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Authors: Esther Sanz

Tags: #Juvenil

El bosque de los corazones dormidos (18 page)

BOOK: El bosque de los corazones dormidos
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Me regañé a mí misma por aquellas conclusiones. Puede que Braulio se hubiera comportado de forma extraña, pero… ¡éramos amigos! Además, ¿qué ganaba asustándome?

En aquel momento sentí un ruido extraño que provenía de la planta baja. Era como si alguien estuviera tratando, con poco éxito, de abrir la puerta con sigilo.

Salté de la cama de un brinco.

Tuve la ilusión fugaz de que fuera Bosco, atraído por el olor de mi miedo.

Lo descarté enseguida. Primero, porque mi ángel era silencioso como un fantasma y, segundo, porque había visto el reflejo de unos faros un instante antes de escuchar el ruido.

Además, y esta razón dolía y pesaba como ninguna otra: solo habían pasado unas horas desde su promesa de no volver a verme.

La idea de que pudiera ser Braulio me heló la sangre. ¿Y si había regresado dispuesto a saldar el tercer punto de su prólogo? Después de haber conocido una parte oscura de él, no estaba segura de hasta dónde podía llegar para conseguirlo.

Me pegué temblando a la pared y avancé de puntillas por el pasillo hasta las escaleras.

El destello de una linterna en el salón casi me arrancó un grito.

Las abejas no pueden volar

M
e quedé inmóvil junto a la escalera mientras la linterna de aquel intruso inspeccionaba el salón a su antojo. Solo tenía que accionar el interruptor que había a mis espaldas para encender la luz y descubrirlo; sin embargo, el miedo me tenía literalmente paralizada. Me temblaban las piernas, respiraba con dificultad y sentía el pulso acelerado en el cuello.

Aunque apenas pasaron unos segundos antes de que mi torpe intruso se delatara, el momento se me hizo eterno. Mi mente tuvo tiempo de barajar distintas hipótesis sobre sus identidad y sus terroríficas intenciones.

El golpe seco de un traspié contra la pesada mesa de roble hizo que el asaltante profiriera un alarido.

—¡Coño! ¡Qué daño! ¡Mi pie!

Aquel timbre inconfundible y su forma única de soltar tacos sin que sonaran mal, con su voz femenina y musical, me dejó perpleja.

No podía ser ella.

Era sencillamente imposible.

Accioné la luz.

—¡Sorpresa!

—Pero… ¿qué haces tú aquí? ¿Cómo…?

Quería bajar las escaleras volando y abalanzarme a sus brazos. Quería comérmela a besos.

Paula corrió a mi encuentro subiendo las escaleras estrepitosamente con sus tacones de aguja.

¡Mi mejor amiga había venido a verme desde Estados Unidos!

Nos abrazamos durante más de un minuto, balanceando nuestros cuerpos de un lado a otro, riéndonos de forma histérica y propinándonos besos sonoros en las mejillas. Al ver que mis pies casi no se movían del suelo, reparó en el vendaje de mi tobillo. Y, después, en mi aspecto ojeroso y en las heridas de mi rostro.

Yo también me fijé en su piel bronceada, en su melena rubia matizada por el sol, en su ropa ceñida de Barbie California y en sus uñas pintadas de rosa pastel.

—¡Estás impresionante, Paula!

—Gracias —contestó torciendo la boca en un mohín—. Tú, en cambio, estás… estás…

—Estoy horrible.

Reí divertida, consciente de lo poco que me importaba mi aspecto en aquel momento. Mi amiga estaba conmigo. Había cruzado medio mundo para venir a verme… Todo lo demás me parecía irrelevante.

—¿Qué te ha pasado, Clarita?

—No es nada. Solo unos cuantos rasguños y un pequeño esguince. Me caí en una trampa para animales, pero ya estoy bien…

Paula me siguió hasta mi habitación y se sentó a mi lado en la cama. La miré emocionada.

—¡No puedo creer que hayas venido! Déjame pellizcarte para asegurarme de que no estoy soñando.

Paula emitió un alarido y dio un respingo.

—¡Capulla! Se supone que debes pellizcarte a ti misma.

—Es que no quiero hacerme daño… ¡Estoy herida!

Las dos nos reímos y nos abrazamos de nuevo antes de iniciar una guerra de cosquillas. Caímos sobre la cama vencidas por la risa.

Tener allí a Paula era estupendo. Después de todo lo que había pasado, no podía imaginar un regalo mejor. Ahora solo necesitaba algo más para que mi felicidad fuera plena. Pensé en Bosco y mi corazón se nubló. No solo no podía hablar de él con mi amiga o presentárselo. ¡Ni siquiera estaba segura de que yo misma volviera a verle!

—Te noté algo triste cuando me dijiste que tu tío era horrible y que estabas sola en un caserón en mitad del bosque. Así que pensé en darte una sorpresa. Quería haber llegado el día de tu cumpleaños, pero no pude; mis padres insistieron en que pasara antes por casa… Necesitaba repostar —dijo frotando sus dedos pulgar e índice—, así que me vi obligada a hacer escala en Barcelona.

Sonreí con resignación al recordar a sus padres y su facilidad para compensar con dinero el tiempo que nunca dedicaban a su única hija.

—El día que me llamaste por teléfono —continuó Paula— estaba a punto de coger el avión. Temía que escucharas la megafonía del aeropuerto y por eso tuve que colgarte pronto.

Me sentí estúpida al recordar la tristeza que me había invadido en aquel momento pensando que mi amiga pasaba de mí.

Aquella fue mi mejor noche en la Dehesa. Acurrucadas en la misma cama, nos sorprendió el alba entre risas y confidencias de amigas. Nos pusimos al día de todo lo que nos había pasado desde que nos separamos en Barcelona. Ella rumbo a California y yo… a Colmenar. Las diferencias entre ambas eran casi tan abismales como las de nuestros destinos. Y, sin embargo, nuestras almas no podían estar más unidas.

Ella me habló de hermandades de instituto, de chicos bronceados y de fiestas con ponche, de días de sol y playa, de barbacoas… y de más chicos bronceados.

Yo le hablé de las rarezas de mi tío y del carácter extraño aunque afable de la gente de Colmenar, de la original Berta, de las meriendas con Rosa y de las ocurrencias de la tendera del pueblo. Le hablé también del miedo que había pasado los primeros días y de cómo, poco a poco, había empezado a acostumbrarme e incluso a disfrutar de aquel lugar.

No mencioné a Braulio. No quería estropear nuestra primera noche con mis peores temores. Desconfiaba de él, pero todavía no tenía suficientes pruebas que confirmaran mis sospechas.

Tampoco le expliqué nada de Bosco. Tuve que morderme la lengua en varias ocasiones para no ceder al impulso de confesarle a mi mejor amiga que estaba loca y perdidamente enamorada de un ser sobrenatural y misterioso. Por desgracia, no podía hacerlo. Le había dado mi palabra. Aunque se tratara de una confesión inocente entre amigas, mis labios estaban sellados.

Antes de abandonarme a un sueño profundo, reparé en un detalle que la emoción me había hecho pasar por alto.

—¿Cómo has entrado en la Dehesa?

—Con la llave —respondió mi amiga entre bostezos.

Me incorporé hasta sentarme en la cama. La miré perpleja, esperando una explicación.

Los ojos de Paula brillaron en la oscuridad.

—Ya sabes, la que hay en la fachada, escondida tras una piedra.

Negué con la cabeza.

—Quería darte un sustito… —reconoció con una risilla traviesa—. Este caserón se presta mucho a eso. Es más terrorífico de lo que me habías explicado por SMS. ¡Y ya sabes cuánto me gustan las historias de miedo! Imaginé que habría alguna llave oculta en algún sitio.

Al ver mi cara de sorpresa siguió con su explicación.

—Todas las casas aisladas guardan una cerca. Los propietarios las esconden en sitios estratégicos para no tener que darse la vuelta si las olvidan. Primero la busqué bajo el felpudo y en la maceta de la entrada… pero después reparé en una piedra que sobresalía en la fachada, a la altura de mi mano. Al tocarla, noté que estaba suelta. Solo tuve que sacarla y voilà! Allí estaba la llave.

—No me lo puedo creer…

—¿No te lo dijo tu tío?

—No…

—A lo mejor ni siquiera él lo sabía. Está bastante oxidada… Es posible que esa llave lleve décadas escondida ahí. Tal vez la pusieron tus abuelos.

La explicación de Paula tenía mucho sentido, y poca importancia, si nadie más hubiera entrado a hurtadillas en la casa. Sin embargo, después de todo lo que había pasado, no podía dejar de pensar en que Braulio no era el único sospechoso.

—¿Cómo es que sabes tanto de casas de campo?

—Vamos, Clara, es de cajón. ¡Sale en todas las películas de terror con casas perdidas en el bosque! Siempre hay una llave escondida, un fantasma y amigos que desaparecen de forma misteriosa…

Un bostezo frenó en seco sus palabras.

Segundos antes de escuchar sus ronquidos, estuve a punto de suplicarle que no se le ocurriera darme más sustos o desaparecer de forma misteriosa.

La mañana siguiente nos regaló un día soleado. La nieve se había fundido y el sol de alta montaña suavizaba el ambiente con una agradable temperatura otoñal. A Paula se le ocurrió que podíamos desayunar en el exterior, junto al embalse.

Estábamos tumbadas sobre una manta extendida en la pradera, cuando nos sobresaltó el ruido de dos helicópteros rastreando el bosque desde el cielo.

—¿Qué extraño? —murmuré—. ¿Qué estarán buscando?

Era la segunda vez que los veía en pocos días.

Paula sacó un pintalabios y un espejito de su bolsillo y se acicaló antes de lanzar un beso al firmamento. La miré extrañada.

—Tal vez sean guapos —se justificó.

Las dos nos reímos divertidas hasta que una voz masculina nos interrumpió.

—¡Hola, chicas!

Paula se levantó y corrió al encuentro de Braulio. El corazón me dio un vuelco al ver cómo le daba dos besos y lo arrastraba de la mano hacia nuestro picnic improvisado.

—No sabía que os conocierais —dije confusa.

—Ayer me trajo en coche —me explicó Paula—. Pregunté por ti en Colmenar y Braulio se ofreció. No pensarías que había llegado yo sola a la Dehesa, en plena noche, caminando por esos caminos y arrastrando las maletas…

Resultaba evidente que no. Recordé incluso cómo los faros de su coche me habían desvelado antes de que Paula irrumpiera en mi salón.

—He venido a ofreceros mis servicios turísticos —dijo Braulio con una sonrisa encantadora.

A plena luz del día, había perdido el aire siniestro que tanto me había asustado la tarde anterior. Llevaba unos pantalones camel y un chaleco de explorador que le confería un aspecto desenfadado y juvenil. Olía a recién duchado y sus greñas desfiladas caían húmedas sobre sus hombros. Aun así, él era la última persona a la que me apetecía ver aquella mañana. Estuve a punto de declinar con amabilidad su invitación y decirle que preferíamos estar solas para hablar de nuestras cosas.

—¡Qué bien! —dijo Paula—. ¿Cuál es el plan?

El entusiasmo de mi amiga me dejó sin argumentos.

—Podéis elegir vosotras: un paseo por el bosque, una excursión al cañón, un picnic en la playa.

—¿Cañón? ¿Playa? Creí que estaba en Soria… pero, por lo visto, sigo en Estados Unidos y no me he dado cuenta.

Braulio rió de buena gana.

—El cañón del río Lobos es un parque natural que está a varios kilómetros de aquí. Hay un paseo muy bonito bordeando el río.

—Yo no puedo pasear… —murmuré con timidez señalando mi tobillo.

—No será un problema. Puedo llevarte en brazos —dijo Braulio con una sonrisa—. Además, te he traído unas muletas para que puedas moverte un poco. El médico del pueblo me las ha dado esta mañana para ti. Dice que si eres buena y no haces tonterías, en un par de semanas tendrás el pie curado.

Agradecí las muletas con emoción. La idea de que Braulio cargara conmigo, de la misma forma que lo había hecho Bosco, me disgustaba enormemente. Después de la confesión de amor y de sus intenciones escritas en mi libreta, me costaba mantener su mirada sin incomodarme.

—¿Por qué no aprovechamos el sol y vamos a la playa? —dije con poca convicción.

Prefería un picnic tranquilo en la arena que darle a Braulio la oportunidad de llevarme en brazos.

—¿Estáis locos? —dijo Paula—. ¿A cuántos kilómetros estamos del mar?

—La playa Pita es un embalse que hay en el pantano de la Cuerda del Pozo. Está cerca de aquí.

A Paula le pareció interesante visitar una playa de agua dulce, tan distinta a las que había dejado atrás, así que subimos al coche de Braulio y nos dirigimos hacia allí.

Durante el trayecto, enfoqué la mirada tras el cristal para evitar la de Braulio, que me buscaba de forma insistente en el retrovisor. Paula se había sentado delante y observaba el paisaje en silencio. A las afueras de Colmenar, reparó en una señal amarilla de peligro, situada al borde del camino, con unas letras negras en la que podía leerse:

«Atención, abejas».

—Uy, espero que esas abejitas estén bien lejos —dijo sin desviar la mirada del camino—. Soy alérgica a su picadura.

—Haces bien en decirlo —contestó Braulio—. Estás en tierra de apicultores. Pero, no sufras, las colmenas están a kilómetros de aquí. Este cartel previene a senderistas y domingueros para que no se adentren en esa dirección.

Una vez que llegamos al pantano, Paula constató que aquella falsa playa no tenía mucho que ver con la costa californiana. Aun así, apreció el encanto de aquel embalse de aguas turbias y entorno verde… a pesar de su aspecto desierto de mediados de noviembre y de que el viento empezara a soplar de forma pertinaz.

Braulio dispuso un mantel sobre la arena y una cestita de mimbre con todo tipo de delicatessen. Después sacó una cometa del maletero y retó a Paula para que la hiciera volar.

Sentada en la arena, contemplé cómo Braulio y Paula jugaban. Paula se había descalzado y corría siguiendo a Braulio con la cuerda entre sus dedos. Ambos reían. Ella tropezó con el hilo y cayó de bruces sobre él. Rodaron por la arena entre gritos de júbilo y carcajadas.

La estampa era tan divertida, que hasta yo misma me sorprendí sonriendo. ¿Y si había juzgado mal a Braulio?

Después de un rato, nos sentamos a comer. El sol de otoño calentaba con una fuerza inusual para la época; sobre todo, teniendo en cuenta la nevada de días atrás.

Mientras untaba de paté una rebanada, Paula reflexionó en voz alta:

—¡Qué suerte tienen las abejas! ¡Van de flor en flor y hacen lo que les place en cada momento! ¡Son libres como el viento! Deberíamos aprender de ellas, Clarita —dijo mirándome con complicidad—. Volar por el mundo mientras seamos jóvenes y no quedarnos mucho tiempo en un mismo lugar. Que una flor te gusta… pues repites y te «polinizas» tanto como te apetezca —su risa cantarina resonó en el aire—, pero luego, hay que cambiar de ambiente, de paisajes… Y no volver la vista atrás.

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