—Nadie, Príncipe.
—Pues debemos aprender rápidamente.
—Sí.
Se oyó un ruido en los escalones del interior de la torre y salieron hombres con brillantes armaduras. Todos iban armados con un arco y muchas flechas. Todos llevaban un yelmo tallado en el caparazón rosa, espinoso y espiral, de un múrice gigante. Todos controlaban el miedo.
—Intentaremos parlamentar con ellos —murmuró Córum— cuando el istmo esté al descubierto. Procuraremos mantener la conversación hasta que la marea vuelva a subir. Eso nos dará algunas horas más para prepararnos.
—Seguramente sospecharán que es un truco —dijo Beldan.
Córum asintió y se frotó la mejilla con el muñón.
—Cierto. Pero si... si les
mentimos
con respecto a nuestra fuerza, quizá seamos capaces de desconcertarlos un poco.
Beldan sonrió torcidamente, pero no dijo nada. Sus ojos comenzaron a brillar con una extraña luz. Córum creyó reconocer en ella la fiebre de combate.
—Veré lo que ha aprendido la Margravina de los textos de su marido —dijo Córum—. Quédate aquí y vigila, Beldan. Cuando empiecen a moverse, dímelo.
—¡Ese maldito tambor! —Beldan se apretó las sienes con una mano—. Me despedaza el cerebro.
—Intenta ignorarlo. Su intención es romper nuestra moral.
Córum entró en la torre y bajó corriendo los escalones hasta que llegó a la planta donde Rhalina y él tenían sus habitaciones. Ella estaba sentada ante una mesa llena de manuscritos extendidos. Alzó la vista cuando Córum entró e intentó sonreír.
—Parece que estamos pagando el precio por el regalo del amor.
La miró sorprendido.
—Me parece que ése es un concepto Mabdén. No lo comprendo...
—Y yo soy una tonta por decir algo tan trivial. Pero me gustaría que no hubiesen elegido este momento para atacarnos. Han tenido cien años a su disposición.
—¿Qué has aprendido de las notas de tu marido?
—Dónde están nuestros puntos más débiles. Dónde están mejor defendidas nuestras murallas. Ya he puesto allí hombres. Están también calentando calderos de plomo.
—¿Para qué?
—¡No sabes nada del arte de la guerra! —dijo—. Menos que yo. El plomo fundido será arrojado sobre las cabezas de los invasores cuando intenten escalar nuestras murallas.
—¿Tenemos que ser tan brutales? —se estremeció Córum.
—No somos Vadhagh. No estamos luchando contra los Nhadragh. Creo que puedes contar con que esos Mabdén tengan también costumbres de guerra brutales propias de ellos...
—Desde luego. Más vale que eche una ojeada a los manuscritos del Margrave. Evidentemente, era un hombre que comprendía las realidades.
—Sí —dijo ella suavemente, dándole una hoja—, por lo menos cierta clase de realidad.
Era la primera vez que le oía dar una opinión sobre su marido. La contempló, con ganas de preguntar más, pero ella hizo un delicado gesto con mano.
—Más vale que leas rápidamente. Entenderás la escritura con bastante facilidad. Mi marido prefirió escribir en la antigua Alta Lengua que aprendimos de los Vadhagh.
Córum miró la escritura. Estaba bien caligrafiada, pero sin carácter individual. Le pareció que era una imitación sin estilo de la escritura Vadhagh, pero, como ella había dicho, era bastante fácil de comprender.
Alguien llamó a la puerta de sus habitaciones. Mientras Córum leía, Rhalina fue a contestar. Era un soldado.
—Me envía Beldan, milady. Pide que el príncipe Córum se reúna con él en las almenas.
Córum dejó las hojas manuscritas.
—Iré inmediatamente. Rhalina, ¿quieres encargarte de que preparen mis armas y armadura? Ella asintió. Y Córum se fue.
El camino aparecía ya casi libre de agua. Beldan estaba gritando algo a los guerreros de la orilla, hablando de una conferencia.
El tambor continuaba golpeando lenta, pero constantemente.
Los guerreros no contestaban.
Beldan se volvió hacia Córum.
—Por lo poco que responden, lo mismo podrían estar muertos. Parecen singularmente bien organizados para ser bárbaros. Creo que hay algún elemento en esta situación que aún no ha hecho su aparición.
Córum presentía lo mismo.
—¿Por qué me mandaste llamar, Beldan?
—Vi algo en los árboles. Un resplandor dorado. No estoy seguro. Se dice que la vista de los Vadhagh es más aguda que la de los Mabdén. Dime, Príncipe, si ves algo. Ahí —señaló.
—Dos ojos Mabdén son mejor que uno solo Vadhagh —dijo Córum con una amarga sonrisa, pero de todas formas miró en la dirección que indicaba Beldan.
Desde luego, había algo oculto entre los árboles. Modificó su ángulo de visión para ver si podía distinguir más claramente.
Y entonces se dio cuenta de lo que era. Se trataba de una rueda de carro repujada con oro.
Mientras la observaba, la rueda empezó a moverse. Salieron caballos del bosque. Cuatro caballos peludos, ligeramente más grandes que los que montaban los soldados, tirando de una gran carroza en la que estaba de pie un alto guerrero.
Córum reconoció al conductor del carro. El Mabdén iba vestido con pieles, cuero y hierro, llevaba un yelmo con alas y una gran barba y su porte era orgulloso.
—Es el Conde Glandyth-a-Krae, mi enemigo —dijo Córum en voz baja.
—¿Es ése el que te arrancó la mano y el ojo? —preguntó Beldan.
Córum asintió.
—Entonces, quizá es él quien ha unido a las Tribus Pony y les ha dado esas espadas nuevas y brillantes que llevan, y quien les ha enseñado la organización que ahora muestran.
—Creo que es probable. He atraído todo esto sobre el Castillo Moidel, Beldan.
—Habría llegado de todas formas. —Beldan se encogió de hombros—. Has hecho feliz a nuestra Margravina. Nunca antes la había visto así, Príncipe.
—Vosotros los Mabdén parecéis creer que la felicidad debe comprarse con desgracias.
—Supongo que sí.
—No es fácil para un Vadhagh comprender eso. Creemos —creíamos— que la felicidad es una condición natural de los seres racionales.
Surgieron otros veinte carros del bosque. Se colocaron tras Glandyth para que el Conde de Krae quedara entre los guerreros silenciosos y enmascarados y sus propios seguidores, los Denledhyssi.
El tambor dejó de golpear.
Córum escuchó el reflujo de la marea. El istmo estaba completamente al descubierto.
—Debe haberme seguido, haberse enterado de dónde estaba y haber dedicado el invierno a reunir y entrenar a esos guerreros —dijo Córum.
—Pero, ¿cómo supo dónde te escondías? —preguntó Beldan.
Por respuesta, las filas de las Tribus Pony se abrieron y Glandyth condujo su carro hacia el camino. Se inclinó y recogió algo del carro; lo levantó por encima de su cabeza y lo arrojó sobre los lomos de sus caballos para que cayera en el istmo.
Córum tembló cuando lo reconoció.
Beldan se puso rígido y alargó los brazos para agarrarse a la roca de las almenas, inclinando la cabeza.
—¿Es el Hombre Oscuro, príncipe Córum?
—Lo es.
—Esa criatura era tan inocente. Tan amable. ¿No pudo salvarse su amo? Deben haberlo torturado para conseguir la información sobre tu situación.
Córum enderezó la espalda. Su voz era suave y fría cuando habló:
—Una vez le dije a vuestra señora que Glandyth era una enfermedad que debe ser detenida. Debería haberle buscado antes, Beldan.
—Te habría matado.
—Pero no habría matado al Hombre Oscuro de Laahr. Serwde aún estaría sirviendo a su triste señor. Creo que hay una maldición sobre mí, Beldan. Creo que estoy destinado a morir y que todos aquellos que me ayuden a continuar viviendo están condenados también. Saldré ahora y lucharé sólo con Glandyth. Así, el castillo se salvará.
Beldan tragó saliva y habló roncamente.
—Nosotros decidimos ayudarte. Nos has pedido esa ayuda. Déjanos escoger el momento en que pidamos la tuya.
—No. Porque si lo hacéis, la Margravina y toda su gente perecerán.
—Perecerán de todos modos —le dijo Beldan.
—No, si dejo que Glandyth me coja.
—Glandyth debe haber ofrecido a las Tribus Pony este castillo como recompensa por ayudarle —indicó Beldan—. Tú no les importas. Quieren destruir y saquear algo a lo que han odiado durante siglos. Ciertamente, es probable que Glandyth se contentase contigo y se fuera, pero dejaría a sus mil espadas tras él. Debemos luchar todos juntos, Príncipe Córum. Ahora no hay otra solución.
La invocación
Córum volvió a sus habitaciones, donde le habían preparado sus armas y armadura. La armadura no le resultaba familiar; consistía en un peto, espaldar, canilleras y una falda, todo ello hecho con las conchas azul-nacaradas de una criatura marina llamada
anufec,
que antiguamente habitaba los mares del oeste. La concha era más dura que el acero más fuerte y más ligera que cualquier cota de malla. Le entregaron un gran yelmo espinoso, con un pico saliente en la cimera, que había sido manufacturado con la concha del múrice gigante, como los yelmos de los otros guerreros del Castillo Moidel. Los criados ayudaron a Córum a vestir sus armas y le dieron una gran espada de dos manos, de hierro, tan bien equilibrada que podía sostenerla con su única mano. El escudo, que se hizo atar al brazo manco, era el caparazón de un enorme cangrejo que, según le dijeron los criados, viviera antaño en un lugar incluso mucho más remoto que Lywm-an-Esh, conocido como la Tierra del Mar Lejano. Aquella armadura había pertenecido al difunto Margrave, que la había heredado de sus antepasados, quienes, a su vez, la poseían desde mucho antes que se considerase necesario el establecer un Margraviato.
Córum llamó a Rhalina cuando estuvo preparado para la batalla, mas, a pesar de que pudo verla entre las puertas que separaban las habitaciones, la dama no levantó la vista de sus papeles. Eran los últimos manuscritos del Margrave, y parecían interesarle más que los otros.
Córum salió, para regresar a las murallas.
Excepto por el hecho de que el carro de Glandyth se dirigía ahora al istmo, las filas de guerreros no se habían movido. El pequeño cuerpo destrozado del Hombre Oscuro de Laahr aún yacía en el camino.
El tambor había comenzado de nuevo a batir.
—¿Por qué no avanzan? —dijo Beldan, con la voz agudizada por la tensión.
—Quizá por dos motivos —contestó Córum—. Esperan amedrentarnos y además desvanecer su propio miedo.
—¿Nos tienen miedo?
—Las Tribus Pony, probablemente sí. Al fin y al cabo, como tú mismo dijiste, han vivido con un miedo supersticioso de la gente de Lywm-an-Esh durante siglos. Sin duda, temen que tengamos medios sobrenaturales de defensa.
—Por fin empiezas a comprender a los Mabdén, Príncipe Córum —dijo Beldan sin poder contener una sonrisa irónica—. Mejor que yo, me parece.
Córum hizo un gesto hacia Glandyth-a-Krae.
—Ahí está el Mabdén que me enseñó mi primera lección.
—Al menos, parece no tener miedo.
—No teme a las espadas, pero se teme a sí mismo. De todas las características de los Mabdén, diría que ésa es la más destructiva.
Glandyth alzaba una mano enguantada.
De nuevo imperó el silencio.
—¡Vadhagh! —llegó la voz salvaje—. ¿Puedes ver quién es el que ha venido para visitarte en este castillo lleno de sabandijas?
Córum no contestó. Oculto por una almena, observó a Glandyth recorrer con la vista las murallas, buscándole.
—¡Vadhagh! ¿Estás ahí?
Beldan miró interrogativamente a Córum, que permaneció silencioso.
—¡Vadhagh! ¡Ya ves que hemos destruido a tu familia de demonios! Ahora vamos a acabar contigo, y con esos despreciables Mabdén que te han dado asilo. ¡Vadhagh! ¡Habla!
—Debemos prolongar esta pausa tanto como sea posible —murmuró Córum a Beldan—. Cada segundo acerca más el momento en que la marea volverá a subir para cubrir el istmo.
—Atacarán pronto —dijo Beldan—. Mucho antes de que vuelva a subir la marea.
—¡Vadhagh! ¡Eres el más cobarde de una raza de cobardes!
Córum vio que Glandyth empezaba a volver la cabeza hacia sus hombres, como para darles la orden de atacar. Salió desde detrás de su parapeto y alzó la voz.
Su lenguaje, aunque frío por la ira, era música líquida en comparación con los tonos raspantes de la voz de Glandyth.
—¡Aquí estoy, Glandyth-a-Krae, el más miserable y triste de los Mabdén!
Desconcertado, Glandyth volvió la cabeza. Estalló en carcajadas roncas.
—¡No soy yo el miserable! —Buscó entre sus pieles y sacó algo que llevaba atado al cuello con un cuerda—. ¿Por qué no vienes y recuperas esto?
Córum sintió crecer la ira en su interior cuando vio Que de lo que se burlaba Glandyth era de la mano momificada del propio Córum, que todavía llevaba el anillo que le regalase su hermana.
—¡Y mira! —Glandyth tomó una pequeña bolsa de cuero de entre sus pieles y la ondeó hacia Córum—. ¡También he conservado tu ojo!
—Puedes tener el resto, Glandyth, si te vas con tu horda en paz del Castillo Moidel —dijo Córum, controlando su odio y sus náuseas.
Glandyth levantó la barba hacia el firmamento y rugió de risa.
—¡Ah, no, Vadhagh! No me permitirían que les privara de una lucha, por no hablar de su botín. Han esperado muchos meses para esto. Van a matar a todos sus antiguos enemigos. Y yo voy a matarte a ti. Había pensado pasar el invierno en la cómoda corte de Lyr-a-Brode. En vez de eso, tengo que acampar en tiendas de campaña de piel con estos amigos míos. Quiero matarte rápidamente, Vadhagh, te lo prometo. No tengo más tiempo que perder en un despojo lisiado como tú. —Rió de nuevo—. ¿Quién es ahora el «incompleto»?
—Entonces no tendrás miedo de luchar conmigo individualmente —propuso Córum—. Podrías luchar conmigo en el istmo y, sin duda, matarme muy rápidamente. Luego, podrías dejar el castillo a tus amigos y volver a tu propia tierra antes que nadie.
Glandyth frunció el ceño, como luchando consigo mismo.
—¿Por qué ibas a sacrificar tu vida antes de lo necesario?
—Estoy cansado de vivir como un lisiado. Cansado de temerte a ti y a tus hombres.
Glandyth no parecía convencido. Córum intentaba ganar tiempo con aquella conversación y con su sugerencia; pero, por otro lado, a Glandyth no le importaban los problemas que pudieran tener los hombres de las Tribus Pony para tomar el castillo cuando hubiera matado a Córum.