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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El caballero de Solamnia (45 page)

BOOK: El caballero de Solamnia
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—Se parece algo a la vida de la casa del foso de los Pathwarden —me aventuré a decir y Sir Bayard se rió y se acercó a mi lado cuando el camino se ensanchó y un frío helado procedente del sur empezó a golpearnos el rostro.

—O a las calles de Palanthas —respondió sonriendo. Luego volvió a ponerse serio—. Algo te ha ocurrido, Galen, que no pude prever allá en la casa del foso cuando me explicaste lo que había sucedido. Eres...

—¿Algo peor que una cucaracha?

Bayard se sonrojó.

—Diría que colaboras más —llegó a decir, aunque sin dejar de mirar al sendero—. Si no fuera por tu estatura y...

Me miró, se sonrió y se alejó.

—... y por no hacerme caso en eso de querer dejarte crecer el bigote, te consideraría como el Pathwarden de más edad de los tres.

»
Lo que intento decirte, Galen, es que empieza a aparecer en ti el Caballero.

No tuve tiempo de solazarme en el cumplido.

El camino empeoró, se hizo más pedregoso y la ascensión más penosa. En el cielo volaban en círculo algunos halcones.

* * *

Al día siguiente, hacia el mediodía, no se trataba sólo de halcones. En algunas ocasiones, el horizonte del este reverberaba con una calima brillante, metálica, la apropiada para que se produjera un espejismo, que te hace pensar que lo que ves delante de ti es como si lo miraras a través del agua.

El espejismo estaba habitado. Cosas extrañas caminaban erguidas en aquel paisaje borroso. No podíamos distinguir claramente su forma, pues no hay que olvidar que se trataba de un espejismo. Pero eran rojas, oscuras y marrones, no tenían pelo y no paraban de correr, saltando de roca en roca. A veces se disolvían.

El espejismo se esfumaba para reaparecer a varios kilómetros al este de donde lo habíamos visto. Pero lo que no cambiaba eran aquellas formas oscuras que corrían de un lado para otro.

—¿Qué son, Bayard? —pregunté con desasosiego.

—No estoy seguro. Sé con certeza que ya nos encontramos en Estwilde y que si el Escorpión sabe que nos aproximamos, es posible que haya enviado a sus vigías. O también que esto sea el primero de sus encantamientos.

Sir Robert metió la mano en la túnica, sacó algo y lo lanzó al camino. Sir Ramiro hizo lo mismo y pude oír un débil sonido de cristales rotos.

—¿Qué sucede, Bayard? —pregunté. Pero mi protector no había notado nada. Su caballo se había adelantado un poco y cabalgaba con la mirada fija en la carretera.

—¿Cómo dices?

—Sir Robert y Sir Ramiro han sacado algo de la túnica y se han deshecho de ello. No tengo ni la menor idea de lo que tiró Robert, pero Ramiro lanzó algo de cristal, de eso estoy seguro.

Bayard ahogó una risa y murmuró:

—La Vieja Guardia.

—No entiendo.

—Una antigua costumbre solámnica. Cuando un Caballero se dirige a la batalla, siempre existe la posibilidad de que lo maten.

—Nada nuevo.

—Si algo le ocurriera, podrían encontrar algo que no le gustaría que entregaran a su familia con el cuerpo.

—Lo entiendo. Entonces lo que vi...

—Era que nuestros más viejos Caballeros se están deshaciendo de sus pequeñas vergüenzas. No tengo ni idea de lo que tiró Sir Robert, pero Sir Ramiro se deshizo de su bebida de gnomos. Siempre sucede lo mismo.

Diestra y rápidamente, Bayard sacó la mano de debajo de la capa. Algo pequeño y brillante salió por los aires y fue a parar a las rocas que había más allá del sendero. Oí un tintineo metálico que iba de roca en roca hasta detenerse.

Todavía hoy no sé de qué se trataba.

* * *

Continuamos cabalgando, y el color violeta de las Montañas Khalkist fue haciéndose patente: Chaktamir y el paso aparecieron. Al divisarlo en el horizonte, volví a pensar en aquella costumbre, en la posibilidad de rehacer aquel mismo camino, yaciendo mi cuerpo encima de un escudo.

Sí, antes ya había pensado en esto, pero siempre como una escena grandiosa, como la que se presenta en los romances, en los que todos se mesan los cabellos, lloran a gritos y se excusan ante el cuerpo sin vida por las heridas que le han infligido. Mi vuelta a casa siempre era un drama grandioso en el que Padre recibía un merecido castigo por el poco caso que me había hecho en los días en que viví en la casa del foso.

Ahora sabía de qué podría deshacerme, qué sería mejor que no viera: los guantes o los dados del Calantina. Los guantes los había conseguido con artimañas; los dados recordaban las supersticiones del este, encantamientos, incienso y el sacrificio de aves.

La idea había ido tomando forma en mi mente. Por un momento decidí que serían las dos cosas, pero lo consideré exagerado. Y más desde que no tenía intención alguna de volver a Coastlund, ni vivo ni muerto.

Pensé en lo que Enric Stormhold habría tirado.

Mi puntería había mejorado desde aquel tiempo de pesadilla que pasé en las Montañas Vingaard. Los dados rodaron por las rocas y fueron a parar entre las altas hierbas que crecían a la orilla de aquel sendero.

Nadie podría imaginar qué habría salido aquella última vez que los lancé.

18

Tierras calcinadas

Según nos acercábamos a las Montañas Khalkist, los nefastos signos del Escorpión iban apareciendo en todas partes. La tierra por la que pasábamos estaba calcinada, deliberadamente, no por la acción de un incendio fortuito o por algo natural y ciego. Grandes zonas de tierra ennegrecida se extendían ante nuestra vista. Luego, tierra parcialmente virgen donde sólo se veía el signo violento de tierra chamuscada, un símbolo que no dejaba lugar a dudas entre aquellas rocas que en nuestra ascensión bordeaban el sendero.

Comenzó a nevar cuando nos pusimos en marcha hacia las estribaciones de las Khalkist. Pero ni siquiera la nieve cuajaba en las calvas producidas por los incendios de las laderas, como si aquellos lugares estuvieran todavía calientes. Al alcanzar las montañas, la niebla bajó hasta donde nos hallábamos y la nieve disminuyó.

Allí fue donde vimos la primera de las picas. Estaban todas alineadas al este del horizonte, como estandartes negros, pero algo en la forma cedía, como débiles ramas cargadas de fruta. Tiramos de las riendas de los caballos y nos paramos en aquel angosto camino.

Bayard escudriñó el este, protegiéndose los ojos con la mano enguantada. Se volvió hacia mí, con el rostro pálido y dijo:

—No puedo distinguir qué son, pero tengo mis sospechas.

Antes de que me diera tiempo a preguntar, prosiguió hacia las picas negras y ladeadas. Las cabezas segadas que estaban en las picas llevaban muertas hacía tiempo. Ya lo habían notado los caballos cuando relincharon y se negaron a seguir adelante. Las mulas se tiraron en el sendero y no había forma de hacerlas avanzar un paso. Sólo Sir Ramiro, con su fuerza y una fusta rígida, pudo hacerlas proseguir después de bregar unos minutos.

No era de extrañar que ocurrieran cosas como aquéllas. Los rostros secos y marchitos se habían hundido en las calaveras. Mirando los dibujos de los cascos, martín pescadores y rosas, pude saber que hubo un tiempo en que se asentaban encima de hombros solámnicos.

—Una vieja estrategia de los de Neraka —explicó Ramiro, y su caballo, nervioso, se acercó a la primera de las picas—. Una señal para indicar a sus enemigos que no continúen.

—¿Llevan aquí mucho tiempo? —preguntó Alfric aprehensivo.

Ramiro no contestó y seguimos en fila, sorteando los macabros avisos. Sin embargo, el Caballero tenía firme la mano en la empuñadura de la espada, y ello fue suficiente como señal.

Es probable que la niebla que nos envolvía fuera más espesa de lo que hubiéramos pensado. Quizá, debido a que habíamos entrado en la boca del paso de Chaktamir, escenario de una cruel historia noble y olvidada, nuestros pensamientos habían empezado a volar. A pesar de ello, ninguno de aquellos motivos podía explicarnos la súbita aparición del castillo.

Fue como si la niebla se solidificase, como si hubiera tomado la sustancia de la piedra.

Sorprendido, Alfric paró el caballo y resbaló sobre el hielo y las piedras. Mi yegua y la mula de Brithelm se echaron encima del caballo, con lo que Bayard tuvo que apartar hábilmente a
Valorous
del camino, para evitar aquella pila compuesta de caballo, yegua, mula y Pathwardens, donde todo eran brazos, piernas y ojos que miraban hacia las alturas del castillo.

—Me recuerda algo —se atrevió a decir Alfric.

—Quizá sea porque está edificado con unos planos parecidos al Castillo di Caela, muchacho —replicó Sir Robert.

Y así era.

Un enorme castillo gris con una colosal torre en cada esquina del amplio patio rectangular. Cuando las últimas luces enrojecidas del sol dieron en el estandarte de la torre del sudoeste, pudimos ver el escudo de armas rojo y negro.

Escorpión sable sedente en campo bermejo.

Un escorpión negro en una bandera roja, único, fiero y amenazador.

—La Guarida del Escorpión —pronunció Sir Robert casi sin aliento—. Nos estamos aproximando al final de nuestra empresa.

Sir Ramiro y Sir Robert iban juntos tirando con fuerza de las riendas de sus caballos.

—Por mi vida y el aire que respiro, es el mismísimo Castillo di Caela piedra a piedra —exclamó Sir Robert.

—«De alguna forma esos encantamientos le han proporcionado un castillo» —pudo decir Bayard; una cita que yo debería haber recordado, pero no pude hacerlo—. Qué profético estuvo Benedict el Viejo, si se trata de Benedict, al imitar el castillo, hasta las almenas y el mismo tipo de argamasa, levantando otro exacto al que tan bien conoce: lo ha conocido durante cuatrocientos años.

—Es un desafuero —constató Sir Robert.

—Tampoco es real y, por tanto, nada por lo que os podáis turbar, Robert —lo consoló el viejo Ramiro.

—Así será más fácil hallar la forma de entrar en él —afirmó Brithelm. Todos nos volvimos y lo miramos.

Estaba tranquilo entre las rocas, observando el castillo como si estuviera haciendo balance de las posibilidades que tenía de resistir un asedio. Desvió la mirada hacia Sir Robert.

—Benedict tuvo el ojo puesto en el Castillo di Caela durante siglos. Lo conoce íntimamente. No es ningún reto para él meterse sin ser visto por las murallas de la torre, pero nosotros conocemos bien el Castillo di Caela y, si la copia del Escorpión es también exacta en el interior, eso estará a nuestro favor cuando nos hallemos dentro.

Pensé en el pantano, en sus encantamientos y lancé una gran piedra hacia las murallas, y oí el ruido de piedra contra piedra.

Esta vez era sólida.

—¿Quieres decir que vamos a entrar? —bramó Alfric, echando una mirada al sendero que nos había traído hasta aquel lugar.

—Tranquilízate, Alfric —lo reprendió Sir Ramiro—. Al fin y al cabo, nos hallamos en las puertas del maldito castillo.

Un revoloteo de alas y zureos de palomas provenientes del interior de la muralla de la izquierda llegaron hasta nosotros. Unos inmensos pájaros negros de un sucio brillo metálico llegaron a la entrada principal del castillo para posarse en las almenas.

Hubo movimiento y luego un grito apagado que provenía del interior de las murallas.

Bayard desenvainó la espada y los otros dos Caballeros lo imitaron. Alfric se escondió detrás del caballo sacando un terrible y largo puñal.

Bayard se dirigió a mí.

—¡Tú también! —me amonestó sin acritud—. Es hora de que comencemos.

Saqué mi espada.

* * *

Y aquello comenzó de una forma insospechada.

Estaba preparado para ver sátiros, para ver otros seres medio humanos, medio bestias, criaturas que el Escorpión parecía ser muy aficionado a lanzar contra sus enemigos, minotauros quizás, o si no hombres-lagarto, sobre los que recientemente había oído algunas leyendas.

Pero no estaba preparado para ver centauros.

Andábamos ahora por la fuerte pendiente de la entrada del castillo con los caballos a nuestro lado. De repente se abrió la puerta y salieron dos de aquellas criaturas, andando con dificultad, como si se hallaran ebrias. Por unos momentos pensé en las historias que relacionan a los centauros con el vino.

Dejé de pensar en ello cuando me alcanzó el olor que producían. No se trataba ni de vino ni de licores, sino de moho, de vegetación seca, de podredumbre. El olor del pantano: un olor a podrido bajo una capa de musgo, castaños o cedros; olor de cadáver expuesto al sol y que la humedad y el calor, nada propio en aquellos días de otoño, empezara a descomponer.

—¡Muertos vivientes! —exclamó Sir Robert—. ¡Por Chemosh, escupid al sol! —y se encaminó hacia ellos cautelosamente, seguido de Bayard y de Ramiro.

Yo blandía el puñal tan amenazadoramente como pude aunque sin saber muy bien qué podía hacer una pieza de cubertería contra criaturas de tal volumen.

Sus gargantas produjeron un silbido. Daba la sensación de que estuvieran imitando el acto de respirar, o bien que se hubieran olvidado de cómo hacerlo.

Ahora estaban tan cerca que podía ver sus heridas.

Quien vio caer a Kallites y a Elemon.
Recordé la historia de Agion.

Acribillados a flechazos como si hubieran atravesado una compañía de arqueros.

Quien los vio caer...

En el flanco del mayor: ¿Kallites o Elemon?, no podía recordar los detalles de la historia, todavía podían verse las flechas clavadas hasta la hendidura, hasta las plumas. En el caso del menor, parecía que flechas, plumas y cañas crecieran desde su pecho y sus hombros.

Mis compañeros levantaron las espadas mientras los centauros se acercaban tambaleándose en medio de la niebla, agitando sus poderosos brazos y garrotes en el aire.

El centauro mayor le propinó a Sir Robert un golpe con el brazo. El anciano perdió el equilibrio y cayó al suelo, quedando a un lado del sendero mientras profería grandes juramentos. En ese momento, Enid di Caela estuvo a punto de suceder a su padre pues la enorme criatura se alzó hacia atrás preparándose para golpear a Sir Robert con las patas delanteras.

Acudí con el puñal para ayudar a Sir Robert.

Sin embargo, Bayard ya se había puesto detrás del centauro sin que éste lo advirtiese, antes de que yo mismo me diera cuenta, y con un movimiento cegador de espada desjarretó a la criatura. Ésta vaciló y cayó de lado luchando por mantenerse en pie. No tardó un segundo en brillar de nuevo la espada de Bayard y la cabeza del centauro, dando tumbos, rodó varios metros por la pendiente del sendero.

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