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Authors: Jan Guillou

El Caballero Templario (4 page)

BOOK: El Caballero Templario
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—No, eso es cierto —contestó el templario—. La gente como yo sencillamente no cae en cautiverio y estoy seguro de que sabes por qué. Pero he vivido en Palestina durante diez años, no estoy aquí para robar bienes y volver a casa dentro de medio año. Y la mayoría de los que trabajan con nosotros, los templarios, hablan árabe. Por cierto, mi sargento se llama Armand de Gascogne, no hace mucho tiempo que está aquí y no comprende mucho de lo que decimos. Por eso está callado, no como los tuyos, que no pueden pronunciarse hasta que les des tu permiso.

—Eres perspicaz —murmuró Yussuf, sonrojándose—. Soy el mayor, ya puedes ver las canas en mi barba, soy yo quien gestiona el dinero de la familia. Somos comerciantes camino a un negocio importante en El Cairo y… no sé lo que mi hermano y mi amigo podrían querer preguntarle a uno de los guerreros del enemigo. Somos todos hombres de paz.

El templario miró inquisitivamente a Yussuf pero sin responder durante un buen rato. Se tomó su tiempo comiendo las almendras bañadas en miel, volvió a hacer una pausa y sacó parte de la delicia a la luz para admirarla y constató que esta repostería debía de proceder de Alepo. Se acercó la bota de vino y bebió sin preguntar ni disculparse, pasándosela luego a su sargento. Después se recostó cómodamente cubriéndose con el gran manto grueso con la temible cruz roja y miró a Yussuf como si estuviese estudiando a un contrincante de un juego de tablas, no como a un enemigo, pero sí alguien que debe ser estudiado.

—Mi desconocido amigo o enemigo, ¿qué ganaríamos con mentir cuando estamos comiendo juntos en paz y ambos hemos dado nuestra palabra de no herir al otro? —dijo finalmente. Hablaba muy tranquilo y sin resentimiento en la voz—. Tú eres guerrero al igual que yo. Si Dios quiere, la próxima vez nos encontraremos en el campo de batalla. Tu ropa te delata, vuestros caballos os delatan, así como vuestros jaeces, al igual que las espadas apoyadas contra esas sillas de montar. Son espadas forjadas en Damasco, ninguna de ellas vale menos de quinientos dinares de oro. Tu paz y la mía pronto se habrá terminado, la tregua está a punto de finalizar y si no lo sabes ya ahora, pronto lo sabrás. Deja, por tanto, que disfrutemos de este curioso momento, no se tiene muchas veces la oportunidad de conocer al enemigo. Pero no nos mintamos el uno al otro.

Yussuf sintió una tentación casi irresistible de ser honesto y confesarle al templario quién era. Pero era cierto que pronto cesaría la tregua aunque todavía no se había hecho notar en ningún campo de batalla. Y sus palabras mutuas de no herirse el uno al otro, el motivo por el que tan siquiera podían estar allí sentados comiendo juntos, sólo se refería a esta noche. Ambos eran como corderos comiendo junto con un león.

—Tienes razón, templario —dijo finalmente—,
Insh'AUah
, si Dios quiere, volveremos a encontrarnos en el campo de batalla. Pero creo lo mismo que tú, que uno debe conocer a sus enemigos y es obvio que tú pareces conocer a más fieles de lo que nosotros conocemos a infieles. Concedo ahora mi permiso a los míos para que hablen contigo.

Yussuf se recostó tapándose él también con su manto e indicó a su hermano y a su emir que tenían permiso para hablar. Pero los dos dudaban, mental izados como estaban con pasar toda la noche sentados, escuchando. Puesto que a ninguno de los fieles se le ocurría nada que decir, el templario se inclinó hacia su sargento y mantuvo una breve conversación susurrando en franco.

—Mi sargento tiene una pregunta —explicó luego—. Vuestras armas, vuestros caballos y vuestras ropas valen más de lo que aquellos desgraciados bandoleros jamás podrían haber soñado. ¿Por qué elegisteis entonces este peligroso camino al oeste del mar Muerto sin llevar suficiente escolta?

—Porque es el camino más rápido, porque una escolta atrae demasiada atención… —contestó Yussuf, vacilante.

No quería volver a embarazarse diciendo algo que no fuese cierto, por lo que debía medir sus palabras; sin lugar a dudas, su escolta habría atraído la atención, pues habría sido compuesta por al menos tres mil jinetes para ser considerado seguro.

—Y porque confiábamos en nuestros caballos, no pensábamos que unos pobres bandoleros ni francos fuesen capaces de alcanzarnos —añadió con rapidez.

—Sensato pero no tanto —afirmó el templario—, Pero esos seis bandoleros han asolado esta zona durante más de medio año, conocían el terreno como la palma de su mano, en algunos tramos podían cabalgar más de prisa que ninguno de nosotros. Era eso lo que los hacía ricos, hasta que Dios los castigó.

—Quisiera saber algo —dijo Fahkr, que ahora se pronunciaba por primera vez en toda la noche y se vio forzado a aclararse la garganta pues se había tropezado con sus propias palabras—. Se dice que vos, templario que… estáis en Al Aksa, tenéis allí un
minbar
, un lugar de oraciones para los fieles. Y también se me ha dicho que precisamente vos, templario, pegasteis una vez a un franco que estaba impidiendo a un fiel que orase. ¿Es eso cierto?

Los tres fieles miraban ahora atentos a su enemigo, pues parecían todos igual de interesados en la respuesta. Pero el templario sonrió y tradujo primero la pregunta al franco para su sargento, que de inmediato asintió con la cabeza y se echó a reír.

—Sí, es más verdad que eso —dijo el templario tras haber pensado un rato, o haber fingido pensar para despertar todavía más interés en sus oyentes—. Tenemos un
minbar
en
Templum Salomonis
, que vosotros llamáis Al Aksa, «el lugar de oraciones más lejano». De cualquier modo, no es tan extraño. En nuestra fortaleza en Gaza tenemos un
majlis
cada jueves, el único día que es posible, y entonces los testimonios pueden jurar sobre las Sagradas Escrituras de Dios, sobre los rollos de la Torá, o sobre el Corán y en algunos casos sobre otra cosa que tengan por sagrada. Si vosotros tres hubieseis sido hombres de negocios egipcios tal como manifestabais, también habríais sabido que nuestra orden tiene grandes negocios con los egipcios y ellos no comparten nuestra fe. En Al Aksa, si queréis utilizar esa palabra, los templarios tenemos nuestro cuartel general y por tanto muchos huéspedes que queremos tratar como huéspedes. El problema es que en cada mes de setiembre vienen barcos nuevos desde Pisa o Génova o los países del sur de los francos con hombres nuevos llenos de ánimos y ganas de, si no viajar directamente al paraíso, pues matar infieles o al menos descargar su violencia en ellos. Este tipo de recién llegados son para nosotros un gran problema, y siempre es después de setiembre que todos los años tenemos alborotos en nuestro propio cuartel porque los recién llegados atacan a gente de vuestra fe, y naturalmente tenemos que darles una dura reprimenda.

—¡Matáis a los propios por los nuestros! —jadeó Fahkr.

—¡Para nada! —contestó el templario con una repentina fogosidad—. Para nosotros es un grave pecado, por cierto, al igual que para vosotros en vuestra fe, matar a ningún hombre de la fe correcta. ¡De eso no hay duda!

»Pero —añadió al cabo del poco rato habiendo recuperado de nuevo su buen humor— nada nos impide darles a esos alborotadores una buena lección cuando no se dejan corregir con recomendaciones. Yo mismo he tenido ese placer en algunas ocasiones…

Se inclinó rápidamente hacia el sargento para traducir. Cuando el sargento asintió con la cabeza y a modo de confirmación se echó a reír, fue como si un gran alivio los invadiera a todos y estallaron en grandes carcajadas, tal vez demasiado grandes.

Una breve ráfaga de viento, como si fuese el último suspiro de la brisa nocturna desde las montañas de Al Khalil, les llevó de repente el hedor de los templarios hacia los tres fieles, y éstos se echaron hacia atrás e hicieron gestos para ahuyentar el olor sin poder ocultar sus sentimientos.

El templario vio su embarazo y se levantó rápidamente proponiendo que se cambiasen de lado en la tela de muselina, donde el emir Moussa ahora empezaba a servir pequeñas tazas de moca. Los tres anfitriones siguieron inmediatamente la propuesta sin decir nada descortés.

—Tenemos nuestras reglas —explicó el templario a modo de disculpa al encogerse en su nuevo sitio—. Vosotros tenéis reglas para lavaros a todas horas y nosotros tenemos reglas que nos lo prohibe, no es peor que el hecho de que vosotros tengáis reglas para cazar y nosotros reglas en contra, a excepción de leones, o que nosotros bebamos vino y vosotros no.

—El vino es otra cosa —replicó Yussuf—, La prohibición contra el vino es severa y es palabra de Dios dirigida al Profeta, que la paz lo acompañe. Pero por lo demás no somos como nuestros enemigos, fíjate en las palabras de Dios en el séptimo sura: «Quien ha prohibido las bellas cosas que Dios ha cedido a Sus servidores y todo lo bueno que les ha dado para su manutención.»

—Bueno —dijo el templario—. Vuestro escrito está lleno de lo uno y lo otro. Y si ahora quieres que por pura vanidad te muestre mis vergüenzas y me perfume como los hombres mundanos, también puedo hacer que dejes de llamarme enemigo. Porque escucha ahora las palabras de tu propio escrito, del sura sexagésimo primero, palabras de vuestro propio profeta, que la paz lo acompañe: «
¡Creyentes! Sed ayudantes de Dios. Así como Jesús, el hijo de María, dijo a los hombres vestidos de blanco: "¿Quién quiere ser mi ayudante en la causa de Dios?" Y ellos contestaron: "¡Queremos ser ayudantes de Dios!" Entre los hijos de Israel algunos llegaron a creer en Jesús mientras otros lo rechazaron. Pero Nosotros apoyamos a quienes creyeron en él en contra de sus enemigos y los creyentes acabaron con la victoria
.» A mí, personalmente, lo que más me gusta es aquello de los hombres vestidos de blanco…

Al oír estas palabras, el emir Moussa se levantó de golpe como si fuese a agarrar su espada, pero se detuvo a medio camino. Tenía la cara roja de ira cuando alargó su brazo y señaló con un dedo acusador al templario.

—¡Blasfemo! —gritó—. Hablas el idioma del Corán, eso es una cosa. ¡Pero retorcer las palabras de Dios en forma de blasfemia y mofa es otra cosa por la que no deberías sobrevivir si no fuese porque su maje… porque mi amigo Yussuf ha dado su palabra!

—¡Siéntate y compórtate, Moussa! —bramó Yussuf, implacable pero recobrándose de prisa mientras Moussa obedecía su orden—. Lo que has oído son realmente palabras de Dios y es verdad que se encuentran en el sura sexagésimo primero y son palabras sobre las que debes reflexionar. Y no pienses además que eso de «los hombres vestidos de blanco» significa eso acerca de lo que nuestro huésped pretendía bromear.

—No, por supuesto que no —se apresuró a confirmar el templario—. Se refiere a hombres vestidos de blanco desde mucho antes que mi orden existiese, mi vestimenta no tiene nada que ver con eso.

—¿Y cómo es que estás tan familiarizado con el Corán? —preguntó Yussuf con su tono habitual y sereno, como si ningún tipo de insulto hubiese tenido lugar, como si su elevado rango no hubiese estado a punto de ser revelado.

—Es cosa sabia estudiar al enemigo, si quieres puedo ayudarte a comprender la Biblia —contestó el templario como si quisiese alejarse del asunto con bromas, arrepintiéndose de su patosa incursión en el dominio de los fieles.

Yussuf estuvo a punto de dar una afilada respuesta a la despreocupada habladuría de ser enseñado en estudios blasfemos, pero fue interrumpido por un terrible y largo grito. El grito se convirtió en algo parecido a agudas risas sarcásticas que se abalanzaban sobre ellos y retumbaban desde las montañas de allí arriba. Los cinco hombres se quedaron paralizados y aguzaron el oído y el emir Moussa empezó de inmediato a pronunciar las palabras que los fieles utilizaban para ahuyentar a los
djins
del desierto. Se oyó de nuevo el chillido, pero esta vez parecía proceder de varios espíritus abismales, como si conversaran los unos con los otros, como si hubiesen descubierto el pequeño fuego de ahí abajo y a las únicas personas que había en los alrededores.

El templario se inclinó y susurró unas palabras en franco a su sargento, que asintió con la cabeza de inmediato, se levantó colocándose la espada, se envolvió bien en su manto negro, se inclinó ante sus anfitriones infieles y luego, sin mediar ni una palabra, dio media vuelta y desapareció por la oscuridad.

—Disculpadnos esta descortesía —se excusó el templario—. Pero tal como están las cosas tenemos bastante hedor de sangre y carne fresca arriba en nuestro campamento y caballos a los que debemos proteger.

Parecía como si no viese la necesidad de dar más explicaciones y alargó con una reverencia su pequeña taza de moca hacia el emir Moussa para recibir un poco más. La mano del emir era algo insegura cuando sirvió la bebida.

—¿Envías a tu sargento a la oscuridad y él obedece sin rechistar? —preguntó Fahkr con una voz un tanto afónica.

—Sí —respondió el templario—. Uno obedece a pesar de sentir temor. Pero no creo que Armand lo hiciese. La oscuridad es más amiga del que lleva manto negro que del que lleva uno blanco, y la espada de Armand es afilada y su mano segura. Esos perros salvajes, esas bestias con manchas y aullidos terribles también se conocen por su cobardía, ¿no es así?

—¿Pero estás seguro de que sólo eran perros salvajes lo que oímos? —preguntó Fahkr, inseguro.

—No —contestó el templario—. Hay muchas cosas entre el cielo y el infierno que no conocemos, con lo que nadie puede estar seguro. Pero el Señor es nuestro pastor y nada nos faltará aunque caminemos por el mismísimo valle de las sombras de la muerte. Con toda seguridad eso es lo que reza Armand ahora, cuando camina por la oscuridad. Al menos eso es lo que estaría rezando yo. Si Dios ha medido nuestro tiempo y nos reclama, naturalmente no hay nada que podamos hacer. Pero hasta entonces seguiremos partiendo las cabezas a los perros salvajes del mismo modo que a nuestros enemigos y sé que en cuanto a esto, vosotros que creéis en el Profeta, la paz lo acompañe, y renegáis del Hijo de Dios, pensáis exactamente igual que nosotros. ¿Acaso no tengo razón, Yussuf?

—Tienes razón, templario —constató Yussuf—. ¿Pero dónde está entonces el límite entre la razón y la fe, entre el miedo y la confianza en Dios? Si un hombre tiene que obedecer, como tu sargento debe obedecer, ¿hace eso que su temor sea menor?

—Cuando yo era joven, bueno, no es que ahora sea tan viejo —dijo el templario mientras parecía reflexionar con intensidad—, me dedicaba sin cesar a ese tipo de cuestiones. Es bueno para la cabeza, uno adquiere flexibilidad de pensamiento si trabaja con la cabeza. Pero me temo que ahora soy más bien lento. Se obedece. Se vence al mal. Luego se da las gracias a Dios, y eso es todo.

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