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Authors: Michael Williams

Tags: #Fantástico

El caballero de Solamnia (40 page)

BOOK: El caballero de Solamnia
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Bayard se apresuró de un brinco hacia la ventana y miró hacia abajo. Nos miró y se encogió de hombros.

—Ni rastro —declaró sin emoción.

Sir Robert desenvainó la espada y destrozó el respaldo de la única silla que había quedado derecha en la habitación.

*

*

Brithelm se sentó en el borde de la cama y comenzó a hablar. Yo me hallaba junto a la chimenea, afinando el laúd que siempre llevaba conmigo.

—¡Qué suerte que te cuidara en tu enfermedad el más capacitado para ello, tu hermano, a quien no veías hacía tanto tiempo, con quien te reuniste una hora, más o menos, antes de que lo necesitaras tanto!

—Sí, Brithelm —respondí con mucho tacto, con mucha amabilidad—. Reconozco que la fortuna nos acompañó en todo este asunto, ¿está ya este laúd afinado?

—Estoy seguro de que tiene el tono de algo, hermanito, pero no está aún bien afinado.

Suspiré y lo seguí intentando, pues ya lo decía la vieja filosofía gnómica: «Si dudas del tono, tensa la cuerda».

—¿Qué es lo que te retiene aquí, Brithelm? —le pregunté—. Creí que te habías retirado para siempre para ser algo así como un santo del pantano.

Se levantó y se dirigió hacia la chimenea, junto a mí, calentándose las manos ante las rojas brasas.

—Retirado estaba, hermano, pero tuve que volver al mundo para responder a la llamada de un hermano necesitado.

»
Me encuentro aquí como aval de la persona de Alfric en su intento de conseguir la mano de Lady Enid di Caela —anunció serenamente Brithelm.

Una cuerda del laúd se rompió al tensarla demasiado, y produjo un ruido agudo, dándome de lleno en la mano. Brithelm se sobresaltó.

—¿Persona? ¡Por Huma, Brithelm! Es casi imposible encontrar algo de ello en nuestro hermano, y menos avalarlo. ¿Cómo diablos te enredó en este asunto?

Miré a Brithelm con dureza.

—Bueno, bien pude decir que sus cuentos sobre sus heroicidades no eran más que eso, cuentos; pero, al fin y al cabo, Padre lo había enviado. Alfric me contó que la idea de desposar a Lady Enid lo perseguía día y noche. Apeló a Padre para que celebrara una ceremonia urgente para ser nombrado Caballero, lo cual le permitió entrar en la liza...

—Aguarda un momento, Brithelm. ¿«Ceremonia urgente para ser nombrado Caballero»?

—De eso sabes tú más que yo, Galen. Estudiaste los códigos solámnicos mientras yo me dedicaba a la teología.

»
Pero ¿no es la ceremonia una dispensa que la Orden concede en la víspera de un torneo en el que se ha de elegir marido para la hija de una familia condal? A los muchachos que no son todavía escuderos, pero que tienen intenciones de serlo, se les permite avanzar en la escala sin cumplir la escudería, pasando a celebrar la ceremonia que efectuó Padre durante nuestra ausencia en la casa del foso, nombrando Caballero a Alfric y, por ello, candidato a desposar a Enid di Caela.

—¿Fue eso lo que Alfric te dijo sobre la ceremonia, Brithelm?

Era la peor mentira que había oído jamás; no era la más cruel, ni la más baja ni la más hedionda, sino seguramente la más estúpida. Había una docena de lugares en este castillo, tantos como Caballeros hubiera, donde Brithelm podría dirigirse y descubrir que no existía tal «ceremonia urgente para ser nombrado Caballero». El cerebro de Alfric tramaba algo. Nadando en soledad, aquella idea casi ahogada iba a salir a flote.

* * *

Con todos mis amigos desperdigados, hubiera sido descabellado salir de los límites aquella noche, pero lo hice. No tuve problema alguno en pasar inadvertido por la torre del castillo, después de haber preguntado a un criado dónde podría encontrar un lugar privado para poder sentarme y meditar.

Por supuesto, cuando el Escorpión se escapó por la ventana y desapareció, ninguno de nosotros pensó que nos hallábamos a salvo, especialmente después de que Bayard y yo volviéramos a contar nuestra historia de encuentros con el Escorpión, y cómo cada vez que desaparecía, regresaba encarnado en una nueva forma, no por ello menos mortífera.

Cuando referí a Sir Robert las amenazas del Escorpión contra la vida de Lady Enid, el anciano puso guardias armados hasta en el último rincón del patio del Castillo di Caela.

No se podía andar, sentarse o estar a la luz de la luna sin que alguno de aquellos protectores extremadamente preocupados no se acercaran con un «¿quién va?» seguido de una serie de preguntas que examinaban con exquisito cuidado lo que uno estaba haciendo en el castillo, y más si era de noche; preguntas que investigaban el árbol genealógico de las cinco generaciones pasadas, con la posibilidad cierta de que por culpa de algún ancestro remotamente antisolámnico, uno pudiera pasar la noche en el cuartel de la guardia.

Por eso el huerto era un sitio agradable. Allí me había instalado, entre melocotoneros y perales, bajo la ventana de Lady Enid.

Los guardias vigilaban el huerto desde cierta distancia y, de vez en cuando, los oía llamarse. Pero el huerto de Lady Enid consistía su reserva privada, evidentemente, y después de una inspección a fondo realizada antes de caer la noche, los guardianes habían salido de allí. Una hora escasa después de anochecer, los cantos de los ruiseñores y las lechuzas lo inundaban, como si siguieran con sus disputas desde los árboles.

No había sólo pájaros que cantaban, sino también pájaros recortados en los matorrales. El suelo del huerto estaba formado por un jardín de esculturas vegetales, con cantidad de ellas esculpidas con siluetas de aves y animalillos. Había lechuzas, ruiseñores, ardillas, conejos y lutras de orejas cortas, recortados todos ellos en juníperos, aeternas y en otros arbustos.

Permanecí allí un momento, mirando fijamente a la débil y oscilante luz procedente de la ventana de Enid, inhalando los aromas fuertes y frescos de la fruta y las plantas. Era un sueño romántico, estropeado sólo por la voz de alarma de algún guardián en la lejanía.

Me apoyé en una lechuza tallada en un junípero, haciendo una pausa para gozar de las fragancias, los cantos de los pájaros y la luz tenue.

De repente unas manos me rodearon con fuerza la garganta mientras una áspera voz familiar me hablaba al oído.

—Tengo que devolver muchos favores, hermano, y voy a comenzar ahora mismo.

Al parecer, Alfric me había seguido desde que salí y rodeé la torre, escondiéndose bajo las ramas de los árboles y en las sombras de las murallas. Me hallaba ahora con el rostro metido en la espalda de una lechuza recortada.

—Déjame sacar la cabeza, por favor —dije como pude, con la boca acribillada por las espinas y las duras ramas pequeñas.

—¿Como tú me sacaste del pantano? Pues... no me importaría ahogarte, Comadreja, hundiéndote la cabeza en las ramas. ¿A qué saben las espinas, hermano? ¿Dónde se te ha ido tu buen juicio?

Sin embargo aflojó las manos y pude ladear un poco la cabeza y hablar.

El error que Alfric siempre ha tenido conmigo es el de dejarme hablar.

—Por favor, deja que saque la cabeza, Alfric. Si me majas o estropeas este rostro familiar, Sir Bayard no te hará su escudero. Ni ninguno de los Caballeros aquí reunidos, si algo causa daño al esplendor de mi nariz.

—Lo que no estaría mal, Galen, dado que tengo planes para
seguir
la mano de Lady Enid —declaró Alfric con orgullo, empujándome cada vez más hacia el interior del arbusto.

—Querrás decir «conseguir». Pero no creo que la Fortuna te haya sonreído. El torneo ha acabado, ¿recuerdas?

Tras otro empujón dentro del matorral, Alfric me dejó salir.

—Puede ser que no tenga la suerte a mi favor, pero tú tienes esa suerte de comadreja que no te ha abandonado, y sigues cayendo de pie.

—Explícate.

—Me explico. Estás aquí para apoyar
mi
propósito. Ésta es tu parte en la historia —tronó Alfric, mientras me ponía la mano sobre la boca, para ahogar mi voz, que gritaba en busca de ayuda. Luego me tomó el brazo derecho y me lo retorció en la espalda hasta que el codo tocó la base de la espina dorsal y el dedo pulgar la base del cuello. Consideré alguna salida inteligente, pero no hallé ninguna, pues el dolor que me ascendía por el hombro apagó mi ingenio: apagó todo menos el dolor. Tenía, además, dificultad para respirar bien.

—¿Por qué haces todo esto, querido hermano? —dije con dificultad, a punto de perder el sentido.

—El pantano —dijo Alfric—. ¿Recuerdas el pantano?

—¡Oh!

—He oído versiones de tu confesión, Comadreja, pero, claro, como si fuera por casualidad has olvidado contar la parte en la que provocaste que tu hermano mayor se hundiera en el fango y el lodo mortales, un olvido muy conveniente sin duda; todos sabemos que la violencia contra los de la misma sangre constituye la peor trasgresión del código solámnico. No creo que Sir Bayard o Sir Robert pudieran dejar pasar por alto este detalle, digamos, tan tonto, de la historia, ¿no crees, mi querido hermano?

Después de una pausa horrorosa, en la que intentaba respirar bien, tartamudeé:

—Me pongo... a... tu entera... disposición.

Alfric aflojó el apretón. Recuperé el aire y el sentido a la vez que mi hermano me hablaba al oído.

—Bien, he traído el laúd. ¿Qué vamos a hacer ahora, Galen? Tú tienes muy buena mano para esas cosas.

Me hizo dar media vuelta sobre los talones, me acercó el rostro; recordé el olor de mi hermano: olor a vino y a comida pasada; algo que bordeaba los límites de la enfermedad siempre subyacía en estos olores.

Amenazador, Alfric me puso la punta del puñal en la garganta y me produjo cierto dolor. Luego me hizo bajar la cabeza y se cubrió, arrastrándome hacia el interior del pecho de la lechuza esculpida en el matorral.

—Todo está saliendo de maravilla, casi a la perfección —chilló Alfric—. Llegué tarde al torneo, y gracias a ello no tuve que enfrentarme con nadie que me hubiera estropeado el rostro. Después resulta que el Caballero que lo gana, y de quien hago planes de ser escudero, resulta ser un bribón y no fue el vencedor. A partir de ese momento no pienso más que en darte lo merecido por impedirme ser escudero otra vez. Pero luego pienso que es mejor no dejar de lado el torneo y considerar que Lady Enid y su herencia son presa legal.

—¿Presa legal? ¡Qué forma más... romántica de expresarte, Alfric!

—Ése es tu cometido —siseó mi hermano—. Eres mejor que yo en estas cosas. Dime lo que tengo que decir bajo la ventana de Lady Enid. Toca el laúd y canta como si lo hiciera yo. Si no lo haces —añadió con más retórica—, te mato.

Crecimos en los túneles y aposentos de la casa del foso, cada uno soñando en matar al otro, sin duda. Hablo con el corazón en la mano y puedo decir que a menudo soñé con la muerte prematura de Alfric, por las noches, cuando estaba en la cama en mi cuarto, o por el día, en el escondite que tenía detrás del hogar de la chimenea del gran salón.

En mis ensoñaciones solían aparecer enormes y feroces animales con colmillos.

Pero ya no teníamos edad para las amenazas de antaño. De pronto, el «te mataré, te mataré» que subrayó nuestra niñez militante ya no tenía sentido. Esta vez Alfric lo decía en serio.

—Y hazlo bien, Comadreja —me amenazó.

Me soltó y me metió totalmente dentro del vientre de la lechuza. Se quitó las briznas del traje, se lamió los dedos y los metió entre su pelo como si de un grotesco peine se tratara. Se quedó en un claro que había entre las figuras, vagamente iluminado por la luz de las estrellas y por la de la chimenea que llegaba a través de la ventana de Lady Enid, y de otras ventanas que estaban a este lado de la torre.

Se me permitía cortejar, pero sólo desde las alas.

—Hola, Lady Enid —dijo Alfric hacia la ventana. Me miró enseguida buscando consejo o aprobación.

—¡Maravilloso! —susurré desde el vientre de la lechuza.

Alfric sonrió como un bobo y volvió a su galanteo.

Se produjo un ruido en la ventana: un sonido apagado que tomé como risa. Pero Alfric, envalentonado por lo que él creyó provocado por su piquito de oro, sin duda lo consideró un suspiro de adoración.

Pero no sabía cómo continuar hablando. Se apartó un poco de la ventana y me miró aterrorizado.

Me escabullí por debajo del ala de la lechuza, esperando interponer sombras entre mi hermano y yo; sombras por las que podría escapar y regresar a mi aposento para estar tranquilo, con lo que Alfric...; bueno, Alfric podría seguir su cortejo durante el resto de su vida con todo el talento que tenía. Abandonado a sus propios encantos y recursos, mi hermano podría hacer que un maleficio de cuatrocientos años pareciera atractivo.

En el cielo, nubes tan grises como la pizarra correteaban tapando las lunas, ensombreciendo y variando la luz en torno a nosotros.

Alfric me siguió, perdiéndome sólo un momento cuando me oculté tras las débiles agujas azules de un enorme arrendajo esculpido en una aeterna. Enseguida me encontró, avistándome cuando emprendí de nuevo la carrera. Me arrinconó contra la silueta de un nido de gorriones recortada en un matorral de acebo, que crujió y dejó caer sus bayas cuando Alfric me agarró por los hombros y comenzó a zarandearme mientras suplicaba:

—No tienes idea de lo difícil que es ser el hijo mayor, Comadreja. Tantas responsabilidades te caen encima por la simple razón de ser el primogénito... Tienes que aguantar a tus hermanos menores: misticismo, robos y malas opiniones; y lo tienes que hacer con la sonrisa en los labios porque eres el mayor y te ha caído aguantar esas cosas.

—No me sacudas más, Alfric.

—Cierra el pico —dijo elevando la voz. Se paró y miró a su alrededor—. Estoy harto de cuidar de los intereses de los demás, de ser el hermano mayor responsable. Lo que voy a hacer es ganar algo de estima por mérito propio, hacer algo por mí mismo y por nadie más que por mí mismo.

Una sombra de dolor y de pánico le oscureció el rostro. La escena podría haber sido patética si no hubiera sabido que Alfric, desde su niñez, había dedicado todo el tiempo en su propio beneficio.

—Y me vas a ayudar, hermanito. Tú y tus palabras, y tu malicia y tus pequeños robos —profirió Alfric con voz engolada. Rompió una rama del acebo y la cimbreó con rabia bajo mis narices. La fuerte fragancia fresca de las hojas casi me hicieron estornudar.

»
¿Ves? —continuó Alfric—, voy a volver al claro, al muro de la torre, donde Lady Enid podrá verme sin dificultad. Desde allí puedo cortejarla. Piensa un poema para que pueda recitárselo, Comadreja.

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