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Authors: Gilbert Keith Chesterton

Tags: #Clásico, Policíaco

El candor del padre Brown (2 page)

BOOK: El candor del padre Brown
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En casos cómo éste, Valentín se fiaba de lo imprevisto. En casos como éste, cuando no era posible seguir un proceso racional, seguía, fría y cuidadosamente, el proceso de lo irracional. En vez de ir a los lugares más indicados —Bancos, puestos de Policía, sitios de reunión—, Valentín asistía sistemáticamente a los menos indicados: llamaba a las casas vacías, se metía por las calles cerradas, recorría todas las callejas bloqueadas de escombros, se dejaba ir por todas las transversales que le alejaran inútilmente de las arterias céntricas. Y defendía muy lógicamente este procedimiento absurdo. Decía que, a tener algún vislumbre, nada hubiera sido peor que aquello; pero, a falta de toda noticia, aquello era lo mejor, porque había al menos probabilidades de que la misma extravagancia que había llamado la atención del perseguidor hubiera impresionado antes al perseguido. El hombre tiene que empezar sus investigaciones por algún sitio, y lo mejor era empezar donde otro hombre pudo detenerse. El aspecto de aquella escalinata, la misma quietud y curiosidad del restaurante, todo aquello conmovió la romántica imaginación del policía y le sugirió la idea de probar fortuna. Subió las gradas y, sentándose en una mesa junto a la ventana, pidió una taza de café solo.

Aún no había almorzado. Sobre la mesa, las ligeras angarillas que habían servido para otro desayuno le recordaron su apetito; pidió, además, un huevo escalfado, y procedió, pensativo, a endulzar su café, sin olvidar un punto a Flambeau. Pensaba cómo Flambeau había escapado en una ocasión gracias a un incendio; otra vez, con pretexto de pagar por una carta falta de franqueo, y otra, poniendo a unos a ver por el telescopio un cometa que iba a destruir el mundo. Y Valentín se decía —con razón— que su cerebro de detective y el del criminal eran igualmente poderosos. Pero también se daba cuenta de su propia desventaja: El criminal —pensaba sonriendo— es el artista creador, mientras que el detective es sólo el crítico.» Y levantó lentamente su taza de café hasta los labios…, pero la separó al instante: le había puesto sal en vez de azúcar.

Examinó el objeto en que le habían servido la sal; era un azucarero, tan inequívocamente destinado al azúcar como lo está la botella de champaña para el champaña. No entendía cómo habían podido servirle sal. Buscó por allí algún azucarero ortodoxo…; sí, allí había dos saleros llenos. Tal vez reservaban alguna sorpresa. Probó el contenido de los saleros, era azúcar. Entonces extendió la vista en derredor con aire de interés, buscando algunas huellas de aquel singular gusto artístico que llevaba a poner el azúcar en los saleros y la sal en los azucareros. Salvo un manchón de líquido oscuro, derramado sobre una de las paredes, empapeladas de blanco, todo lo demás aparecía limpio, agradable, normal. Llamó al timbre. Cuando el camarero acudió presuroso, despeinado y algo torpe todavía a aquella hora de la mañana, el detective —que no carecía de gusto por las bromas sencillas— le pidió que probara el azúcar y dijera si aquello estaba a la altura de la reputación de la casa. El resultado fue que el camarero bostezó y acabó de despertarse.

—¿Y todas las mañanas gastan ustedes a sus clientes estas bromitas? preguntó Valentín—. ¿No les resulta nunca cansada la bromita de trocar la sal y el azúcar?

El camarero, cuando acabó de entender la ironía, le aseguró tartamudeante, que no era tal la intención del establecimiento, que aquello era una equivocación inexplicable. Cogió el azucarero y lo contempló, y lo mismo hizo con el salero, manifestando un creciente asombro. Al fin, pidió excusas precipitadamente, se alejó corriendo, y volvió pocos segundos después acompañado del propietario. El propietario examinó también los dos recipientes, y también se manifestó muy asombrado.

De pronto, el camarero soltó un chorro inarticulado de palabras.

—Yo creo —dijo tartamudeando— que fueron esos dos sacerdotes.

—¿Qué sacerdotes?

—Esos que arrojaron la sopa a la pared —dijo.

—¿Que arrojaron la sopa a la pared? —preguntó Valentín, figurándose que aquélla era alguna singular metáfora italiana.

—Sí, sí —dijo el criado con mucha animación, señalando la mancha oscura que se veía sobre el papel blanco—; la arrojaron allí, a la pared.

Valentín miró, con aire de curiosidad al propietario. Éste satisfizo su curiosidad con el siguiente relato:

—Sí, caballero, así es la verdad, aunque no creo que tenga ninguna relación con esto de la sal y el azúcar. Dos sacerdotes vinieron muy temprano y pidieron una sopa, en cuanto abrimos la casa. Parecían gente muy tranquila y respetable. Uno de ellos pagó la cuenta y salió. El otro, que era más pausado en sus movimientos, estuvo algunos minutos recogiendo sus cosas, y al cabo salió también. Pero antes de hacerlo tomó deliberadamente la taza (no se la había bebido toda), y arrojó la sopa a la pared. El camarero y yo estábamos en el interior; así apenas pudimos llegar a tiempo para ver la mancha en el muro y el salón ya completamente desierto. No es un daño muy grande, pero es una gran desvergüenza. Aunque quise alcanzar a los dos hombres, ya iban muy lejos. Sólo pude advertir que doblaban la esquina de la calle de Carstairs.

El policía se había levantado, puesto el sombrero y empuñado el bastón. En la completa oscuridad en que se movía, estaba decidido a seguir el único indicio anormal que se le ofrecía; y el caso era, en efecto, bastante anormal. Pagó, cerró de golpe tras de sí la puerta de cristales y pronto había doblado también la esquina de la calle.

Por fortuna, aun en los instantes de mayor fiebre conservaba alerta los ojos. Algo le llamó la atención frente a una tienda, y al punto retrocedió unos pasos para observarlo. La tienda era un almacén popular de comestibles y frutas, y al '' aire libre estaban expuestos algunos artículos con sus nombres y precios, entre los cuales se destacaban un montón de naranjas y un montón de nueces. Sobre el montón de nueces había un tarjetón que ponía, con letras azules: «Naranjas finas de Tánger, dos por un penique». Y sobre las naranjas, una inscripción semejante e igualmente exacta, decía: «Nueces finas del Brasil, a cuatro la libra» Valentín, considerando los dos tarjetones, pensó que aquella forma de humorismo no le era desconocida, por su experiencia de hacía poco rato. Llamó la atención del frutero sobre el caso. El frutero, con su carota bermeja y su aire estúpido, miró a uno y otro lado de la calle como preguntándose la causa de aquella confusión. Y, sin decir nada, colocó cada letrero en su sitio. El policía, apoyado con elegancia en su bastón, siguió examinando la tienda. Al fin exclamó:

—Perdone usted, señor mío, mi indiscreción: quisiera hacerle a usted una pregunta referente a la psicología experimental y a la asociación de ideas.

El caribermejo comerciante le miró de un modo amenazador. El detective, blandiendo el bastoncillo en el aire, continuó alegremente:

—¿Qué hay de común entre dos anuncios mal colocados en una frutería y el sombrero de teja de alguien que ha venido a pasar a Londres un día de fiesta? O, para ser más claro: ¿qué relación mística existe entre estas nueces, anunciadas como naranjas, y la idea de dos clérigos, uno muy alto y otro muy pequeño?

Los ojos del tendero parecieron salírsele de la cabeza, como los de un caracol.

Por un instante se dijera que se iba a arrojar sobre el extranjero. Y, al fin, exclamó, iracundo:

—No sé lo que tendrá usted que ver con ellos, pero si son amigos de usted, dígales de mi parte que les voy a estrellar la cabeza, aunque sean párrocos, como vuelvan a tumbarme mis manzanas.

—¿De veras? —preguntó el detective con mucho interés—. ¿Le tumbaron a usted las manzanas?

—Como que uno de ellos —repuso el enfurecido frutero— las echó a rodar por la calle le buena gana le hubiera yo cogido, pero tuve que entretenerme en arreglar otra vez el montón.

—Y ¿hacia dónde se encaminaron los párrocos?

—Por la segunda calle, a mano izquierda y después cruzaron la plaza.

—Gracias —dijo Valentín, y desapareció como por encanto.

A las dos calles se encontró con un guardia, y le dijo:

—Oiga usted, guardia, un asunto urgente: ¿Ha visto usted pasar a dos clérigos con sombrero de teja?

El guardia trató de recordar.

—Sí, señor, los he visto. Por cierto que uno de ellos me pareció ebrio: estaba en mitad de la calle como atontado…

—¿Por qué calle tomaron? —le interrumpió Valentín.

—Tomaron uno de aquellos ómnibus amarillos que van a Hampstead.

Valentín exhibió su tarjeta oficial y dijo precipitadamente:

—Llame usted a dos de los suyos, que vengan conmigo en persecución de esos hombres.

Y cruzó la calle con una energía tan contagiosa que el pesado guardia se echó a andar también con una obediente agilidad. Antes de dos minutos, un inspector y un hombre en traje de paisano se reunieron al detective francés.

—¿Qué se le ofrece, caballero? —comenzó el inspector, con una sonrisa de importancia.

Valentín señaló con el bastón.

—Ya se lo diré a usted cuando estemos en aquel ómnibus —contestó, escurriéndose y abriéndose paso por entre el tráfago de la calle. Cuando los tres, jadeantes, se encontraron en la imperial del amarillo vehículo, el inspector dijo:

—Iríamos cuatro veces más de prisa en un taxi.

—Es verdad —le contestó el jefe plácidamente—, siempre que supiéramos adónde íbamos. —Pues, ¿adónde quiere usted que vayamos? —le replicó el otro, asombrado.

Valentín, con aire ceñudo, continuó fumando en silencio unos segundos, y después, apartando el cigarrillo, dijo:

—Si usted sabe lo que va a hacer un hombre, adelántesele. Pero si usted quiere descubrir lo que hace, vaya detrás de él. Extravíese donde él se extravíe, deténgase cuando él se detenga, y viaje tan lentamente como él. Entonces verá usted lo mismo que ha visto él y podrá usted adivinar sus acciones y obrar en consecuencia. Lo único que podemos hacer es llevar la mirada alerta para descubrir cualquier objeto extravagante.

—¿Qué clase de objeto extravagante?

—Cualquiera —contestó Valentín, y se hundió en un obstinado mutismo.

El ómnibus amarillo recorría las carreteras del Norte. El tiempo transcurría, inacabable. El gran detective no podía dar más explicaciones, y acaso sus ayudantes empezaban a sentir una creciente y silenciosa desconfianza. Acaso también empezaban a experimentar un apetito creciente y silencioso, porque la hora del almuerzo ya había pasado, y las inmensas carreteras de los suburbios parecían alargarse cada vez más, como las piezas de un infernal telescopio. Era aquél uno de esos viajes en que el hombre no puede menos de sentir que se va acercando al término del universo, aunque a poco se da cuenta de que simplemente ha llegado a la entrada del parque de Tufnell. Londres se deshacía ahora en miserables tabernas y en repelentes andrajos de ciudad, y más allá volvía a renacer en calles altas y deslumbrantes y hoteles opulentos. Parecía aquél un viaje a través de trece ciudades consecutivas. El crepúsculo invernal comenzaba ya a vislumbrarse —amenazador— frente a ellos; pero el detective parisiense seguía sentado sin hablar, mirando a todas partes, no perdiendo un rasgo de las calles que ante él se desarrollaban. Ya habían dejado atrás el barrio de Camden, y los policías iban medio dormidos. De pronto, Valentín se levantó y, poniendo una mano sobre el hombro de cada uno de sus ayudantes, dio orden de parar. Los ayudantes dieron un salto.

Y bajaron por la escalerilla a la calle, sin saber con qué objeto los hablan hecho bajar. Miraron en torno, como tratando de averiguar la razón, y Valentín les señaló triunfalmente una ventana que había a la izquierda, en un café suntuoso lleno de adornos dorados. Aquél era el departamento reservado a las comidas de lujo. Había un letrero: Restaurante. La ventana, como todas las de la fachada, tenía una vidriera escarchada y ornamental. Pero en medio de la vidriera había una rotura grande, negra, como una estrella entre los hielos.

—¡Al fin!, hemos dado con un indicio —dijo Valentín, blandiendo el bastón—. Aquella vidriera rota…

—¿Qué vidriera? ¿Qué indicio? —preguntó el inspector—. ¿Qué prueba tenemos para suponer que eso sea obra de ellos?

Valentín casi rompió su bambú de rabia.

—¿Pues no pide prueba este hombre, Dios mío? —exclamó—. Claro que hay veinte probabilidades contra una. Pero, ¿qué otra cosa podemos hacer? ¿No ve usted que estamos en el caso de seguir la más nimia sospecha, o de renunciar e irnos a casa a dormir tranquilamente?

Empujó la puerta del café, seguido de sus ayudantes, y pronto se encontraron todos sentados ante un lunch tan tardío como anhelado. De tiempo en tiempo echaban una mirada a la vidriera rota. Pero no por eso veían más claro en el asunto.

Al pagar la cuenta, Valentín le dijo al camarero:

—Veo que se ha roto la vidriera, ¿eh?.

—Sí, señor —dijo éste, muy preocupado con darle el cambio, y sin hacer mucho caso de Valentín.

Valentín, en silencio, añadió una propina considerable. Ante esto, el camarero se puso comunicativo:

—Sí, señor; una cosa increíble.

—¿De veras? Cuéntenos usted cómo fue —dijo el detective, como sin darle mucha importancia.

—Verá usted: entraron dos curas, dos párrocos forasteros de esos que andan ahora por aquí. Pidieron alguna cosilla de comer, comieron muy quietecitos, uno de ellos pagó y se salió. El otro iba a salir también, cuando yo advertí que me habían pagado el triple de lo debido. Oiga usted (le dije a mi hombre, que ya iba por la puerta), me han pagado ustedes más de la cuenta.» ¿Ah?», me contestó con mucha indiferencia. «Sí», le dije, y le enseñé la nota…. Bueno: lo que pasó es inexplicable.

—¿Por qué?

—Porque yo hubiera jurado por la santísima Biblia que había escrito en la nota cuatro chelines, y me encontré ahora con la cifra de catorce chelines.

—¿Y después? —dijo Valentín lentamente, pero con los ojos llameantes.

—Después, el párroco que estaba en la puerta me dijo muy tranquilamente: «Lamento enredarle á usted sus cuentas; pero es que voy a pagar por la vidriera.» «¿Qué vidriera?» «La que ahora mismo voy a romper»; y descargó allí la sombrilla.

Los tres lanzaron una exclamación de asombro, y el inspector preguntó en voz baja:

—¿Se trata de locos escapados?

El camarero continuó, complaciéndose manifiestamente en su extravagante relato:

—Me quedé tan espantado, que no supe qué hacer. El párroco se reunió al compañero y doblaron por aquella esquina. Y después se dirigieron tan de prisa hacia la calle de Bullock, que no pude darles alcance, aunque eché a correr tras ellos.

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