que, según alega, es amiga suya.
—Lise. No sé cómo se apellida. Nos conocimos en el avión.
De todos modos, se lo llevan detenido, lo cual, visto el desenlace, es hacerle un favor, puesto que, en las horas que dicta la lógica para la muerte de Lise en aquel mismo lugar, Bill se encuentra resguardado en una celda policial y tan fuera de sospecha como lejos de la práctica de su dieta.
Hace tiempo que han dado las doce cuando Lise llega al hotel Tomson, que se eleva como la única cosa viva en una calle cerrada a cal y canto. Aparca el cochecito negro cerca de la entrada, coge su libro de bolsillo y su bolsa de cremallera y entra en el vestíbulo.
Detrás del mostrador esta el recepcionista del turno de noche con los tres botones superiores del uniforme desabrochados, enseñando el cuello y la parte de arriba de la camiseta, señal de que es noche cerrada y de que los turistas ya se han ido a la cama. Mientras él habla por el teléfono que conecta con las habitaciones, la otra persona que hay en el vestíbulo, un hombre de aspecto juvenil y traje oscuro, espera delante del mostrador con un maletín y una bolsa de viaje de cuadros escoceses a su lado.
—Por favor, no la despierte. No es necesario a estas horas. Basta con que me enseñe mi habitación.
—Ya baja. Me dijo que la esperara, ya baja.
—La veré mañana. No era necesario. Es muy tarde.
Habla en un tono irritado, perentorio.
—Está espabilada, señor, y fue categórica. Teníamos que comunicarle su llegada en cuanto se produjera.
—Disculpe.
Lise habla al conserje, rozando al hombre del traje oscuro al acercarse a su altura del mostrador.
—¿Le apetece leer un libro?
Y saca su edición de bolsillo.
—Ya no lo necesito.
—¡Ah!, gracias, señora.
El conserje coge el libro de buen grado y lo sostiene un poco alejado para ver de qué trata. Mientras tanto, el recién llegado se vuelve al notar el contacto de Lise. Es verla e inclinarse a recoger sus cosas.
—Tú vienes conmigo —dice ella, tocándole el brazo.
—No.
Está temblando. La cara redonda esta sonrosada y pálida; y los ojos, muy abiertos por efecto del miedo. Con su traje y su camisa blanca parece tan pulcro como esta mañana cuando Lise lo siguió y se sentó a su lado en el avión.
—Déjalo todo y ven. Se hace tarde.
Comienza a empujarlo hacia la puerta.
—¡Señor! —grita el conserje—. Su tía ya baja…
Lise, sujetando aún a su hombre, vuelve la cabeza en la salida.
—Quédese con su equipaje. Y si quiere el libro, también. Es un enigma en clave de quid sostenido mayor, la clave está en el porqué y lleva mensaje: «Nunca trates con chicas que no puedas dejar tiradas en el salón de tu casa para que las recojan los criados».
Y conduce a su hombre hasta la puerta.
Allí, él ofrece cierta resistencia.