—Desde luego no hacen juego —dice la dependienta—. Tendría usted que verlos por separado.
No parece que Lise la oiga. Se esta estudiando del derecho y del revés en el espejo del probador con el abrigo por los hombros, abierto sobre el vestido.
Los labios separados y los ojos a medio cerrar, respira un momento como en trance.
—Es imposible que el abrigo le luzca sobre ese vestido, señora. —De repente parece que Lise la oye, porque abre los ojos y cierra la boca—. No podrá llevarlos a la vez, pero es un bonito abrigo que sentaría bien con un vestido liso en blanco o en azul marino, o para las noches…
—Quedan de maravilla juntos —dice Lise, que se quita el abrigo y se lo entrega con cuidado a la dependienta—. Me lo llevo, y el vestido también. Yo acortaré la falda.
Alarga la mano para coger su falda y su blusa y le dice a la joven:
—A mí los colores del vestido y del abrigo me parecen perfectos. Son muy naturales.
—Bueno —dice la dependienta, conciliadora—, va en gustos, ¿verdad? Es usted quien los va a llevar. Lise se abotona la blusa con aire de desaprobación. Sigue a la dependienta hasta la planta baja, paga, espera el cambio y, cuando le entregan primero la vuelta y luego la enorme bolsa de papel grueso que contiene sus nuevas adquisiciones, la abre lo suficiente para echar una ojeada, meter la mano y levantar una esquina del papel de seda que envuelve cada una de las prendas. Sin duda comprueba que no se las han cambiado. La chica esta a punto de hablar, tal vez para decir «¿Falta algo, señora»? o bien «Gracias, señora, y adiós» o incluso «No se preocupe, lo lleva todo», pero Lise se adelanta.
—Los colores entonan a la perfección. Aquí, en el norte, nadie entiende de colores. Es gente conservadora, anticuada. ¡Si usted supiera! Para mí, estos colores combinan de una forma natural, perfectamente natural.
Y sin aguardar respuesta, se encamina no al ascensor, sino a las escaleras mecánicas, para de ese modo atravesar un breve pasillo de prendas que cuelgan de sus percheros.
Se detiene de repente al principio de la escalera, da media vuelta y sonríe, como si ya estuviera viendo y oyendo lo que espera. La vendedora, convencida de que desde allí la clienta ni ve ni oye, habla con una compañera uniformada de negro.
—¡Mira que juntar esos colores! ¡Esos colores espantosos! Y dice que son naturales, ¡naturales! Y que aquí en el norte…
Pero calla al ver que Lise mira y escucha sus palabras. La joven finge que arregla un vestido en el perchero y que habla de otra cosa, pero no cambia su expresión demasiado evidente. Con una risotada, Lise desciende por la escalera mecánica.
—Bueno, diviértete, Lise —dice la voz al teléfono—. Envíame una postal.
—Claro que sí.
Cuando cuelga, ríe de buena gana. No para de reír. Va al lavabo y llena un vaso de agua, que bebe produciendo un gorgoteo, luego otro y, a punto de atragantarse, un tercero. Ha dejado de reír y ahora, con la respiración fuerte, habla al teléfono mudo: «Claro que sí, claro que sí». Aún jadeante por el esfuerzo, tira de un asiento duro pegado a la pared y convertible en cama, Se quita los zapatos y los coloca a un lado. Pone la enorme bolsa con el abrigo y el vestido recién comprados en un armario, junto a la maleta ya hecha; deposita su bolso en la repisa de la lámpara de pie que hay al lado de la cama y se tumba.
Tumbada tiene un gesto solemne. Al principio, clava la mirada en la puerta marrón de madera de pino como si quisiera atravesarla. Ya respira con normalidad. La habitación es de una pulcritud absoluta. Se trata de un estudio en un edificio de apartamentos. Desde su construcción, el diseñador ganó varios premios por sus interiores, y se hizo tan famoso en el país entero y mucho más allá, que los propietarios ya no pueden contratar sus servicios a precios asequibles. Las líneas son puras, y el espacio, concebido como un elemento en sí mismo, está circunscrito por los hábiles perfiles de madera de pino fruto de la ingenuidad del diseñador y de su gusto austero cuando aún era un joven desconocido, estudioso y de principios estrictos. La empresa propietaria del edificio conoce el valor de esos interiores de madera. Solo el pino es ya casi tan inasequible como el propio arquitecto, pero de momento las leyes no permiten elevar mucho los alquileres. Los inquilinos tienen contratos a largo plazo. Lise llegó hace diez años, cuando el edificio era nuevo. Ha modificado poco la habitación, y es que no se necesita mucho más, puesto que todos los muebles están fijados a pared, se adaptan a distintos usos y son apilables. Apiladas en un panel hay seis sillas plegables, en previsión de que el inquilino tenga seis invitados a cenar. El escritorio se extiende para convertirse en mesa de comedor, y cuando no se usa para escribir desaparece también en la pared de madera; tiene un flexo cuyo brazo se levanta mediante una bisagra y se pega a la pared para volverse aplique. De día, la cama es un asiento estrecho sobre el que hay unas estanterías, pero de noche se despliega para acoger al durmiente. Lise ha extendido una alfombra estampada, de Grecia, y ha enfundado con arpillera el asiento del diván. Al contrario que otros inquilinos, ha prescindido de las innecesarias cortinas en la ventana, puesto que su estudio no se domina desde ningún sitio cercano. En verano mantiene las persianas bajas y abre una rendija para que entre la luz. Anexa a la habitación hay una pequeña cocina americana, donde todo está igualmente ideado para revestirse de la dignidad de la madera de pino sin barnizar. Tampoco en el baño se necesita nada que esté diseminado o a la vista. El armazón de la cama, la puerta, el marco de la ventana, el armario colgado de la pared, el armario trastero, los estantes, el escritorio extensible, las mesas apilables… , todo está fabricado en una madera que ya no se ve en un modesto apartamento de soltero. Lise mantiene su estudio de tal modo despejado y diáfano que cuando vuelve del trabajo parece deshabitado. Los pinos altos que se cimbrean sobre los lechos de piñas del bosque han quedado reducidos al silencio de un conjunto de volúmenes obedientes.
Lise respira como si durmiera agotada por el cansancio, pero de vez en cuando abre los párpados. Alarga la mano hacia el bolso de piel marrón que está en la repisa de la lámpara y se incorpora para acercárselo. Apoyada en un codo, vacía el contenido en la cama. Levanta las cosas una a una, las examina con atención y vuelve a guardarlas. Hay un sobre cerrado de la agencia de viajes que contiene su billete de avión, y hay también una polvera, una barra de labios y un cepillo, además de un manojo de llaves. Sonríe al verlas, separando los labios. Son seis llaves metidas en un aro metálico, dos de una cerradura Yale, una que podría pertenecer a un cajón o un aparador funcional, otra pequeña y plateada, de las que se emplean por lo común para las maletas de cremallera, y dos de coche, deterioradas por el uso. Lise saca estas últimas del llavero y las aparta; las demás vuelven al bolso. Guarda también el pasaporte en su sobre de plástico. Con los labios apretados, se prepara para viajar mañana. Desenvuelve el abrigo y el vestido recién comprados y los cuelga en sendas perchas.
A la mañana siguiente se los pone. Cuando está lista para salir, marca un número de teléfono Contemplándose en el espejo aún no escondido detrás de su correspondiente panel de madera de pino. La voz responde. Lise se toca el cabello castaño claro mientras habla.
—Margot, salgo en este momento. Meto las llaves de tu coche en un sobre y se las dejo abajo al portero.
¿Te parece?
—Gracias —responde la voz—. Que tengas unas buenas vacaciones. Diviértete y envíame una postal.
—Cómo no, Margot.
«Cómo no», repite después de colgar el auricular. De un cajón saca un sobre, escribe un nombre y lo cierra con las dos llaves dentro. Luego pide un taxi por teléfono, saca la maleta al rellano, va a buscar el bolso y el sobre y abandona el estudio.
Al llegar a la planta baja, se detiene delante de la ventanita del chiscón revestido de madera de la portería, toca el timbre y espera. Aún no se ha presentado nadie cuando el taxi se detiene fuera. Lise grita al conductor:
—¡Ya voy!
E indica con un gesto la maleta, que el taxista recoge. Mientras el hombre introduce el equipaje en la parte delantera del coche, se acerca por detrás de Lise una mujer con una bata marrón.
—¿Me llamaba, señora?
Lise se vuelve rápidamente hacia ella. Lleva el sobre en la mano, y se dispone a decir algo cuando la mujer exclama:
—¡Madre de Dios, qué colores!
Está mirando el abrigo de rayas rojas y blancas que Lise lleva desabrochado sobre su chocante vestido de cuerpo amarillo y falda estampada en uves de color naranja, malva y azul. La mujer ríe de un modo exagerado, como quien no tiene nada que ganar privándose de ese gusto, y riendo abre la puerta de madera de pino para entrar en el chiscón. Ya dentro, corre la ventanita y se ríe de Lise en su cara.
—¿Se fuga con un circo? —pregunta.
De nuevo echa la cabeza hacia atrás, mira de arriba abajo con los párpados entornados el atuendo de Lise y suelta la más estridente, la más carrasposa y ancestral de las risotadas barriobajeras, sosteniéndose los pechos con las manos para ahorrarles las sacudidas.
—Es usted una insolente —dice Lise, digna y serena.
Pero la mujer vuelve a reír, ya sin espontaneidad, emitiendo adrede un sonido malicioso, como si pretendiera subrayar el hecho evidente de que Lise suele ser tacaña con las propinas o tal vez que jamás le ha dado ninguna.
Lise sale con toda tranquilidad hacia el taxi, llevando aún en la mano el sobre que contiene las llaves del coche. Por el camino lo mira, pero de su rostro sereno con los labios entreabiertos resulta imposible deducir si no lo ha dejado en la mesa de la portera a sabiendas o si le ha distraído la risa de la mujer que sale a la puerta de la calle sin dejar de emitir ruidos, como un envase marrón de gas hilarante, hasta que el taxi desaparece de su vista.
Lise es delgada. Mide más o menos un metro setenta. Su cabello, de un tono castaño apagado, probablemente teñido, está peinado hacia atrás, con un mechón muy claro, entreverado, que va desde el centro del nacimiento del pelo hasta la coronilla. Lo lleva corto a los lados y en la nuca, con volumen en el centro. Aparenta unos veintinueve, a lo sumo treinta y seis años, pero ni muchos más ni muchos menos. Al llegar al aeropuerto, ha pagado al taxista a toda prisa, con una expresión de abstraída impaciencia por estar en otra parte, que no cambia cuando un mozo le coge la maleta y la sigue hasta el mostrador de pesaje. Es como si no lo viera.
Hay dos personas delante de ella. Lise tiene los ojos muy separados, de color azul grisáceo, sin brillo. Los labios dibujan una línea recta. No es ni fea ni guapa. La nariz es corta y más ancha de lo que resultara en la recreación elaborada en parte por el método del retrato robot y en parte con una fotografía reciente que pronto publicará la prensa de cuatro idiomas.
Observa a las dos personas que tiene delante, primero una mujer y luego un hombre, oscilando a un lado y a otro, bien para descubrir a un posible conocido en los perfiles que alcanza a ver, bien para aliviar con los movimientos y las miradas su probable impaciencia.
Cuando le llega el turno, echa la maleta en la báscula y empuja el billete hacia el empleado con toda la rapidez posible. Mientras él lo examina, ella gira la cabeza para mirar a la pareja que ahora espera detrás. Observadas las dos caras, se vuelve al empleado, indiferente a las miradas que la pareja le ha devuelto y a la unánime percepción del brillante colorido de su vestimenta.
—¿Lleva equipaje de mano? —pregunta el empleado, asomándose por encima del mostrador.
Lise suelta una risita boba, se muerde el labio inferior con el borde de los dientes de arriba y toma un poco de aliento.
—¿Lleva equipaje de mano?
El ocupado joven la mira como diciendo «¿Y a ti qué te pasa?». Y Lise responde con una voz distinta a la que empleaba ayer para hablar con la dependienta de la tienda donde adquirió sus vistosas prendas y para hablar por teléfono o con la portera esta misma mañana. Ahora emplea un tono infantil, que probablemente quienes la oyen toman por su voz normal, a pesar de lo desagradable que resulta.
—Solo llevo conmigo el bolso de mano. Me gusta ir ligera de equipaje porque viajo mucho y sé cuánto molesta a tus vecinos de avión que ocupes con un equipaje de mano voluminoso el espacio de las piernas.
El empleado, todo en un gesto, deja escapar un suspiro, frunce los labios, cierra los ojos y apoya la barbilla en las manos y el codo en el mostrador. Lise se da media vuelta para dirigirse a la pareja que tiene detrás.
—Cuando se viaja tanto como yo, hay que viajar ligero. Les aseguro que apenas llevo equipaje porque todo lo que se necesita se puede comprar en destino, y si traigo esta maleta es porque en las aduanas levanta sospechas que entres y salgas sin equipaje. En seguida piensan que traficas con drogas o que llevas diamantes debajo de la blusa, así que empaqueto las cosas normales para unas vacaciones, pero todo es bastante innecesario, como se comprende cuando has tenido, podría decirse, la experiencia de viajar en cuatro idiomas a lo largo de los años y sabes lo que haces…
—Mire, señora —dice el empleado, que se endereza y le sella el billete—, esta usted entorpeciendo a las personas que hay detrás. Aquí tenemos mucho que hacer.
Lise desvía la vista de la asombrada pareja para mirar al empleado que empuja el billete y la tarjeta de embarque hacia ella.
—La tarjeta de embarque —dice el joven—. Dentro de veinticinco minutos anunciarán su vuelo. El siguiente, por favor.
Lise coge los papeles y se aparta como si solo pensara en la próxima formalidad del trayecto. Guarda el billete en el bolso, saca el pasaporte, mete la tarjeta de embarque entre sus hojas v se dirige hacia las ventanillas de la documentación. Se diría que, satisfecha de haber dejado constancia de su presencia en el aeropuerto entre los miles de viajeros del mes de julio, hubiera cumplido una pequeña parte de un proyecto mucho mayor. Se acerca al funcionario de emigración, aguarda en la cola y presenta su pasaporte.
Ahora que se lo han devuelto, con el documento en la mano, empuja la puerta de la sala de embarque. La recorre hasta el fondo y vuelve. No es ni fea ni guapa. Lleva los labios entreabiertos. Se detiene a mirar el panel de las salidas y camina de nuevo. La mayoría de la gente que la rodea está demasiado ocupada con las compras y los números de los vuelos para advertir su presencia, pero algunas personas que esperan la llamada de un vuelo sentadas en los asientos de cuero, junto a sus niños y sus equipajes de mano, aunque no hagan comentarios, Se percatan de los colores chillones del abrigo de rayas rojas y blancas que Lise lleva suelto sobre el vestido del cuerpo amarillo y la falda naranja, azul y malva. La miran cuando pasa como miran a las chicas con una falda especialmente corta o a los hombres de camisas ceñidas y transparentes o floreadas. Lise destaca solo por su curiosa mezcla de colores, que contrastan con el largo de la falda, justo por debajo de las rodillas, pasado de moda hace años y semejante al de otras muchas viajeras vestidas con moderación, pero deslucidas, que se agolpan en la sala de embarque. Lise, que ha guardado el pasaporte en el bolso, lleva la tarjeta en la mano.