Read El caballero de la Rosa Negra Online
Authors: James Lowder
Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil
¡Isolda! También ella tenía el mismo aspecto que antes del sitio, antes del Cataclismo. Una sonrisa de felicidad iluminó el rostro de la mujer al besar a su esposo.
—¿Qué brujería es ésta? —exclamó al tiempo que desenvainaba la espada.
—No es brujería —repuso Isolda con ternura—. Es el mundo en el que llevaste a cabo la misión que te encomendó el Padre del Bien; puesto que salvaste a Krynn de la ira de los dioses, estas gentes —extendió los brazos en un gesto amplio que abarcaba Dargaard y toda la ciudad han venido a nuestra casa a compartir la gloria contigo. Son muchos en Ansalon los que te honran como el más grande Caballero de Solamnia; hasta dicen que superarás a Huma
Azote de Dragones
a partir de ahora.
—¡Bah! Esto es mera ilusión, y muy pobre. Paladine me dijo que tendría que sacrificar mi vida para detener al Príncipe de los Sacerdotes.
Sin embargo, había algo en la escena que se ofrecía a sus ojos que le despertaba interrogantes, pensamientos candentes abandonados hacía tiempo. Había sido un caballero valiente en el pasado, capaz de cualquier empresa, y si los dioses le concedían otra oportunidad…
—Sí, Soth —Isolda le sonreía dulcemente—, los dioses perdonan. Para recuperar todo esto, para tenerme a mí, lo único que debes hacer es arrodillarte ante tu nuevo hogar y jurar que lo protegerás.
—Demuestra que mereces este palacio nuevo —dijo el Soth mortal—. Humíllate ante los dioses del Bien.
La exigencia removió la cólera del caballero de la muerte, una ira negra que se abatió sobre los brotes de esperanza de una vida nueva y los ahogó.
—Yo no me humillo ante nadie —contestó. Avanzó hacia Isolda—. ¿Se trata de una prueba, mujer?, ¿de una parte aún incumplida de la maldición que me lanzaste?
La mujer retrocedió ante el caballero, sofocada por el desprecio, no por el miedo.
—Siempre dijiste que debes tu condena a tus propios actos, Soth, y esto no es diferente.
—Tienes razón, por supuesto —replicó con una sonrisa feroz. Hundió la espada en el hombro de Isolda, y un borbotón de sangre empapó el vestido blanco. La mujer dejó escapar un quejido como de niño recién nacido y se derrumbó en el suelo—. Y tu destino te lo debes a ti misma, bella Isolda.
Una hoja brillante chocó contra el filo ensangrentado de Soth, y el caballero de la muerte se contempló a sí mismo; el rostro del noble estaba contorsionado por la furia.
—Ruega porque ella no muera, caballero caído, porque, si cometes un asesinato en este lugar, quedarás condenado para siempre.
Intercambiaron unos golpes, pero ninguno hirió al contrincante. Las espadas chirriaban y arrancaban chispas en el combate entre iguales, mientras la sangre de Isolda empapaba el suelo bajo su cuerpo inmóvil. La gente se detenía en la calle y señalaba los guerreros con el horror en el rostro. Los caballeros que pasaban desenvainaban sus armas pero no tenían derecho a intervenir según las reglas de la Orden. Algunas mujeres se acercaron con tiento para socorrer a Isolda, pero la furia de la refriega las detuvo.
Por fin, un joven caballero que acababa de llegar se precipitó en la escena.
—¡Madre! —exclamó con lágrimas en las mejillas.
Peradur, el hijo de Soth e Isolda, tenía la piel clara y el cabello tan rubio que era casi blanco. Una expresión de piedad y determinación endurecía las facciones del muchacho, de sólo dieciséis años, pero en los ojos se reflejaba la bondad de su corazón. Vestía la armadura de Caballero de Solamnia, igual que su padre, pintada de blanco puro y decorada únicamente con los símbolos sagrados de los dioses del Bien.
Peradur se quitó los guanteletes temblando, y puso las manos sobre la herida de su madre. Una tenue claridad irradió de sus dedos mientras levantaba los ojos llorosos a los cielos. La herida se cerró bajo sus dedos, y su madre cayó en un sueño reparador.
El caballero de la muerte y su enemigo se acercaron tanto que el muerto olía el cálido aliento del otro a través de los vanos del yelmo. El Soth mortal torció la boca en un gesto duro y dijo:
—Te queda una oportunidad, caballero caído. Tira la espada.
El caballero de la muerte empujó a su enemigo, y dejó de mirar el distorsionado reflejo de sí mismo para dirigir la vista hacia el joven: su hijo. Ambos tenían la armadura en perfectas condiciones, y las espadas centelleaban como cuchillas a la luz del sol.
Así como él irradiaba el frío de los no muertos, el hálito gélido del Abismo, ellos estaban envueltos en un halo invisible de vitalidad y energía; eran modelos de virtud caballeresca, hombres cuya bondad resplandecía en sus rostros y en sus obras.
Odiaba a aquellos hombres con todas las fuerzas de su corazón muerto.
Lanzó un grito y asió la espada de su oponente con la mano libre. La hoja chirrió contra el guantelete pero la apretó con mayor ahínco y, con un ímpetu inigualable entre los mortales, la arrancó de manos del enemigo y la tiró a un lado.
En vez de correr a recuperar el arma, el caballero de la armadura argentina se postró de hinojos ante el caballero de la muerte y levantó la cabeza hacia él con una mirada de esperanza.
—Me habéis derrotado en la lid —le dijo—. Os declaro victorioso si os humilláis y dais gracias por vuestro poder.
Aunque sabía que se trataba de una especie de prueba, un examen de los guardianes de la frontera brumosa para saber si era digno o no de ganarse un dominio, en ningún momento se le ocurrió prestar la menor consideración a las palabras de su doble bondadoso. Elevó una mano y pronunció una palabra mágica que pondría fin al conflicto.
Unos oscuros sarmientos de energía brotaron de sus dedos en dirección al otro caballero, pero, antes de que alcanzaran el blanco, Peradur se arrojó entre su padre y el proyectil a una velocidad inusitada, cargado como estaba con el peso de la armadura. El joven recibió la descarga en pleno pecho; los negros haces mancillaron la blanca cota y emborronaron los símbolos sagrados que la guarnecían. La energía se introdujo por la fisura abierta en el peto y se abrió camino hasta el noble corazón del muchacho. Cuando los sarmientos se cerraron en torno a ese corazón, el joven gritó, pero no de miedo ni de dolor, sino como una humilde y reverente súplica a Paladine.
El Soth mortal recogió a su hijo entre los brazos con los ojos llenos de lágrimas por su esposa herida y por la muerte del vastago.
—Has perdido —anunció al caballero muerto—, y al mismo tiempo has construido tu dominio.
Casi todos los presentes inclinaron la cabeza y se alejaron, pálidos e insustanciales, para repartirse por el poblado. De la misma forma, el bullicioso asentamiento de tiendas quedó silencioso y lóbrego y se desvaneció a los ojos del caballero. Varios clérigos cargaron con Isolda y Peradur, y trece caballeros, sir Mikel y los otros que seguían a Soth en los tiempos anteriores al Cataclismo, rodearon al caballero apesadumbrado para ofrecerle consuelo. Se dirigieron todos en lenta procesión hacia los rojos muros del alcázar de Dargaard.
Cuando el reducido grupo entró en la fortaleza, una especie de paño mortuorio cayó sobre la tierra, e incluso Soth sintió el frío que se extendió a su alrededor aniquilando las borrosas imágenes del asentamiento y purgando el suelo rocoso de todo resto de población o actividad comercial. Después, como si se vistiera de duelo, el propio alcázar se oscureció, sus rosados muros quedaron negros y semiderruidos, los pendones desaparecieron de las almenas y el sonido de las risas y la música fue sustituido por el lúgubre lamento de las
banshees
.
El caballero de la muerte dirigió los ojos hacia el cielo nocturno que de pronto cabrio el ruinoso alcázar, y lo que vio allí le reveló que no había regresado a Krynn, aunque el castillo que se erguía frente a él se pareciera al de Dargaard. Una sola luna resplandecía en el cielo; era Nuitari, la esfera de la magia del mal. Si hubiera estado en Krynn, Lunitari y Solinari, la roja y la blanca, habrían estado presentes representando a la Balanza.
Azrael apareció en medio de la vieja y accidentada carretera sacudiendo la cabeza.
—¿Qué ha sucedido? Desaparecisteis en la niebla y al momento me encuentro aquí. —Señaló hacia el cielo—. ¡También el día se ha terminado de pronto! ¿Estamos en Krynn? ¿Éste es el alcázar de Dargaard?
—No —replicó Soth hastiado—, esto no es el alcázar de Dargaard. Estamos en casa, pero no en Krynn.
El caballero de la muerte entró lentamente en el castillo. Tan pronto como pisó las primeras losas, las almas en pena comenzaron la retahíla de sus pecados, que ahora se había alargado, y todos los barovianos, gundarianos y demás pobladores del submundo la escucharon con todo detalle. A partir de aquella noche, y para siempre, Soth se enseñoreó de sus pesadillas.
Los años transcurrían con lentitud para lord Soth. Llamó a su nuevo hogar Nedragaard, un antiguo término solámnico que significaba «la negación de Dargaard», por el gran parecido que guardaba con su alcázar de Krynn, aunque diferían lo suficiente como para que no transcurriera un día sin que descubriera una nueva diferencia. Eran pequeños detalles en su mayoría: puertas intactas donde debían estar desvencijadas, pasillos más cortos…, pero para un ser que había recorrido todos los pasadizos y todas las salas en Krynn durante tres siglos y medio, cada discrepancia despertaba dolorosos recuerdos.
Había además otras variantes de mayor envergadura. Los trece esqueletos de guerreros que deambulaban por los salones de Nedragaard, los trece leales compañeros que le habían servido en Krynn, no mantenían la guardia en los puestos donde los había sorprendido la muerte, sino que vagaban libremente por el alcázar vigilando a unos intrusos que nunca llegaban.
Las
baanshees
también estaban presentes en Nedragaard, pero por algún motivo se les había trastocado la memoria. Ya no contaban la historia de Soth con exactitud noche tras noche, sino que olvidaban versos o añadían episodios que no habían sucedido. Esas imperfecciones enfurecían al caballero pero, por más que las castigase o se encolerizara violentamente por la inexactitud del relato, ellas jamás cantaban su vida de la misma forma dos veces. El pasado había sido el único consuelo permitido al caballero de la muerte, pues el dolor que le causaban los recuerdos era el único estímulo capaz de despertar sus sentidos y sus emociones y dotarlos de algo cercano a lo humano.
Ahora, en cambio, el pasado asaltaba su memoria cruelmente a cada paso que daba por las imperfectas estancias de su casa y a cada verso descompuesto de las
banshees
; la pesadumbre constante que le causaban esos recuerdos ya no lograba reanimar sus sentidos, sino que los empañaba.
Así permanecía sentado, insensible al frío viento que soplaba en la sala del trono a través de las destrozadas puertas principales.
No oyó el ruido de unas botas con suelas de hierro que cruzaban las losas ni el guirigay de las almas en pena, y no se percató de que Azrael había entrado en el salón hasta que lo vio de rodillas ante el carcomido trono.
—¿Qué noticias traes, lugarteniente? —le preguntó con voz hueca, carente de emociones.
El enano se puso de pie. Llevaba las calzas sucias a causa de la larga jornada y la cota de malla manchada de lluvia y sudor y cubierta por un andrajoso jubón. La rosa negra del peto contrastaba vivamente con el blanco de las patillas y el bigote.
—Lo lamento, poderoso señor —comenzó con tiento—. No he hallado rastros del campamento vistani.
Soth suspiró. Hacía unos meses que corrían rumores sobre una pequeña caravana gitana que viajaba por sus dominios; la jefa del clan decía poseer un artilugio de cierto poder, el garrote de un héroe llamado Kulchek
el Errante
. Los gitanos se ganaban el pan contando cuentos en las dispersas tribus de elfos que poblaban el dominio, y casi todas se referían a Soth o a un desgraciado caballero con armadura de plata que se parecía mucho al señor del alcázar de Nedragaard. A Soth no le cabía la menor duda de que Magda había logrado sobrevivir y formar su propia familia. La historia que los vistanis narraban sobre el valiente caballero que había rescatado a su jefa del wyrm que guardaba el castillo de Ravenloft era prueba suficiente.
—¿Y la otra? —interrogó Soth. Aferró los brazos del viejo trono, y la madera crujió bajo la presión de los dedos.
—La mujer del cabello oscuro y la sonrisa retorcida también anda errante por los montes —informó Azrael—. Los elfos dicen que se llama a sí misma Kitiara y que se proclama la causa de vuestra perdición, porque seguisteis su voz hasta la niebla que os trajo aquí.
Soth descargó un puñetazo sobre el trono.
—¡Mata a toda persona que ose esparcir esos rumores sobre mí! —bramó—. ¡Yo he forjado mi propia perdición! ¡Yo soy el único responsable de mi condena!
El caballero de la muerte repetía esas palabras con frecuencia desde hacía años, pero sabía que eran mentira; había entidades de la oscuridad con poderes muy superiores a los suyos. Él era señor de Nedragaard y amo de un ducado más extenso que Barovia al que los elfos denominaban Sithicus, palabra élfica que significaba «tierra de espectros». Aunque jamás lo admitiría, Soth sabía que el apelativo describía con exactitud su reino de sombras.
FIN