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Authors: Esther Sanz

Tags: #Juvenil

El bosque de los corazones dormidos (22 page)

BOOK: El bosque de los corazones dormidos
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—¿Desapareciste?

—El viejo de barbas blancas me llevó a su cabaña en plena noche.

—¿Por qué?

—Quería curarme. Recuerdo aquellos días de forma difusa… —Vaciló un momento—. Y muy dolorosa.

—¿Te hizo daño?

Se sumió un instante en sus propios pensamientos antes de contestar:

—Sí… pero era necesario para salvar mi vida. Antes de dejarme volver con mi familia, el viejo me habló por primera vez.

—¿Y qué te dijo?

—Me pidió dos cosas: que no hablara con nadie de él y que regresara cuando cumpliera los dieciocho. Yo solo era un niño… Así que no hice caso a lo primero… y olvidé lo segundo.

—¿Y qué hicieron tus abuelos cuando les hablaste de aquel viejo?

—Al principio se asustaron. Eran tantas las leyendas que circulaban sobre el viejo de la cabaña del diablo… Pero, después, al ver cómo mi enfermedad remitía, se alegraron mucho y me prohibieron que volviera a mencionar al ermitaño del bosque. Temían que el pueblo hablara de brujería.

—Pero has dicho que era un antepasado tuyo. ¿Tus abuelos no lo sabían?

—No. Y yo no lo descubrí hasta muchos años después. ¿Recuerdas la historia que te expliqué sobre mi don?

Asentí con la cabeza. ¿Cómo iba a olvidarlo? Sabía que olía el miedo y que aquello casi le había conducido a la locura. También me había explicado que volvió al bosque después de hacer algo terrible…

—Regresé a este bosque a los diecinueve y nunca más he vuelto a abandonarlo.

—¿Quieres decir que no has pisado una ciudad desde entonces?

—Lo he intentado… Pero el miedo allí es demasiado fuerte. Y el dolor se vuelve insoportable. Rodrigoalbar no estaba seguro de que el miedo me afectara a mí también, pero sí de que sufriría cambios en la edad adulta, por eso me pidió que volviera solo entonces. De pequeño olvidé su petición, pero cuando empecé a sentir todas esas cosas… y ocurrió el accidente… lo recordé todo.

—¿Qué pasó?

—Maté a una niña.

Un rastro de dolor ensombreció sus rasgos perfectos. Intuí el tormento que había tras sus palabras pero también el matiz que lo exculpaba. Estaba convencida de que aquello era imposible. Tenía el jersey remangado hasta los codos, mostrando la piel tostada de su antebrazo, fuerte y surcado de venas. Observé sus manos grandes y evoqué la dulzura con la que habían curado mis heridas. Me resultaba inconcebible que esas mismas manos hubieran cometido algo tan atroz.

—Flora era una de nuestras criadas. Apenas tenía once años, pero era lista y alegre, y la única persona que no estaba asustada a mi alrededor. Yo solía pasar mucho tiempo solo en la azotea. A varios metros del suelo, el miedo era menos perceptible, así que me daban las horas muertas contemplando la ciudad. Todo Madrid estaba en obras…

—Creo que en eso no ha cambiado mucho —murmuré.

Me estremecí al pensar que, en el recuerdo de Bosco, su ciudad continuaba siendo como a principios del siglo pasado.

—Estaban construyendo la Gran Vía y demoliendo manzanas enteras para hacer sitio a la gran arteria. Había edificios vacíos y yo disfrutaba saltando de uno a otro, cruzando tablas y vigas que habían dispuesto para las obras. Un día le pedí a Flora que me acompañara. Quería mostrarle la ciudad desde las alturas, compartir con ella mi pequeño mundo…

Bosco frunció el ceño y centró de nuevo su mirada en mí, tan profunda y bella como colmada de dolor.

—Tomé su mano y cruzamos al edificio de enfrente entre risas. Le pedí que no bajara la vista. Ella parecía disfrutar de la aventura. Sin embargo, de regreso, sus ojos cedieron a la tentación de mirar hacia abajo y se asustó. Sentí la descarga de su miedo como si un rayo me partiera en dos. El dolor fue tan intenso, que solté su mano. Flora se tambaleó un instante antes de perder el equilibrio. Intenté atraparla, pero su cuerpo menudo se escurrió entre mis manos.

Se me hizo un nudo en la garganta al ver las lágrimas surcando su rostro. Sin pensarlo, alargué el brazo y sequé sus mejillas con mi palma.

—Cayó al vacío. Y yo tras ella. Flora murió en el acto… Yo apenas pasé una semana en el hospital. Después de aquello, me vine al bosque. Esta vez Rodrigoalbar no pudo hacer mucho por curarme. Tenía el corazón destrozado y el alma llena de culpa.

—Fue una locura, pero tú no la mataste. Fue una suerte que te salvaras…

—La suerte no tuvo nada que ver. Si aquella noche no morí fue porque… —Transcurrieron varios segundos antes de que continuara con su explicación; parecía estar eligiendo las palabras con sumo cuidado—. No es tan fácil para mí.

—Puedes explicármelo todo. Creo que podré entenderlo, o al menos intentarlo, por complicado que sea. —Me sorprendió lo serena que sonó mi voz.

Bosco sonrió.

—No me has entendido, Clara. Morir… es lo que no me resulta tan fácil.

—¿Quieres decir… —titubeé— que eres inmortal?

—No. Mis días están tan contados como los de cualquiera.

—Pero has dicho que tienes más de cien años y que sobreviviste a una caída desde lo alto de un edificio.

—Mi cuerpo se recupera rápidamente y mis heridas cicatrizan sin esfuerzo. Soy inmune al dolor físico, a las enfermedades y al paso del tiempo. Las células de mi organismo no se oxidan y, por tanto, no enfermo ni envejezco. Pero mi vida es limitada. Soy tan mortal como tú.

—No lo entiendo.

Me sentía mareada.

Necesitaba recapitular. Poner en orden lo que mis oídos escuchaban pero mi mente no acababa de procesar. Ahora que conocía parte de su secreto… no estaba segura de entenderlo. Bosco tenía más de cien años, pero aparentaba diecinueve. Se había pasado un siglo aislado en el bosque, atormentado por su don y por la culpa. Todo eso encajaba con lo que había visto de él: su conocimiento profundo del bosque, su inteligencia, su maestría al piano. ¡Había tenido todo el tiempo del mundo para explorar su entorno, leer y ensayar!

Me había cruzado con un ser perfecto, de belleza y elegancia deslumbrantes, que no envejecía… Y que, además, parecía interesado en mí. Yo había abierto «un claro en su bosque sombrío y despertado su corazón dormido». Pero ¡esas cosas no pasaban en la vida real! Me sentía como la protagonista de una de esas novelas juveniles de moda.

Su voz suave interrumpió el hilo de mis pensamientos.

—¿Estás bien, Clara?

—Sí… Por favor, continúa.

—¿Estás segura?

Asentí con la cabeza.

—Cuando Rodrigoalbar me curó de mi enfermedad, lo hizo con un veneno muy potente de propiedades milagrosas. Esa sustancia sanó mi cuerpo y potenció mis defensas… pero también me transfirió una cualidad muy incómoda. ¿Recuerdas cuando me preguntaste si mi don tenía relación con algún animal?

—Dijiste que oler el miedo es una condición propia de algunas bestias. —Me arrepentí del término nada más pronunciarlo, pero a Bosco pareció hacerle gracia.

—Sí, pero también de algunos insectos —dijo con una sonrisa—, como las abejas.

—¿Qué quieres decir?

—«Las abejas tienen un sexto sentido que les hace detectar con exactitud el lugar donde hay dolor.»

Me sorprendió escuchar la cita del libro de mi tío que yo misma había leído en su cabaña.

—El miedo es el dolor más intenso y común del alma.

—¿Una abeja? —murmuré sorprendida—. Pero ¿cómo…?

No lograba comprender cómo una simple abeja podía haber alterado tanto el destino de Bosco.

—Te explicaré una historia de Rodrigoalbar que nadie sabe… ¿Estás preparada para escuchar el gran misterio que ha tenido a generaciones y generaciones de Colmenar en vilo?

—¡Sí!

Bosco rió de buena gana con mi entusiasmo y empezó con su sorprendente relato.

—La leyenda dice que Rodrigoalbar era un rico ganadero y agricultor… Lo que poca gente sabe es que producía la mejor miel de la comarca. Adoraba las abejas y todo lo relacionado con ellas: miel, polen, própolis y hasta el veneno de sus aguijones.

—Apiterapia —murmuré pensando en mi tío Álvaro.

—Exacto. Logró incluso curar a su mujer enferma.

—¿La bruja? —pregunté con curiosidad.

—Su mujer no era ninguna bruja… ¿Cómo puedes creer esas fantasías, Clara? —Los labios de Bosco se torcieron en una divertida mueca.

Tuve que morderme el labio para no soltar una carcajada.

—Entendido. Chicos centenarios sí, brujas no —repliqué mordazmente—. Continúa.

—Su mujer le abandonó embarazada y, en un ataque de ira, Rodrigoalbar quemó su hacienda provocando su propia ruina. Pasaron los años y el viejo, sumido en la desgracia, halló consuelo en las abejas. Se obsesionó con crear la miel más deliciosa del mundo y empezó a experimentar con todo tipo de flores. Su miel llegó a la mesa de reyes y nobles de aquel tiempo. Y muchos fueron los comerciantes que se acercaron al bosque en busca de su fórmula con promesas de riqueza y fama. Él siempre los echó a patadas y siguió con su vida de ermitaño. Pero un día llegó al bosque un misterioso aventurero inglés.

La voz de Bosco me tenía totalmente atrapada. Aquella historia había ocurrido hacía más de quinientos años y, sin embargo, él la conocía por boca de su propio protagonista.

—Había oído hablar de Rodrigoalbar y de sus abejas, y confiaba en que él podría ayudarle. Padecía la peste negra, una pandemia mortal prácticamente erradicada en nuestro país por aquel entonces.

—Y pensó que tu retatarabuelo tendría la solución.

—En realidad, la traía él mismo en su bolsillo.

—¿Y qué era?

—Una semilla.

Aquellas palabras me erizaron la pie, consciente del extraordinario secreto que mi ángel estaba a punto de revelarme.

—Rodrigoalbar confió en él y le atendió aun a riesgo de contagiarse. El forastero le había explicado que aquella simiente provenía de un templo griego y que expedicionarios de varios reinos la habían ambicionado desde hacía siglos.

—¿Qué tenía de particular?

—La juventud eterna.

De pronto, todas las piezas empezaron a encajar en mi cabeza.

—El extranjero quería que Rodrigoalbar cultivara la semilla y extrajera el néctar de su flor con sus abejas, pero la peste fue más rápida que la primavera y, cuando germinó las primera flor, el forastero ya llevaba varios meses bajo tierra.

Bosco tomó aire antes de continuar.

—Cuando eso ocurrió, mi antepasado empezó a notar los primeros síntomas de aquella epidemia en sus propias carnes. Aun así, sacó fuerzas para cultivar la semilla e hizo que sus abejas la polinizaran, dando lugar a la miel más exquisita que jamás había probado. No contento con eso, extrajo también el veneno libado de aquella flor y se lo inyectó él mismo.

—¿Y qué pasó?

—Después de unos días de fuertes dolores y convulsiones, Rodrigoalbar empezó a sentirse mejor. Con casi ochenta años y afectado de peste negra, pronto se dio cuenta de que su enfermedad había remitido… También dejó de envejecer. Pero se volvió hipersensible al dolor humano, en especial al que producía el miedo.

—Las abejas le curaron y le transmitieron su don —reflexioné en voz alta.

—Sí. Ese «don» también es un mecanismo de protección que asegura la vida eterna. Si vives solo, no hay conflictos ni enfrentamientos. Y, por tanto, no hay muerte.

—Como él ya hacía vida de ermitaño, supongo que no le afectó mucho.

—Es cierto. Aquello le alejó del todo de la gente del pueblo. La vida fue pasando y con cada nueva generación se multiplicaron las leyendas en torno a su persona. Un día, siendo yo un bebé, mi madre me llevó en brazos a pasear por el bosque. Rodrigoalbar reconoció en ella los mismos rasgos de su mujer. Por lo visto, eran como dos gotas de agua… Y así supo que yo era su último descendiente. Seis años después, cuando mi padre me dejó con mis abuelos y todo el pueblo hablaba de mi enfermedad, el viejo me llevó a su cabaña y me salvó la vida, condenándome también a una existencia solitaria y triste.

—Rodrigoalbar vivió más de quinientos años, ¿no es así?

—Hubiera vivido eternamente si no lo hubieran asesinado…

Me pregunté quién podía haber acabado con un ser inmortal y, sobre todo, qué macabro método habría empleado para hacerlo.

—Has dicho que tus días están contados… ¿te referías también a cinco siglos? —Arrugué la frente al pensar en todos los días que suponía aquel período de tiempo.

—No. —Mi expresión despertó en él una sonrisa—. Mi antepasado no quería que nadie más experimentara en su piel la inmortalidad. Sabía que el precio que hay que pagar es el destierro, un coste demasiado alto para asumirlo eternamente. Por eso me administró una dosis muy pequeña de su elixir. La justa para sanar mi enfermedad y salvarme la vida. Estaba convencido de que así tampoco sufriría el efecto de su don.

—Pero se equivocó…

—Sí. Él sabía que tendría que darme algunas explicaciones al hacerme adulto, como el tema de no envejecer, pero jamás pensó que también sufriría con el miedo ajeno.

—¿Qué te dijo?

Quería saber si conocía el fin de sus días. Si su antepasado le había explicado cuánto duraría su existencia.

—Me explicó que viviría dos vidas en una.

—¿El doble de un simple mortal?

—Algo así. —Bosco enmudeció un instante antes de recordar las palabras de su antepasado—. «Como un ángel abatido por un rayo, un día tu corazón dejará de latir y caerás fulminado. Ese será el fin de tu joven y bella existencia.»

Hice un cálculo mental del tiempo de vida que podía quedarle. ¿Sesenta? ¿Ochenta? Tal vez el mismo que a mí. Solo que él… ¡siempre sería joven!

—No puedo imaginar un destino mejor: ¡siempre serás joven y tendrás salud! —dije entusiasmada.

—Clara, no sabes lo que dices. Me hubiera conformado con la mitad de una existencia sencilla, si con eso pudiera disfrutar del calor de los demás. ¿No lo entiendes? ¡No puedo estar cerca de la gente! ¿Quién querría vivir así? ¡Estoy solo!

—Ya no, Bosco. Nunca más estarás solo —le prometí.

La entrega

M
antuve la vista fija en su mirada para demostrarle la firmeza de mi promesa. Estaba decidida a unir mi destino al de mi ángel para siempre. Aunque mi «siempre» tuviera sus días de belleza y juventud contados.

Tras haberme explicado su increíble historia, Bosco enmudeció. Yo tenía muchas preguntas. Todavía quedaban muchos interrogantes en el aire; pero, en aquel instante, solo podía concentrarme en sus ojos profundos y transparentes como gotas de lluvia sobre el lago azul.

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