Se le ha hecho tarde a Álvaro López en la carretera. Vuelve de sus vacaciones con su mujer e hijo, y prefiere parar para pasar la noche. Por suerte, Miadona, un pueblo del que nunca había oído hablar, parece abrirles las puertas en el momento idóneo.
Pero Miadona no es realmente un pueblo ni tampoco una ciudad. Es una ciudad piloto, y en su interior alberga horrores de los que la familia López no podrá escapar.
Jesús Mate
Ciudad piloto
ePUB v1.2
JesusMate07.09.12
Título original:
Ciudad piloto
Jesús Mate, 7 de Septiembre de 2012.
Diseño/retoque portada: Jesús Mate
Editor original: JesusMate (v1.0 a v1.2)
ePub base v2.0
A esos pueblos de nuestra geografía
que autovías y autopistas nos han
obligado a darles de lado.
El motor del todoterreno dejó de rugir. Álvaro López, conocido por sus amigos como Suso, se giró para despertar a su mujer y a su hijo. Ambos se encontraban sentados en el asiento trasero del vehículo. Suso tenía treinta y dos años, medía algo más de metro ochenta, y su pelo moreno estaba despeinado a causa del viento que había entrado por la ventanilla. Aunque se mantenía en buena forma física, después de casi cuatro horas de conducción sin parar le dolían todas las partes de su cuerpo. Las cervicales le estaban matando.
Habían salido de Lagos, un pintoresco pueblo portugués, rumbo a Salamanca, pero se les había hecho demasiado tarde. Era más de la una de la madrugada y necesitaban descansar. En la autovía A-66, a la altura de Alcuéscar, había descubierto un cartel anunciando Miadona, un pueblo del que jamás había escuchado hablar antes. Sin que eso supusiese ningún problema había tomado la salida hacia allí. Al entrar en su calle principal, las casas ya a oscuras les fueron dando la bienvenida. Advirtió un letrero luminoso que indicaba la existencia de un hostal y paró justo delante. No había ningún coche aparcado en muchos metros a la redonda.
—¿Dónde estamos? —preguntó su mujer en voz baja para no despertar al pequeño.
Raquel Palacios tenía un año más que Suso. Su pelo de color castaño caía sobre su espalda atado a una gran cola. Lo que a Suso más le llamó la atención cuando conoció a Raquel fueron sus grandes ojos verdosos. Podían hechizar a cualquiera con sólo un batir de sus largas y abundantes pestañas. Era delgada y tenía prácticamente la altura de su marido. Raquel podía haber sido modelo sin problemas. Y una razón más de ello es que Raquel no era muy lista. No es que fuese tonta, pero Suso le solía pedir que le dedicase menos tiempo a su cuerpo y más a la lectura. De todas formas, con el nacimiento de su hijo había cambiado para bien.
Bajaron del coche y Suso le abrió la puerta de atrás del todoterreno a su mujer. Acababan de pasar una semana en la playa y Raquel estaba tan morena que a Suso le encantaba observar embobado cada porción de piel que su camiseta y sus shorts dejaban a la vista.
—He parado en un pueblo que se llama Miadona —dijo con el mismo volumen de voz con el que Raquel le preguntó—. Si no me equivoco, estamos aún en la provincia de Cáceres. Vamos a quedarnos en este hostal.
—Me parece perfecto. Llevas muchas horas conduciendo.
Raquel levantó el pulgar. Con un par de gestos más le indicó a Suso que ella cogía al pequeño y él se encargaba de las maletas. Como siempre.
Entraron en la recepción los tres juntos. El pequeño se había despertado cuando Suso cerró el coche con el mando a distancia y este emitió tres fuertes pitidos. Álvaro Junior, Alvarito, tenía cuatro años. El pelo castaño le llegaba a la altura de sus ojos, sin tapárselos. Su nariz respingona era colmada de continuos halagos por todo aquel que se le acercaba. Ahora iba cogido de la mano de su madre, tropezándose cada dos pasos debido al sueño que tenía.
Una mujer morena de pelo corto, vestida con un traje de chaqueta masculino, apareció por la puerta cuando llegaron a la barra de la recepción. Les recibió con una gran sonrisa en la cara.
—Buenas noches, señores. Bienvenidos al hotel Miadona, ¿qué desean? —dijo con voz pizpireta.
—Sí, hola, queríamos una habitación para esta noche —explicó Suso.
—Un momento.
La chica empezó a teclear en el ordenador, y tras una serie de firmas e intercambios de tarjeta de crédito, les entregó la llave de la habitación 314.
»Tercera planta, a la derecha. Que pasen buena noche.
—Gracias —respondieron Suso y Raquel.
Entraron en la habitación con mucho sigilo, esperando no despertar a los posibles huéspedes de otras estancias. Una vez dentro, Suso dejó escapar una sonrisa al ver lo bien cuidada que estaba. Limpia y decorada con gusto, la habitación 314 guardaba en su interior una cama de matrimonio y una individual separadas por una pequeña mesita de noche. La televisión reposaba sobre una mesa escritorio situada justo al lado de la puerta del baño. Al lado de la entrada, el armario empotrado esperaba con las puertas abiertas a sus invitados.
—¿Has visto qué ducha tienen? —le preguntó Raquel desde el interior del baño.
—No… Estoy ocupado descargando las maletas —le contestó Suso con tono sarcástico.
Su mujer salió corriendo del baño en busca de su maleta, y sacó de esta su neceser y su pijama.
—Alvarito, hijo, papi te va a sacar el pijama mientras mami se da una ducha, ¿vale, mi amor?
—¿Puedo ver la tele mientras?
—Pero sólo un rato, hasta que salga de la ducha.
—¡Vale! —gritó Alvarito, que no esperaba que su madre le fuese a dejar ver la televisión tan tarde.
Raquel cerró la puerta del baño. Acto seguido se escuchó el grifo de la ducha abrirse. Mientras tanto, Suso había sacado el pijama de su hijo y se lo había acercado. Consiguió ponérselo tras la lucha infatigable de todas las noches. Entonces, llamaron a la puerta.
—¿Quién será? —Se preguntó Suso.
Se encaminó hacia la entrada, pero se detuvo al observar que estaban girando el picaporte. No recordaba si había echado el pestillo, pero el caso es que la puerta se abrió un par de centímetros. ¿Se habrían equivocado de habitación? ¿O sería la recepcionista que vendría a traerles algún recado? No, eso no tenía sentido. Si fuese así, les habría llamado por teléfono antes. Pero quien hubiese abierto la puerta se detuvo.
Suso se acercó y, asomándose con cuidado, la terminó de abrir. Sin previo aviso sintió un fuerte empujón que lo envió casi al centro de la habitación, derribando todo lo que hubiese habido por medio. Alvarito comenzó a gritar. Suso pudo ver horrorizado cómo entraba un hombre de gran envergadura, encapuchado, vestido de negro y que les apuntaba con una pistola de gran tamaño. Su hijo seguía gritando y, antes de que Suso pudiese decir nada, el encapuchado apretó el gatillo. Los gritos de su hijo cesaron al momento.
—Ciao —dijo el encapuchado marchándose por donde había llegado.
Suso estaba paralizado. No se podía mover. Los músculos le temblaban y no le reaccionaban.
No se pudo mover para comprobar por qué su hijo ya no gritaba. Si se hubiese girado habría visto que su hijo había recibido un disparo en la cabeza que le había destrozado parte de la zona superior del cráneo arrebatándole al instante la vida.
Cuando la mente de Suso volvió a la realidad escuchó los lamentos de su mujer. Se levantó con la mirada borrosa. Vislumbró a su mujer al lado del cuerpo sin vida de su hijo. Le acariciaba el pelo sin importarle que se estuviese manchando con su sangre.
—Ra… Raquel —consiguió decir.
Su mujer no reaccionó al oír su nombre.
Suso se acercó sin querer mirar directamente a su hijo muerto. Aquello debía ser una pesadilla. Pero era demasiado real.
—Suso —susurró Raquel—, ¿qué ha pasado?
A Suso se le llenaron inmediatamente los ojos de lágrimas. No pudo contestar.
» ¿Qué ha pasado, Suso? —Preguntó alzando la voz— ¿Por qué carajo está nuestro hijo muerto?
Raquel dejó a un lado la cabeza de su hijo y se levantó. La ducha que se había dado media hora antes parecía no haberse producido jamás. El aspecto que presentaba era horrible. El blanco inmaculado pijama que vestía se había convertido en una especie de trapo rosáceo. La piel de sus brazos chorreaba sangre de su hijo, y su pelo se hallaba pringoso con sangre que ya se estaba resecando.
» ¿Qué ha pasado, Suso? —Volvió a preguntar sin poder evitar caerse de rodillas del dolor que sentía.
Suso se agachó, la abrazó y lloraron juntos.
—Quédate aquí —le decía Suso a su mujer—. Voy a bajar a recepción para que llamen a la policía, ¿de acuerdo?
Raquel asintió. Cada uno tenía su móvil, pero dentro del hotel parecía no haber cobertura. También habían probado con el teléfono de la habitación sin ningún éxito.
» Cuando salga, echa el pestillo y no abras salvo que estés segura de que soy yo, ¿de acuerdo?
Raquel volvió a asentir.
—Ten cuidado —consiguió decir— y vuelve pronto.
—Te lo prometo.
Suso salió de la habitación. Tras él, sonó el chasquido en la puerta que indicaba que su mujer estaba a salvo. O al menos eso esperaba. Sin tiempo que perder, Suso se dio la vuelta y vio como el número 314 le devolvía la mirada. Suspiró hondo, intentó ahogar todos los sentimientos que le invadían y se dirigió hacia la recepción.
Durante el camino sólo escuchaba pensamientos cargados de dolor. Se maldecía por haber decidido detenerse en aquel hotel. Se odiaba por no haber podido hacer nada por su hijo. Y deseaba poder vengarse de aquel cobarde encapuchado que le había arrebatado su razón de ser. Cuando se dio cuenta ya había llegado a la recepción. Nadie.
—¿Hola? —Preguntó con precaución—. ¿Señorita?
No se atrevía a alzar la voz. El asesino podía no haber abandonado el hotel. Y a pesar de que estaba seguro que si viese al asesino de su hijo se abalanzaría hacia él, debía recordar que llevaba un arma y que le dispararía antes de que le rozase la capucha con la que ocultaba su cerda cara.
Pensó que quizás hubiese matado a la recepcionista. Así que se asomó por encima de la barra esperando encontrase el cuerpo tirado, pero detrás no había nada ni nadie. Suso se dirigió hacia la puerta en la que rezaba el cartel
“Sólo personal autorizado”
y entró. Desde detrás de la barra buscó un teléfono. Lo encontró, pero al descolgarlo comprobó que no había línea.