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Authors: Jan Guillou

El Caballero Templario (47 page)

BOOK: El Caballero Templario
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Pero ¿matar a un hombre cristiano por culpa de un caballo sin alma y además en un arrebato de cólera? ¿Podría atacarse el problema intentando, al igual que el filósofo, ver lo provechoso que Dios pudo haber colocado sobre los platos de la balanza?

Si se daba por buena la explicación de Arn acerca del caballo, y había que hacerlo, entonces el animal había sido del agrado de Dios, pues había ayudado a su señor a matar a cientos de enemigos en su nombre. ¿Acaso no tenía entonces ese caballo tanto valor como al menos un hombre mundanal ordinario que hubiese tomado la cruz y viajado a Tierra Santa con motivos tanto honrosos como otros menos honrosos?

La respuesta clara en el sentido teológico era que no. Sin embargo, matando precisamente a ese caballo, el vándalo había dañado la causa de Dios en Tierra Santa tanto como si hubiera matado a un caballero. Ese pecado había que colocarlo sobre los platillos de la balanza. A eso se debía sumar la intención del vándalo de matar a mujeres e niños inocentes por puro placer. Que Dios enviase Su castigo en forma de templario a un pecador así era fácil de comprender.

Ésa era la cara objetiva del asunto. Sin duda, surgían mayores complicaciones cuando uno se acercaba a la parte subjetiva. Arn de Gothia conocía la Norma y la infringió. No era un pecador inconsciente, estaba bien educado y hablaba un latín perfecto con un gracioso acento borgoñón que recordaba al amigo padre Henri, lo que naturalmente no era demasiado raro. No se podía pretender que el pecado de Arn de Gothia no fuese grande y no se le podía restar importancia debido a la ignorancia.

Sin embargo, esta vez el problema tenía una tercera faceta. El padre Louis había sido enviado en secreto como el informador del Santo Padre en Jerusalén. El Santo Padre tenía un gran problema porque todos los hombres eclesiásticos de Tierra Santa acudían a él constantemente quejándose los unos de los otros. Exigían excomulgar a los otros y solicitaban que cesasen excomuniones, se culpaban los unos a los otros de todo tipo de pecados y estaba comprobado que a menudo mentían. Resultaba especialmente confuso cuando Tierra Santa tenía más obispos y arzobispos que otros países. Y estar sentado en Roma intentando esclarecer qué era cierto de todas estas acusaciones cruzadas y qué no lo era se había convertido en algo casi imposible. Por eso el padre Louis había recibido la misión del Santo Padre de ser los ojos y los oídos de la Santa Sede en Jerusalén, pero era preferible no revelar ese secreto a nadie.

Había que preguntarse entonces, ¿qué resultaría mejor para esta misión, mantener a Arn de Gothia como Maestre de Jerusalén en el bendito ejército propio del Santo Padre, o hacer que lo cambiasen por cualquier otro hombre burdo e ignorante?

Esa pregunta era fácil de responder. Lo que mejor serviría la santa misión era que Arn de Gothia recibiera el perdón por sus pecados y pudiera conservar su papel de anfitrión con el padre Louis. Ante la gran e importante misión empalidecía incluso el pecado de haber matado a un cristiano miserable en un arrebato de cólera. Arn de Gothia recibiría el perdón por sus pecados al día siguiente, pero el padre Louis también le explicaría esta interesante cuestión al mismísimo Santo Padre en su primera carta, de modo que pudiera darle a su perdón la bendición papal. Con eso ya había algo menos de lo que preocuparse.

Cuando Arn se reunió a la mañana siguiente con el padre Louis en el mismo lugar de la galería poco antes del laudes recibió el perdón por sus pecados en el nombre del Padre, del Hijo y de la Santa Virgen. Pero justo cuando se arrodillaron para rezar juntos en acción de gracias, el padre Louis fue interrumpido por un grito lastimero y penetrante que cortaba el silencio. Había oído ese ruido de vez en cuando pero no se le había ocurrido preguntar qué era.

Arn, al ver su confusión, lo tranquilizó explicando que sólo era el muecín de los infieles, que llamaba a su oración matutina y afirmaba que Dios es grande. El padre Louis perdió por completo el hilo del rezo cuando poco a poco comprendió que los enemigos infieles celebraban sus oraciones sacrilegas en medio de la ciudad más sagrada de Dios como si eso fuese lo más normal del mundo. Sin embargo, no quería abordar el problema en ese preciso momento.

Arn le dio las gracias a Dios por su misericordia. Pero no estaba tan impresionado, ni siquiera sorprendido, como era de esperar cuando tras un pecado así de grave recibía el perdón casi como si nada, con sólo otra semana a pan y agua.

Henri, el padre espiritual de Arn, le había perdonado severos pecados de ese tipo anteriormente, con la misma aparente ligereza. Ésa era la segunda vez que Arn recibía el perdón de sus pecados tras haber matado a un hombre cristiano. La primera vez, cuando el padre Henri lo perdonó, él era muy joven, poco más que un niño. Entonces se había defendido con tanto miedo y tan poca experiencia contra dos campesinos que habían intentado matarlo, que acabó matándolos a los dos. De alguna manera había podido justificarse con el hecho de que había sido culpa de los fallecidos y que la Virgen María había intervenido para salvar el amor de una joven doncella y otras cosas que Arn ahora apenas lograba recordar. Pero había sido perdonado.

El único pecado que no se le había perdonado de forma ligera seguía siendo el que contaba como su mayor pecado, haber amado a su prometida Cecilia también en carne poco antes de que eso hubiese tenido la completa bendición de Dios. Había cumplido casi veinte años de penitencia por ese pecado. Aun así, no lograría comprender jamás de forma sincera por qué precisamente ese pecado había sido el único de muchos que no se le pudo perdonar.

Del mismo modo le había sido imposible comprender cuál era la intención de Dios al enviarlo durante tanto tiempo a Tierra Santa. Había matado a muchos hombres, era cierto. ¿Pero realmente podía ser ésa la única intención de Dios?

El nuevo patriarca de Jerusalén, el más elevado de toda la cristiandad después del Santo Padre, era un hombre capaz de superar su mala reputación sin el más mínimo problema. El palacio del patriarca era anexo al palacio real y pronto fue conocido por todo Jerusalén como el lugar donde se convertía la noche en día. Pronto se le llamó la Patriarquesa a una de sus amantes más famosas, y la gente escupía tras su palanquín cuando iba de visita a la ciudad santa. La explicación más sencilla para que a la madre del rey, Agnes de Courtenay, no le molestase que su amante, el patriarca, tuviera además otras mujeres era que ella también tenía otros hombres.

En qué manera exacta se había realizado la elección del nuevo patriarca quedó sin saberse para siempre. El arzobispo William de Tiro, al que todo el mundo que comprendía algo de la lucha por el poder eclesiástico había visto como el claro sucesor en el alto cargo, no sólo perdió la batalla por la Santa Sede del patriarca contra el pecaminoso y ocioso Heraclius. Además, tuvo que soportar el oprobio de ser excomulgado por una larga serie de supuestos pecados que era tan seguro que no había cometido como seguro era que el nuevo patriarca Heraclius los había más que superado.

El arzobispo William de Tiro, a quien la historia ha recordado por toda la eternidad mientras que ha corrido un discreto velo sobre las fechorías de Heraclius, tuvo que rebajarse a emprender un largo e incómodo viaje hasta Roma para hacer que el Santo Padre levantase la excomunión. Que lo iba a conseguir estaba claro para todo el mundo. Muchos asumían también, entre ellos el mismo Heraclius, que el arzobispo William, sabio y experimentado en asuntos eclesiásticos, también aprovecharía para sacar a la luz algún que otro asunto que podría hacer tambalearse al nuevo patriarca en su trono de Jerusalén.

Para desgracia de Tierra Santa, William fue envenenado al poco tiempo de llegar a Roma y los documentos que llevaba consigo desaparecieron sin dejar ni rastro.

Con eso Heraclius podía sentirse seguro en su trono como patriarca de Jerusalén. Ni siquiera Saladino comprendía lo mucho que esa jugada le favorecería.

La tregua que imperaba cuando asesinaron a William de Tiro fue ahora rota de una forma más que habitual. Reinaldo de Châtillon era incapaz de controlarse cuando vio todas las caravanas cargadas de riquezas que en su camino entre La Meca y Damasco pasaban por delante de su fortaleza Kerak, en Oultrejourdain. Retomó sus redadas de saqueo.

Pronto quedó claro que el enfermo y moribundo rey de Jerusalén era incapaz de controlar a su vasallo Reinaldo de ninguna de las maneras y por eso la guerra contra Saladino fue inevitable.

Saladino cruzó como hacía a menudo el río Jordán más arriba del mar de Galilea y empezó a saquear abriéndose camino hacia al sur por Galilea con la esperanza de obligar al ejército cristiano a una batalla decisiva.

Dado que el apuesto bufón Guy de Lusignan se había casado con la hermana del rey, era en la práctica el heredero de la Santa Sede. Por tanto, era también el mando supremo del ejército real, que por primera vez tuvo que dirigir contra el mismísimo Saladino. Su encargo no era fácil. No le habría resultado fácil ni siquiera al conde Raimundo de Trípoli que, más o menos reacio, se puso con sus caballeros bajo las órdenes de Guy, y también se les sumaron los templarios y los sanjuanistas con una gran cantidad de caballeros.

El Gran Maestre de los templarios había confiado el mando de éstos a su amigo Arn de Gothia. Los sanjuanistas eran liderados por el Gran Maestre Roger des Moulins. Cuando los cristianos y los sarracenos sostuvieron sus primeras escaramuzas en Galilea, todo el mundo abrumó al indeciso Guy de Lusignan con todo tipo de propuestas contradictoras.

Arn de Gothia, que de nuevo había obtenido permiso para utilizar a sus espías beduinos, dijo saber que lo que se había visto de las fuerzas del enemigo era sólo una pequeña parte del resto que se hallaba fuera de la vista y que, por tanto, sería una locura atacar, ya que eso era precisamente lo que estaba deseando Saladino. Si por el contrario se mantenían a la espera y a la defensiva, los jinetes ligeros árabes tendrían problemas para atacar. Y si lo hacían por impaciencia, perecerían. Pues los cristianos se habían ido confiando cada vez más en llevar muchos soldados de infantería con arcos largos. Podían enviar nubes de flechas a larga distancia tan espesas que el cielo ensombrecía. Una fuerza árabe de jinetes ligeros que se metiese bajo una nube así sería liquidada antes de llegar a alcanzar el punto de poder atacar.

Algunos de los barones mundanales y el propio hermano de Guy, Amalrik Lusignan, que se había convertido en el segundo más alto del ejército real después de Guy, argumentaron en favor de una ofensiva inmediata con todos los jinetes, pues el enemigo estaba en clara inferioridad. También el hermano de la suegra de Guy, Joscelyn de Courtenay, había recibido un mando alto en el ejército real y también él quería atacar de inmediato.

Era de esperar que el Gran Maestre de los sanjuanistas, Roger des Moulins, contradijera por completo lo que dijeran los templarios. Pero él y Arn de Gothia habían mantenido una reunión en privado, por lo que se optó por decir que sería una locura ir a la ofensiva. Decía que corrían el gran peligro de caer en la misma trampa en la que cayeron en Marj Ayyoun.

El inseguro cortesano Guy de Lusignan se veía incapaz de tomar una u otra decisión en esta situación. Con el tiempo, la lucha quedó en nada, de modo que ninguno de los bandos venció. Saladino fracasó en su plan de conseguir una vez más que todos los jinetes pesados de los cristianos se lanzaran tras la aparente y fácil presa que se les pusiera a tiro, de modo que pudiera atraerlos hacia la trampa. Por otra parte, Saladino tampoco tenía planes de utilizar la táctica a la inversa, de enviar a jinetes ligeros a atacar a un ejército cristiano bien escudado.

Para Saladino esta guerra que no se llevó a cabo no significó apenas un problema. Nadie amenazaba su posición de poder, ni en El Cairo ni en Damasco, él no tenía ningún príncipe enfurecido ante quien dar explicaciones sobre una guerra fracasada. Y confiaba en que llegarían nuevas oportunidades.

Para Guy de Lusignan, las cosas estaban peor. Cuando Saladino al final se retiró sin que hubiese una batalla decisiva porque ya no podía seguir alimentando a su ejército, Galilea había sido saqueada de nuevo.

En la corte de Jerusalén, Guy de Lusignan tuvo problemas para defenderse ante todos los que estuvieron allí y decían saber exactamente cómo se habría vencido a Saladino si Guy no hubiera llegado a cometer la estupidez de confiar en templarios y sanjuanistas cobardes. Guy los tenía a todos en su contra, incluso su suegra Agnes parecía haberse convertido en un gran y experto oficial.

A estas alturas, el rey Balduino IV estaba ciego por completo y era incapaz de moverse solo. No podía protegerse de la impresión unánime que le daba el coro de plañideras. Guy de Lusignan era un chapucero indeciso y cobarde, y sería una desgracia tener a un hombre así por rey.

Había que hacer algo y el tiempo apremiaba, pues la muerte le pisaba los talones al rey leproso. Nombró heredero del trono al niño de seis años, hijo de su hermana Sibylla y que también se llamaba Balduino. Y a Guy de Lusignan lo hizo conde de Ascalón y de Jaffa, pero con la condición de que el conde viviera en Ascalón y no siguiera infestando la corte de Jerusalén con su presencia. Con muchos resoplidos y duras palabras, Guy de Lusignan se mudó a Ascalón, llevándose consigo a Sibylla y a su hijo enfermizo.

Porque así era, el heredero del trono de seis años estaba tan enfermo que todo el mundo podía verlo. La estrategia del rey de convertir al niño en heredero del trono estaba más bien destinada a impedir que Guy de Lusignan ascendiese al trono.

Quedaba ahora en manos de Dios ver quién de los dos moría primero, si el veinticuatroañero rey Balduino o su homónimo de seis años de edad.

El padre Louis tuvo que esperar varios meses antes de que surgiese un momento oportuno en que el Gran Maestre de los templarios Arnoldo de Torroja y el Maestre de Jerusalén pudieran encontrarse con él a la vez en Jerusalén. Pasaban la mayor parte del tiempo fuera, de viaje, el Gran Maestre porque debía solucionar todos los asuntos delicados dentro de la orden, desde la cristiana Armenia, al norte, hasta Gaza, en el sur; Arn de Gothia porque siendo el comandante militar de rango más alto debía visitar constantemente las diferentes fortalezas de la orden.

Pero el padre Louis prefería elegir una ocasión en que pudiera reunirse con ambos y con cierta calma y tranquilidad. Su asunto era del tipo de los que pesaban mucho sobre los hombros de un solo hombre, y dos cabezas siempre pensaban mejor que una sola. Era inevitable que su secreto fuese revelado al exponer el asunto, quedaría claro que él no era un monje cualquiera de peregrinación, sino en realidad un informador especial enviado por el Santo Padre.

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