El capitán Alatriste (18 page)

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Authors: Arturo y Carlota Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras

BOOK: El capitán Alatriste
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Unos amigos ofrecieron lugar junto a ellos, en un banco, a Don Francisco de Quevedo, y éste se excusó con nosotros, yendo a sentarse allí. Juan Vicuña y el Licenciado Calzas estaban aparte, conversando sobre la obra que íbamos a ver, y que Calzas mucho había apreciado años antes, cuando el estreno. Por su parte, Diego Alatriste se mantenía a mi lado, haciéndome sitio junto a la viga del degolladero para que me pudiera mantener en primera fila de los mosqueteros y ver la representación sin estorbo. Había comprado obleas y barquillos que yo hacía crujir en mi boca, encantado, y tenía una mano puesta sobre mi hombro para evitar que me zarandearan los empujones. Y en un momento dado sentí que esa mano se ponla rígida, y luego se retiraba despacio hasta apoyarse en el pomo de la espada.

Seguí la dirección de sus ojos, cuya expresión se había endurecido, y entre la gente alcancé a distinguir a los dos hombres que el día anterior estuvieron rondando cerca de nosotros en las gradas de San Felipe. Ocupaban lugar entre los mosqueteros y me pareció verles cambiar un signo de inteligencia con otros dos que entraron por una de las puertas para situarse cerca. Su manera de llevar calado el sombrero y terciar la capa, los bigotes de guardamano y barbas de gancho, algún chirlo en la cara y la forma de pararse con las piernas abiertas y mirar a lo zafio, delataban sin duda a bravos de a tanto la cuchillada. De tales estaba lleno el corral, eso es cierto; pero aquellos cuatro parecían singularmente interesados en nosotros.

Sonaron los golpes que daban inicio a la comedia, gritaron
¡sombreros!
los mosqueteros, descubrióse todo el mundo, descorrieron la cortina, y mi atención voló sin remedio de los valentones a la escena, donde salían ya los personajes de doña Laura y Urbana, con mantos. Delante del telón de fondo, un pequeño bastidor de cartón pintado imitaba la Torre del Oro.

Famoso está el Arenal.

—¿ Cuándo lo dejó de ser?

—No tiene, a mi parecer, todo el mundo vista igual.

Todavía hoy me conmuevo al recordar aquellos versos, primeros que oí en mi vida sobre el escenario de un corral de comedias; y más porque la actriz que encarnaba a doña Laura, la bellísima María de Castro, había de ocupar más tarde cierto espacio en la vida del capitán Alatriste y en la mía. Pero aquel día, en el corral del Príncipe, la de Castro no era para mí sino la hermosa Laura que acude con su tía Urbana al puerto de Sevilla, donde las galeras se aprestan a zarpar, y donde se encuentra de modo casual con Don Lope y Toledo, su criado.

Abreviar es menester;

que ya se quieren partir

¡Oh, qué victoria es huir

las armas de una mujer!

Todo se desvaneció a mi alrededor, colgado como estaba de las palabras que salían de la boca de los actores. Por supuesto, a los pocos minutos yo estaba en pleno Arenal de Sevilla locamente enamorado de Laura, y deseaba tener la gallardía de los capitanes Fajardo y Castellanos, y darme de estocadas con los alguaciles y los corchetes antes de embarcarme en la Armada del Rey, diciendo, como Don Lope:

Hube de sacar la espada.

aquéla para un hidalgo

noble, por cierto; que es justo

honrar al que da disgusto,

si un hombre se tiene en algo.

Que afrentar, aunque sea un loco

ausente, al que se atrevió

a ofenderos, pienso yo

que es tenerse un hombre en poco.

Fue en ese momento cuando uno de los espectadores que estaba en pie a nuestro lado se volvió hacia el capitán para chistarle, en demanda de que guardara silencio, aunque éste no había dicho ni una palabra. Me volví sorprendido, y observé que el capitán miraba con atención al que había chistado, individuo con trazas de rufián, la capa doblada en cuatro sobre un hombro y la mano en el puño de la espada. Prosiguió la representación, centré de nuevo en ella mi atención, y aunque Diego Alatriste seguía callado e inmóvil, el tipo de la capa doblada en cuatro volvió a chistarle, mirándolo después con cara de pocos amigos y murmurando en voz baja sobre quienes no respetan el teatro ni dejan oír a la gente. Sentí entonces cómo la mano del capitán, que había vuelto a apoyar en mi hombro, me apartaba suavemente a un lado, y noté cómo después se retiraba un poco la capa, a fin de desembarazar la empuñadura de la daga que llevaba al cinto detrás del costado izquierdo. Terminaba en ese instante el primer acto, sonaron los aplausos del público, y Alatriste y nuestro vecino se sostuvieron la mirada silenciosamente, sin que de momento las cosas fueran más allá. Dos a cada lado, algo más lejos, los otros cuatro individuos no nos quitaban ojo de encima.

Durante el baile del entreacto, el capitán buscó a Vicuña y al Licenciado Calzas con la vista y luego me confió a ellos, con el pretexto de que iba a ver mejor la segunda jornada desde donde estaban. Sonaron en ese momento fuertes aplausos entre el público y todos nos volvimos hacia uno de los aposentos superiores, donde la gente había reconocido al Rey nuestro señor, quien allí se había entrado con disimulo al inicio del primer acto. Vi entonces por vez primera sus rasgos pálidos, el cabello rubio y ondulado en la frente y las sienes, y aquella boca con el labio inferior prominente, tan característico de los Austrias, y libre todavía del enhiesto bigote que luciría después. Vestía nuestro monarca de terciopelo negro, con golilla almidonada y sobrios botones de plata —fiel a la pragmática de austeridad contra el lujo en la Corte que él mismo acababa de dictar—, y en la mano pálida y fina, de azuladas venas, sostenía con descuido un guante de gamuza que a veces se llevaba a la boca para ocultar una sonrisa o unas palabras con sus acompañantes, en los que el entusiasmo del público había reconocido, junto a varios gentiles hombres españoles, al príncipe de Gales y al duque de Buckingham, a quienes Su Majestad había tenido a bien, aunque manteniendo el incógnito oficial —todos iban cubiertos, como si el Rey no estuviese allí—, invitar al espectáculo. Contrastaba la grave sobriedad de los españoles con las plumas, cintas, lazos y joyas que lucían los dos ingleses, cuya apostura y juventud fueron muy celebradas por el público que llenaba el corral de comedias, y levantaron no pocos requiebros, golpes de abanico y miradas devastadoras en la cazuela de las mujeres.

Empezó la segunda jornada, que yo seguí, bebiéndome como en la anterior hasta la última de las palabras y gestos de los representantes; y durante ésta, justo cuando en el escenario el capitán Fajardo decía aquello de:

«Prima» la llama. No sé

si esta prima es verdadera;

más no es la cuerda primera

que por prima falsa esté.

… volvió en ese punto a chistarle a Diego Alatriste el valentón de la capa doblada en cuatro, y esta vez se le unieron dos de los otros rufianes que en el entreacto se habían ido acercando. El propio capitán había jugado alguna vez la misma treta, así que el negocio estaba más claro que el agua; sobre todo habida cuenta de que los dos matachines restantes venían también poco a poco entre la gente. Miró el capitán a su alrededor, por ver la suerte en que se hallaba. Detalle significativo: ni el alcalde de Casa y Corte ni los alguaciles que solían cuidar del orden en las representaciones aparecían por parte alguna. En cuanto a otro socorro, el Licenciado Calzas no era hombre de armas, y el cincuentón Juan Vicuña poca destreza podía hacer con una sola mano. Respecto a Don Francisco de Quevedo, se hallaba dos filas de bancos más lejos, atento al escenario y ajeno a lo que a sus espaldas se tramaba. Y lo peor era que, influidos por el chistar de los provocadores, algunos del público empezaban a mirar mal al propio Alatriste, como si realmente éste molestase la representación. Lo que estaba a punto de ocurrir era tan cierto como que dos y dos eran cuatro. En aquel caso concreto, tres y dos sumaban cinco. Y cinco a uno era demasiado, incluso para el capitán.

Intentó zafarse en dirección a la puerta más cercana. Obligado a reñir, lo haría con más espacio en la calle que allí adentro, embarazado por todos, donde no iban a tardar un Jesús en coserlo a puñaladas. También había cerca un par de iglesias donde acogerse a sagrado, si al cabo terciaba además la justicia en el lance. Pero ya los otros le cerraban las espaldas, y la cosa tomaba un feo cariz. Terminaba en eso el segundo acto, sonaron los aplausos, y con ellos arreciaron las increpaciones de los valentones contra el capitán. Ya la chusma empezaba a hacer corro. Trabáronse de palabras, subió el tono. Y por fin, entre dos reniegos y por vidas de, alguien pronunció la palabra bellaco. Entonces Diego Alatriste suspiró muy hondo, para sus adentros. Aquello era negocio hecho. Así que, resignado, metió mano a la espada y sacó el acero de la vaina.

Al menos, se dijo fugazmente al desnudar la blanca, un par de aquellos hideputas iban a acompañarlo bien servidos al infierno. Sin tan siquiera componerse en guardia, lanzó un tajo horizontal con la espada hacia la derecha para alejar a los rufianes que tenía más próximos, y echando atrás la mano izquierda sacó la daga vizcaína de la funda que le pendía del cinto bajo los riñones. Alborotaba el público dejando espacio, gritaban las mujeres en la cazuela, se inclinaban los ocupantes de los aposentos por las ventanas para ver mejor. No era extraño en aquel tiempo, como hemos dicho, que el espectáculo se desplazase en los corrales del escenario al patio; y todos se preparaban a disfrutar una vez más del suceso adicional y gratuito: en un momento se había hecho un círculo alrededor de los contendientes. El capitán, seguro de no resistir mucho rato frente a cinco hombres armados y diestros en el oficio, decidió no andarse con lindezas de esgrima, y en vez de curar su salud procuró desbaratar la de sus enemigos. Dio una cuchillada al de la capa doblada en cuatro, y sin pararse a ver el resultado —que no fue gran cosa—, se agachó intentando desjarretar a otro con la vizcaína. Puestos a seguir con la aritmética, cinco espadas y cinco dagas sumaban diez hojas de acero cortando el aire; así que le llovían estocadas como granizo. Una anduvo tan cerca que cortó una manga del jubón, y otra le hubiera pasado el cuerpo de no enredarse en su capa. Revolvióse lanzando molinetes y tajos a diestro y siniestro; hizo retroceder a un par de adversarios, trabó el acero con uno y la vizcaína con otro, y sintió que alguien lo acuchillaba en la cabeza: el filo cortante y frío de la hoja, y la sangre chorreándole entre las cejas. Estás pero que bien jodido, Diego, se dijo con un último rastro de lucidez. Hasta aquí has llegado. Y lo cierto es que se sentía exhausto. Los brazos le pesaban como el plomo y la sangre lo cegaba. Alzó la mano izquierda, la de la daga, para limpiarse los ojos con el dorso, y entonces vio una espada que se dirigía hacia su garganta, y a Don Francisco de Quevedo que gritando: «¡Alatriste! ¡A mí! ¡A mí!», con voz atronadora, saltaba desde los bancos a la viga del degolladero e interponía la suya desnuda, parando el golpe.

—¡Cinco a dos ya está mejor! —exclamó el poeta acero en alto, saludando con una alegre inclinación de cabeza al capitán—… ¡No queda sino batirse!

Y se batía, en efecto, como el demonio que era toledana en mano, sin que su cojera le estorbase lo más mínimo. Meditando sin duda la décima que iba a componer si sacaba la piel de aquello. Los anteojos le habían caído sobre el pecho y colgaban de su cinta, junto a la cruz roja de Santiago; y acometía feroz, sudoroso, con toda la mala leche que solía reservar para sus versos y que, en ocasiones como ésa, también sabía destilar en la punta de su espada. Lo arrollador e inesperado de su carga contuvo a los que atacaban, e incluso alcanzó a herir a uno con buen golpe que le pasó la banda del tahalí hasta el hombro. Después, rehechos los contrincantes, cerraron de nuevo y la querella hirvió en un remolino de cuchilladas. Hasta los actores habían salido a mirar desde el escenario.

Lo que ocurrió entonces ya es Historia. Cuentan los testigos que, en el palco donde se hallaban de supuesto incógnito el Rey, Gales, Buckingham y su séquito de gentiles hombres, todos veían la pendencia con sumo interés y encontrados sentimientos. Nuestro monarca, como es natural, estaba molesto por aquella desvergonzada afrenta al orden público en su augusta presencia; aunque tal presencia fuese sólo oficiosa. Pero hombre joven, gallardo y de espíritu caballeresco, no le incomodaba mucho, en otro oculto sentido, que sus invitados extranjeros asistiesen a una exhibición espontánea de bravura por parte de sus súbditos, con los que a fin de cuentas solían encontrarse a menudo en el campo de batalla. Lo cierto es que el hombre que se había estado batiendo con cinco lo hacía con una desesperación y un coraje inauditos, arrancando a los pocos mandobles la simpatía del público y gritos de angustia entre las damas, al verlo estrechado tan de cerca. Dudó el Rey nuestro señor, según cuentan, entre el protocolo y la afición; por eso se demoraba en ordenar al jefe de su escolta de guardias vestidos de paisano que interviniese para cortar el tumulto. Y justo cuando por fin iba a abrir la boca para una orden real e inapelable, a todos causó gran admiración ver a Don Francisco de Quevedo, conocidísimo en la Corte, terciar tan resuelto en el lance.

Pero la mayor sorpresa aún estaba por venir. Porque el poeta había gritado el nombre de Alatriste al entrar en liza; y el Rey nuestro señor, que iba de sobresalto en sobresalto, vio que, al oírlo, Carlos de Inglaterra y el duque de Buckingham se iraban el uno al otro.


¡Alatruiste!
—exclamó el de Gales, con aquella pronunciación suya tan juvenil, cerrada y británica. Y tras inclinarse un momento por la barandilla de la ventana, echó una ávida ojeada a la situación allá abajo, en el patio, y luego se volvió de nuevo hacia Buckingham, y después al Rey. En los pocos días que llevaba en Madrid había tenido tiempo de estudiar algunas palabras y frases sueltas del castellano, y fue de ese modo como se dirigió a nuestro monarca:


Diesculpad, Siure… Hombrue ese y yo tener deuda… Mi vida debo
.

Y acto Seguido, tan flemático y sereno como si estuviese en un salón de su palacio de Saint James, se quitó el sombrero, ajustó los guantes, y requiriendo la espada miró a Buckingham con perfecta sangre fría.

—Steenie —dijo.

Después, acero en mano, sin demorarse más, bajó los peldaños de la escalera seguido por Buckingham, que también desenvainaba. Y Don Felipe Cuarto, atónito, no supo si detenerlos o asomarse de nuevo a la ventana; así que cuando recobró la compostura que estaba a punto de perder, los dos ingleses se veían ya en el patio del corral de comedias, trabándose a estocadas con los cinco hombres que cercaban a Francisco de Quevedo y Diego Alatriste. Era aquél un lance de los que hacen época; de modo que aposentos, gradas, cazuela, bancos y patio, estupefactos al ver aparecer a Carlos y Buckingham herreruza en mano, resonaron al instante con atronador estallido de aplausos y gritos de entusiasmo. Entonces el Rey nuestro señor reaccionó por fin, y puesto en pie se volvió a sus gentiles hombres, ordenando que cesara de inmediato aquella locura. Al hacerlo se le cayó un guante al suelo. Y eso, en alguien que reinó cuarenta y cuatro años sin mover en público una ceja ante los imprevistos ni alterar el semblante, denotaba hasta qué punto el monarca de ambos mundos estuvo aquella tarde, en el corral del Príncipe, en un tris de perder los papeles.

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