El caballero de la Rosa Negra (32 page)

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Authors: James Lowder

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil

BOOK: El caballero de la Rosa Negra
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—¡Isolda! —gritó, y salió presuroso de la estancia. Su voz retumbó por todas las salas, pero nadie acudió a la llamada. En las últimas semanas, recorría el alcázar con frecuencia, borracho y llamando a su esposa a grandes voces, y los habitantes del castillo sabían que no debían cruzarse en su camino.

La halló haciendo preparativos en la habitación del futuro hijo. Isolda se sobresaltó al verlo, y Soth sintió que se le partía el alma por el miedo que inspiraba a la dulce elfa.

—Por favor, Isolda —le dijo, postrándose de hinojos—. Ven conmigo a la capilla a rezar. No puedo soportar más esta carga. —Ella se acercó y lo abrazó. Cuando Soth la miró a la cara, vio las lágrimas que regaban sus mejillas, gotas de pura plata sobre el oscuro hematoma del pómulo—. Ayúdame a recobrar el honor —le susurró—, a recuperar nuestra vida y nuestra felicidad perdida.

Soth permaneció varias horas en la capilla. El perfume de la madera encerada y el humo penetrante de los cirios encendidos llenaban su pensamiento. Se concentró en los olores y cerró la mente a todo lo demás: los puntos de luz que bailaban en la oscuridad ante sus párpados cerrados, la respiración de Isolda, arrodillada a su lado, el crujir de los lienzos sagrados, el sabor amargo que tenía en el paladar… Las molestias de la espalda y las rodillas por la postura mantenida durante tanto tiempo y la desagradable sensación del hambre en el estómago resultaban más difíciles de suprimir, aunque terminaron por desaparecer de la misma forma.

«¿Temo enfrentarme a mi patrón después de tantos días, con el alma mancillada por tantos pecados?». Así era, en efecto, y, al admitirlo, recibió a Paladine en el corazón.

Un aerolito de las proporciones de una montaña atravesó el cielo azul, y Soth sintió el fuego que lo quemaba por dentro, el ardor que le calcinaba la piel y la reducía a cenizas. Intentó respirar, pero el humo penetró hasta sus pulmones y le abrasó el pecho y la garganta a su paso. A medida que el meteorito se acercaba, la vista se le borraba y el calor se hacía más insoportable; los ojos rebosaron como agua hirviendo, y el llanto se derramó sobre las abrasadas mejillas. Acto seguido, el aerolito cayó.

Sólo tú puedes detenerlo
oyó decir en su mente a una voz impregnada de amor y comprensión que calmó su frenesí. Semejante armonía sólo podía provenir de un ser.

—¿Es éste el infierno que me aguarda, Paladine? —logró pronunciar con los labios que un instante antes sentía agrietados y quemados.

Abrió los ojos y se encontró rodeado de luz pura y blanca.

Soth de Dargaard: En el pasado pusiste tu fuerza al servicio de la justicia en Solamnia
, habló el Padre del Bien.
Sabe, sin embargo, que tus pecados han sido tan grandes como las empresas que llevaste a cabo en defensa de mi causa; por lo tanto, la misión que ahora voy a encomendarte encierra grave peligro. Sólo si te consagras a la causa del Bien plena e irrevocablemente lograrás salir victorioso de la prueba
.

Entonces, otra visión irrumpió en la mente de Soth: una imagen, nítida como el cristal, del Príncipe de los Sacerdotes de Istar en pleno discurso de una festividad sacra. Con exagerados movimientos destinados a los que estaban al final, se dirigía a una multitud impaciente desde un arco de alabastro puro, y, mirando a los cielos, elevó las manos. En el primer momento, el caballero de la muerte pensó que iba a pronunciar un sermón, pero la visión se concentró en el rostro del Príncipe de los Sacerdotes y Soth vio que estaba desvariando como un lunático. No levantaba las manos suplicantes al cielo, sino que amenazaba a los dioses con gesto acusador.
El Príncipe de los Sacerdotes, al igual que tú, ha hecho obras importantes para combatir el mal en Ansalon
, prosiguió Paladine con la voz rebosante de tristeza infinita.
Ahora se ha erigido en mediador de los hombres ante los dioses, y, en su soberbia, él, al frente de sus miles de seguidores, se dispone a exigirnos a los guardianes del Bien que le traspasemos el poder para erradicar todo mal
.

—¿Y yo tengo que impedir que formule semejante solicitud? —inquinó Soth. Paladine suspiró.

Sí. Ve a Istar, Soth, y detén al Príncipe de los Sacerdotes porque no ha comprendido la Balanza. Ese intento de doblegar tales poderes a su voluntad destruirá todo aquello por lo que siempre ha luchado.

Soth, aturdido por la envergadura de la misión que el dios más importante de Krynn ponía en sus manos, logró responder:

—Cumpliré todo lo que me mandéis, altísimo Padre del Bien.

Te redimirás, Soth de Dargaard, aunque te costará la vida
.

La visión del Príncipe de los Sacerdotes se borró, pero Paladine habló una vez más.

Has de saber, Soth, que no sólo tu honor depende del éxito de esta misión. Si no logras persuadir al Príncipe de los Sacerdotes de que abandone el camino de la soberbia, todos los dioses, tanto los que luchan por el Bien como los que combaten por el Mal y los que lo hacen por el equilibrio que ahora media entre ambas fuerzas, castigarán el orbe. La montaña caerá sobre Istar tal como acabas de presenciar.

Soth sintió el dolor de los miles de personas que perecerían si aquello llegaba a suceder. Todo Krynn cambiaría, los continentes se desplazarían, los mares hervirían de sangre e innumerables vidas serían segadas. El sufrimiento de los que sobrevivieran sería aún más terrible. Sólo el Príncipe de los Sacerdotes…

Sabe que, si fracasas, tu castigo será muchísimo peor que el del Príncipe de los Sacerdotes
, le auguró el Padre del Bien.

Soth se encontró de nuevo en la capilla. Isolda lo miraba con los ojos abiertos de espanto.

—Conozco mi misión —le dijo, su rostro iluminado de justo fervor—. Tengo que partir hacia Istar inmediatamente. El propio Paladine me ha otorgado poder para salvar a Krynn.

—Paladine en persona me ha dado poder —repetía Soth—, el mismísimo Paladine.

Azrael se sentó y se sacudió el polvo y la hojarasca de la espalda.

—¿A qué os referías, poderoso señor? —le preguntó quedamente—. ¿Qué poder os ha dado Paladine?

El caballero de la muerte se movió por primera vez en varias horas.

—¿Qué crees conocer tú del dios Paladine? —bramó.

—Nada —contestó el enano haciendo un gesto defensivo con las manos—. Es que murmurabais no sé qué de él ahora mismo. ¿Decís que es un dios? —Se quitó una garrapata de las calzas y la aplastó entre los achaparrados dedos—. En mi vida he adorado a ningún dios, aunque a veces me pregunto si sería una deidad malvada la que me dio poderes, sólo para que armara un poco de jaleo en la ciudad, ¿sabéis? ¡Qué raro! —dio un respingo—. Hacía años que no pensaba en esto, desde que aparecí en Desamparo.

—Hay algo en este lugar —replicó Soth con la cabeza ladeada que…
obliga
a los recuerdos a salir a la superficie, cosas que creía haber olvidado hace mucho. Me resulta inquietante, aunque, al parecer, no se puede evitar.

El caballero de la muerte omitió decir que, a medida que pasaban los días, las imágenes cobraban vigor. En otro tiempo, le gustaba que las visiones acudieran a su mente porque le encendían las emociones y lo distraían del entumecimiento de la vida eterna; sin embargo, ahora comenzaban a causarle una angustia a la que no estaba acostumbrado.

Azrael revolvió en vano el cesto vacío y lo tiró a un lado. Ya no quedaba comida ni bebida; se habían terminado hasta las porciones que había arrancado al cadáver de un desafortunado viajero del camino. Lamentó no haber hecho una provisión más abundante a costa del pobre individuo.

—Aseguran que unos poderes oscuros gobiernan estos parajes —comenzó el enano—. No son dioses exactamente, al menos eso es lo que dicen los supersticiosos, pero les gusta atormentar a las almas desgraciadas que quedan atrapadas aquí. A lo mejor esos recuerdos son el tormento que os provocan los poderes oscuros. —Sonrió—. En mi opinión personal, no creo que ningún «poder» sin cara tenga nada que ver con la situación de cada cual, y, por lo que a mí respecta, la mía me la he ganado yo solo. Creo que…

El caballero dio la espalda al enano y se alejó, con lo que puso punto final al farragoso soliloquio. Desde la huida de Magda, hacía tres días, Azrael se había abierto más a Soth, como si reafirmara su puesto junto al caballero. La locuacidad del pequeño aburría a Soth en algunos momentos, pero era la única forma de evitar las frecuentes divagaciones mentales con respecto al pasado y, lo que era aún peor, el inútil regodeo en el recuerdo de Kitiara. Por otra parte, el enano era el único peón que conservaba.

Se había visto obligado a destruir a los esqueletos que quedaban con sus propias manos porque, a medida que se acercaban al castillo de Gundar, los muertos vivientes se habían ido tornando díscolos y menos dispuestos a seguir sus órdenes; no llegaron a atacar a Soth ni al enano, pero se resistían a obedecer.

Precisamente el día anterior, una nutrida patrulla de hombres del duque había estado a punto de darles alcance porque los esqueletos se negaban a ponerse a cubierto, hasta que Azrael los obligó a abandonar la carretera. El caballero de la muerte sabía que volverían a encontrarse con otra patrulla sin tardanza, y que las escasas esperanzas que le quedaban de llegar al castillo de Hunadora sin ser visto se desvanecerían por completo. Con la ayuda de Azrael, no tardó en deshacerse de la mitad de los esqueletos antes de que tuvieran tiempo de reaccionar. Los tres restantes presentaron batalla, pero ni el caballero ni el enano recibieron heridas de consideración en la insignificante refriega.

En esos momentos, se hallaban los dos acampados en el lindero del pinar que rodeaba dos lados del foso del castillo de Hunadora. Nada más ver la fortaleza, Soth tildó a Gundar de loco, pues sólo un inepto permitiría que los árboles crecieran tan cerca de su casa. A pesar de la insalvable anchura del foso y de que las murallas eran altas y estaban bien guardadas, el follaje constituía un punto estratégico de valor incalculable para un enemigo experto. Y así era, pues Soth había permanecido un día entero observando la fortificación sin el menor contratiempo.

El castillo se levantaba sobre un montículo artificial de tierra que por el frente descendía en suave pendiente y por la izquierda se asomaba a un rocoso precipicio vertical. Por la retaguardia y por la derecha se extendía el bosque de pinos, un refugio perfecto desde donde poner cerco. Los muros de Hunadora eran de piedra oscura, y las troneras de los arqueros y las almenas estaban rematados por piedras más claras. El ala principal estaba rodeada por un paramento cuadrado con pequeños baluartes en las esquinas y en el centro de cada flanco. Las murallas, a su vez, estaban rodeadas por un ancho foso de aguas fétidas, sobre cuya oscura superficie asomaba de vez en cuando un cadáver abotagado de piel descolorida o culebreaba hacia la luz un pálido tentáculo.

Tras la protección del macizo y el foso, una sólida torre y un alcázar de grandes proporciones se elevaban hacia el cielo. Dos edificios, cuyos tejados apenas alcanzaban la altura de las almenas, flanqueaban el conjunto, y del recinto sobresalían las verjas y el pórtico principal, por donde entraban al castillo los visitantes deseados. En ese día concreto, una silenciosa multitud de campesinos aguardaba a que abrieran las puertas. Los harapientos hombres y mujeres lanzaban miradas furtivas a los ahorcados colgados de los tejados de las garitas y a las siluetas oscuras e inhumanas que se movían entre las troneras ocultándose del sol poniente.

—Esperan para pagar los impuestos —explicó Azrael siguiendo la mirada de Soth—. El duque les hará pasar la noche a la intemperie sí así lo desea. Los hace pasar en grupos de veinticuatro, de modo que sus hombres pueden vigilarlos.

—Entonces, aprovechemos ahora que los soldados están distraídos con la chusma —decidió Soth. Señaló hacia el paramento de piedra, donde una reja medio sumergida se abría al foso—. Entraremos por ahí. Si lo que has dicho sobre el chico es cierto, tendrá sus aposentos en el sótano, para que los gritos de las víctimas no alarmen a los habitantes del alcázar.

Azrael buscó azogado las palabras apropiadas para expresar lo que quería.

—Esto…, poderoso señor, es posible que… enfrentarnos a Medraut en su laboratorio no sea… lo más ventajoso. Tengo entendido que posee una colección de artefactos de gran poder, inventos que podría utilizar contra nosotros.

—Necesitamos la sangre de Gundar o la de su hijo para abrir el portal —replicó el caballero con sequedad—. Strahd me ha dicho que el duque es vampiro; por lo tanto, si prefieres ir en busca de su ataúd personalmente…

Azrael rió con nerviosismo y se situó al borde de los árboles.

—¿Vamos a cruzar a nado? —inquirió.

En lugar de responder, Soth agarró al enano por la cota y se adentró en las sombras de los árboles; un instante después emergieron en el tenebroso túnel que comenzaba tras la verja. Azrael se apoyó contra los hierros oxidados.

—Hummm… Podíais habérmelo advertido.

El agua fría se arremolinaba por encima de las rodillas de Soth y alcanzaba casi la cintura de Azrael; los restos de pociones desechadas veteaban la superficie de color índigo, amarillo y azul celeste, y varios fragmentos de pergaminos y figurines medio quemados flotaban retenidos en los barrotes de la oxidada verja. En el interior del túnel, dos elementos químicos que se habían mezclado ardían sobre el agua.

Una botella grande con una especie de araña de color rosa en el interior rebotó contra la cadera de Azrael. El enano la recogió, y el bicho embistió contra el cristal intentando atacarlo con sus largas patas y su cola de serpiente. Con un gruñido, empujó hacia el exterior la ampolla con el animal, y ésta quedó oscilando en el foso hasta que un tentáculo la envolvió y la sumergió.

—Vamos —dijo Soth, con la cabeza ligeramente inclinada para no chocar contra el techo empapado.

Unos líquenes fosforescentes tapizaban la cueva por encima del nivel del agua. Azrael avanzaba con cuidado tras el caballero y se alegraba de tener un poco de luz para no tropezar con las paredes, aunque habría preferido no ver lo que chapoteaba contra sus piernas.

Para el enano, lo peor de la travesía fue el olor; a pesar de que se tapaba la nariz, su agudo sentido del olfato le informaba detalladamente del hedor de las entrañas y desechos que flotaban alrededor.

—Lo primero que tendremos que hacer en cuanto crucemos el portal es darnos un baño de una semana —gruñó—, o bien arrancarnos la nariz de cuajo. —Sus palabras quedaron resonando en el túnel.

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