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Authors: Esther Sanz

Tags: #Juvenil

El bosque de los corazones dormidos (7 page)

BOOK: El bosque de los corazones dormidos
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Después desdoblé la primera carta y me dispuse a leerla.

Mi querida Abejita:

Cuento los días que faltan para estar de nuevo a tu lado. El tiempo se me hace eterno en la capital. No logro prestar atención a las clases. A este paso creo que suspenderé todas las asignaturas y no me licenciaré en la vida… Pero ¿cómo podría pensar en otra cosa que no seas tú después de lo ocurrido en el pantano? El recuerdo de tu sonrisa, de tu piel desnuda, de tus besos… me acompaña siempre desde entonces. Ni en un millón de años hubiera imaginado lo que sentías por mí. ¿Por qué no me lo dijiste antes, Abejita? De haberlo sabido, las cosas serían ahora diferentes. Más fáciles.

No hagas caso a lo que digan los demás de mí. Nadie mejor que tú sabe por quién late mi corazón. Y, sobre todo, no te disgustes. No sabes lo mucho que sufrí cuando te llevaron a Soria. No soporto verte así…

Ten paciencia, amor mío. Todo se arreglará. Dame tiempo…

Un beso,

tu Apicultor

Junto a la carta, la destinataria había guardado una copia de su respuesta en papel carbón. La leí con curiosidad y avidez.

Querido Apicultor:

El recuerdo de lo que pasó la otra tarde hace que tenga mariposas en el estómago desde entonces. Confieso que no lo esperaba. Hacía tanto tiempo que te quería en silencio, que había perdido la esperanza de que tú sintieras lo mismo.

No es fácil verte con ella y desearte para mí. Pero no puede ser de otra manera…

No te convengo.

Me gusta estar contigo. Me gusta lo que siento cuando estoy en tus brazos, cómo reacciona mi piel en contacto con la tuya, cómo se despiertan mis sentidos. Mi enfermedad no cambia nada de todo eso… y, sin embargo, lo cambia todo.

Lo nuestro no puede ser ni será.

A pesar de que me quieres y a pesar de que me muero por ti.

Lo entiendes, ¿verdad?

Tuya siempre,

Abejita

Leí algunas más. Eran cartas de un amor imposible. Todas trataban de un sentimiento poderoso pero fatal. De fuerzas que unían y separaban. De lazos invisibles e impedimentos dramáticos…

Levanté un momento la vista del papel para reflexionar sobre lo que había leído. El remitente de aquellas cartas era mi tío Álvaro, estaba convencida de eso. Lo supe nada más ver la caligrafía. Era tan bella y minuciosa como la que empleaba en sus tarros de mermelada. Me sorprendió su tono cariñoso. No me cuadraba con la persona hosca que me había recibido en Colmenar unas semanas atrás… Aun así, estaba segura de que Álvaro era el Apicultor. Su letra y su profesión le delataban, así como también el hecho de que las cartas estuvieran en el desván de su casa. Por las fechas, deduje que, por aquel entonces, podía estar ennoviado con mi tía. Tal vez Abejita se refería a ella cuando decía: «Para mí no es fácil verte con ella».

La identidad de ella era, en cambio, un gran misterio para mí. No sé por qué motivo descarté a mi tía en el papel de Abejita, pero estaba convencida de que se trataba de otra mujer. Sus cartas hablaban de impedimentos, de una enfermedad, de otra persona…

La amante de mi tío pudo haber sido una mujer del pueblo, alguien con quien mantuvo una relación ilícita, tal vez incluso en aquel desván como escenario. Por alguna extraña razón, la madre de Braulio se cruzó por mi mente. Era una mujer atractiva y estaba segura de que veinte años atrás fue una chica muy guapa.

Me reí de mi propia reflexión. Relacionar a mi tío con la única mujer del pueblo a la que conocía no era una hipótesis muy imaginativa… Claro que también podía tratarse de una chica de ciudad. El hecho de que escribiera a máquina me tenía algo confundida. ¿Quién podía escribir unas cartas tan íntimas de una forma tan impersonal? ¿Tal vez una oficinista simulando que trabajaba delante de su jefe? Quienquiera que fuera aquella mujer, una cosa estaba clara: era muy meticulosa. Solo alguien así podía hacer copias con papel carbón de todas sus cartas y guardarlas junto a las de su amante.

El hecho de que las escondieran bajo una tabla del desván también era sorprendente. ¿Quién las había guardado allí? No me imaginaba a mi tío tomándose esas molestias. Las brasas de la chimenea hubieran sido mejor escondite para su secreto…

Dejé las cavilaciones para otro momento y enfoqué de nuevo la mirada más allá del cristal de la ventanilla. La niebla se había disipado, pero el día seguía gris. El cielo estaba nublado y parecía al borde del llanto.

Las luces de los edificios altos y las naves industriales del extrarradio me anunciaron una llegada inminente. El autocar siguió su ruta por el centro hasta llegar a la cochera.

Sentí una punzada de emoción al bajar. Era la primera vez que pisaba Soria y no estaba muy segura de qué me iba a encontrar en esa ciudad.

Me pregunté si alguna fuerza oculta habría guiado hasta allí mis pasos.

Mi excusa era hablar con mi tío y descubrir qué estaba ocurriendo en la Dehesa. Pero sabía por experiencia que el motivo aparente por el que hacemos las cosas casi nunca coincide con el motivo real que nos mueve a hacerlas.

Y que ese motivo solo lo descubrimos a posteriori…

Sola en la ciudad

L
a primera impresión que tuve al salir de la estación de autobuses fue que me había equivocado de destino. Aquello no parecía ni de lejos una ciudad o, al menos, era muy distinta a la gran urbe de la que yo procedía. Aun así, me costó un rato ubicarme en el plano y trazar un recorrido hasta el hospital.

Después de semanas en la sierra, mis ojos tardaron un poco en acostumbrarse al asfalto. Cuando lo hicieron, experimenté una especie de euforia. El aislamiento de las últimas semanas hizo que prestara atención al movimiento de comercios y al trajín de personas que caminaban apresuradas. Me sentí bien en medio del bullicio urbano, aunque aquella ciudad se asemejara más a un pueblo grande.

Subí por la calle de los Merineros hasta el paseo que daba nombre al hospital de Santa Bárbara. Mi rodilla me obligó a pararme varias veces antes de alcanzar la meta. Una vez allí, pregunté por urgencias y me acomodé en la sala de espera.

Por suerte, no tuve que esperar mucho. No llevaba ni diez minutos sentada cuando una enfermera se acercó a mí.

—El pediatra visita en la primera planta.

—¿Pediatra? —pregunté entre sorprendida y avergonzada.

—Eres menor de edad.

—Mañana cumplo diecisiete —protesté.

—Tu tarjeta de la seguridad social es de otra comunidad. ¿Saben tus padres que estás aquí?

No me apetecía explicarle que era huérfana, pero tampoco quería problemas, así que mencioné a mi tío.

—Mi tutor está en este hospital —contesté con desdén.

La enfermera frunció el ceño. Debió de pensar que se trataba de algún empleado del hospital, tal vez un médico, y no hizo más preguntas. Se limitó a hacer un gesto con la cabeza para que la acompañara. Me condujo a una habitación en la que había una camilla, una mesa con dos sillas y un monitor.

Al poco rato llegó el médico y con él una ráfaga de perfume especiado. Era guapo y parecía muy joven. Me fijé en su placa. «Médico residente.»

Le expliqué que me había caído. Me pidió que le mostrara el golpe y me sentara en la camilla. Examinó mi pierna con sus fríos dedos.

Esbocé un gesto de dolor cuando presionó la rodilla.

—¿Le duele? —preguntó.

—Un poco.

—Tiene la rodilla hinchada —dijo mientras me aplicaba una pomada y la vendaba cuidadosamente—. El golpe ha sido fuerte, pero no parece que haya una lesión importante. El dolor se irá en cuanto baje la inflamación, pero si persiste vuelva en unos días y le echaremos otro vistazo.

—¿Puedo montar en bici? —Me arrepentí de mi pregunta nada más pronunciarla.

El joven médico me miró por encima de las gafas y arqueó una ceja.

—Le voy a recetar un antiinflamatorio, pero procure no forzar la pierna.

Me resultó gracioso que me hablara de usted. Supuse que lo hacía con los pacientes de mi edad para compensar el bochorno de ser atendidos por un pediatra.

Le sonreí agradecida.

—Hoy debería tomarse las cosas con calma —me dijo antes de que me pusiera en pie.

—Gracias, doctor.

—¿Cómo se llama su familiar?

Le miré extrañada.

—La enfermera me ha dicho que está en este hospital.

—Es mi tío. Sufrió un accidente… —Aquel doctor me inspiraba confianza—. Se llama Álvaro Fuentes.

—El apicultor de Colmenar… —contestó pensativo—. Está en la planta tres.

Le miré atónita.

—Este es un hospital pequeño… y últimamente he hecho muchas guardias —sonrió.

—¿Sabe cómo se encuentra? —pregunté con curiosidad.

—Tiene una pierna fracturada y algunas contusiones leves. Nada importante.

—Me sorprende que lleve tantos días ingresado por una pierna rota —confesé.

—Le estamos haciendo pruebas por su dolencia y su forma peculiar de tratarse —dijo con cierta excitación—. ¡Tu tío es asombroso!

No me pasó por alto que empezaba a tutearme al hablar de mi tío.

—Sí, muy asombroso… —dije con poca emoción, sin entender a qué se estaba refiriendo.

—Los resultados han sido tan sorprendentes que el hospital le ha pedido que se quede unos días más. —Sonrió—. Gastos pagados, por supuesto.

Me hubiera gustado que me explicara cuál era su dolencia y a qué se refería con «su forma peculiar de tratarse», pero, por algún motivo, no me atreví a preguntar en aquel momento.

—Sígueme, te acompaño hasta su habitación.

Al ver a mi tío en aquella cama, tuve la impresión de que había pasado mucho tiempo desde nuestro primer encuentro en Colmenar. Tenía buen aspecto. Estaba sentado y leía el diario. Me pareció apreciar una sonrisa en sus labios cuando sus ojos se encontraron con los míos.

—¿Qué haces aquí? —me dijo a modo de saludo.

—He venido a verte. Te he traído algunas moras. —Saqué un tarrito y lo puse sobre la mesilla.

—Moras tardías… No hacía falta.

Me senté en silencio en una esquina de su cama.

—¿Qué tal te las arreglas en la Dehesa? —preguntó resignado después de doblar su diario.

—Bien…

—¿No has pasado miedo allí sola?

—¿Debería?

—No lo sé —contestó muy serio—. Depende de lo valiente que seas.

—O de lo persuasivo que sea tu fantasma —le solté sin pensarlo.

—¿Qué quieres decir? —dijo sorprendido.

—Nada.

—Has venido a pedirme algo, ¿verdad, Clara?

—No comprendo.

—Quieres instalarte en Colmenar, ¿no es así?

—¡No! —protesté—. Estoy muy bien en la Dehesa. Me gusta estar sola. Además, estudio todos los días y recojo frutos del bosque para tus mermeladas.

—Estupendo —murmuró con poco entusiasmo—. ¿A qué has venido, entonces?

Permanecí unos segundos en silencio.

—Quiero hacerte algunas preguntas.

—¿Qué pasa, Clara?

—Cosas muy raras —dije bajando la voz.

—¿Qué tipo de cosas? —preguntó divertido—. ¿Se apaga la chimenea cuando no echas troncos? ¿Sale agua congelada por las tuberías?

—No… no es eso… Hay una presencia extraña en la Dehesa.

Mi tío me miró sorprendido.

—Creo que no es peligrosa… —continué decidida a confiarle mi secreto—. En realidad, cuida de mí. Ayer me salvó la vida, pero… no sé qué quiere, tío Álvaro.

—¿Qué tontería es esa, niña? —gritó.

Su enfado me cogió desprevenida. Había previsto que se riera de mí, que me tomara por una loca e incluso que se molestara… pero no que se enfadara de aquella manera.

—¿Qué pasó en esa casa, tío? ¿Algo terrible? Por favor… Explícamelo. Necesito saberlo.

—¡Lo que tú necesitas es que te internen! —dijo llevándose las manos a la cara compungido—. ¡Cómo puedes creer semejante idiotez! Óyeme bien, Clara, no pienso tolerar esos desvaríos. ¿Me entiendes? Más vale que te centres y dejes de creer en esas tonterías. O de lo contrario, te juro que…

—¿Qué? —dije al borde de las lágrimas.

—Lárgate de aquí. Hazme el favor.

Salí de aquella habitación llorando. No podía entender por qué mi tío me trataba con tanta dureza y, sobre todo, por qué había reaccionado de una forma tan airada. Pensé en la dulzura de sus cartas y en la forma cariñosa que tenían los demás de referirse a él y no pude evitar sentirme muy triste.

Atravesé el parque de la Alameda siguiendo las indicaciones hacia el casco antiguo de la ciudad. Con el nuevo vendaje, la pierna apenas me molestaba. Me sorprendió descubrir que aquel verde y frondoso parque también era conocido como la Dehesa. Me pareció un lugar hermoso para pasear. Contemplé con envidia a una pareja de enamorados que se besaba junto a una fuente de piedra.

En aquel momento me acordé de la única persona que podía hacerme sentir mejor: Paula. Necesitaba hablar con mi amiga y desahogarme, explicarle cómo me sentía.

Calculé la diferencia horaria con California y me dirigí hacia el centro con la esperanza de encontrar algún locutorio. Allí apenas habría amanecido, pero Paula se levantaba temprano para ir al instituto y sabía que, aun en el caso de que la despertara, no se enfadaría conmigo. Ella me había llamado en alguna ocasión de madrugada por motivos mucho más triviales. Yo estaba mal. Me sentía sola. Necesitaba una amiga.

Había un locutorio telefónico en la plaza mayor. Ignoré mi pierna y corrí hacia el establecimiento como una niña. Me acomodé en una de las cabinas con puerta de cristal y esperé a que el propietario me diera línea.

Antes de marcar, calculé por encima el precio de la llamada. Nuestras conversaciones no bajaban nunca de una hora; eso suponía todo mi presupuesto para pasar la semana, pero no me importaba. Los números se confundieron traviesos obligándome a colgar un par de veces. Estaba emocionada. ¿Cómo no se me había ocurrido llamarla antes?

—¿Aló?

—¡Sorpresa! —La voz ronca de Paula me hizo chillar de alegría.

—¿Clara?

—¡Paula! Qué ganas tenía de hablar contigo. ¿Cómo estás? ¿Qué hacías? Espero no haberte despertado… Pero es que me moría por escuchar tu voz. Te he echado mucho de menos. Me siento tan sola. —Las palabras se atropellaron unas con otras—. Mi tío es un bruto. He ido a verle al hospital, ¡y me ha echado! ¿Puedes creértelo? Y, encima, todo el mundo no deja de repetirme lo bueno y lo sorprendente que es.

—Clara, más despacio. ¿Se puede saber qué te has tomado de buena mañana?

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