El capitán Alatriste (20 page)

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Authors: Arturo y Carlota Pérez-Reverte

Tags: #Aventuras

BOOK: El capitán Alatriste
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—Desconozco si a alguien salvé la vida —dijo tras meditar un poco—. Pero recuerdo que, cuando se me encomendó cierto servicio, el principal de mis empleadores dijo que no quería muertes en aquel lance.

—Vaya. ¿Eso dijo?

—Eso mismo.

Las pupilas penetrantes del privado apuntaron al capitán como ánimas de arcabuz.

—¿Y quién era ese principal? —preguntó con peligrosa suavidad.

Alatriste ni pestañeó.

—No lo sé, Excelencia. Llevaba un antifaz.

Ahora Olivares lo observaba con nuevo interés.

—Si tales eran las órdenes, ¿cómo es que vuestro compañero osó ir más lejos?

—No sé de qué compañero habla vuestra Excelencia. De cualquier modo, otros caballeros que acompañaban al principal dieron después instrucciones diferentes.

—¿Otros?… —el ministro parecía muy interesado en aquel plural—. Por las llagas de Dios que me gustaría conocer sus nombres. O descripciones.

—Me temo que es imposible. Ya habrá notado vuestra Excelencia que tengo una memoria infame. Y los antifaces…

Vio que Olivares daba un golpe sobre la mesa, disimulando su impaciencia. Pero la mirada que dirigió a Alatriste era más valorativa que amenazadora. Parecía sopesar algo en su interior.

—Empiezo a estar harto de vuestra mala memoria. Y os prevengo que hay verdugos capaces de avivársela al más pintado.

—Ruego a vuestra Excelencia que me mire bien la cara.

Olivares, que no había dejado de mirar al capitán, frunció bruscamente el ceño, entre irritado y sorprendido. Su expresión se tornó más seria, y Alatriste creyó que iba a llamar en ese momento a la guardia para que se lo llevaran de allí y lo ahorcaran en el acto. Pero el privado permaneció inmóvil y silencioso, mirándole al capitán la cara como éste había pedido. Por fin, algo que debió de ver en su mentón firme o en los ojos glaucos y fríos, que no parpadearon un solo instante mientras duró el examen, pareció convencerlo.

—Quizá tengáis razón —asintió el privado—. Me atrevería a jurar que sois de los olvidadizos. O de los mudos.

Se quedó un instante pensativo, mirando los papeles que tenía sobre la mesa.

—Debo despachar unos asuntos —dijo—. Espero que no os importe aguardar aquí un poco más.

Se levantó entonces y, acercándose al cordón de una campanilla que pendía del techo junto a la pared, tiró de éste una sola vez. Luego volvió a sentarse sin prestar más atención al capitán.

El aire familiar del individuo que entró en la habitación se acentuó en cuanto Alatriste oyó su voz. Por vida de. Aquel lío, decidió, empezaba a parecerse a una reunión de viejos conocidos, y sólo faltaban allí el padre Emilio Bocanegra y el espadachín italiano para completar cuadrilla. El recién llegado tenía la cabeza redonda, y en ella flotaban desamparados algunos cabellos entre castaños y grises. Todo su pelo era mezquino y ralo: las patillas hasta media cara, la barbita muy estrecha y recortada desde el labio inferior al mentón, y los bigotes poco espesos pero rizados sobre los mofletes, surcados de venillas rojas igual que la gruesa nariz. Vestía de negro, y la cruz de Calatrava no bastaba para atenuar la vulgaridad que se desprendía de su apariencia, con la golilla poco limpia y mal almidonada, y aquellas manos manchadas de tinta que le hacían parecer un amanuense venido a más, con el grueso anillo de oro en el meñique de la mano izquierda. Los ojos, sin embargo, resultaban inteligentes y muy vivos; y la ceja izquierda, arqueada a más altura que la derecha con aire avisado, crítico, daba un carácter taimado, de peligrosa mala voluntad, a la expresión —primero sorprendida y luego desdeñosa y fría— que cruzó su rostro al descubrir a Diego Alatriste.

Era Luis de Alquézar, secretario privado del Rey Don Felipe Cuarto. Y esta vez venía sin máscara.

—Resumiendo —dijo Olivares—. Que hemos topado con dos conspiraciones. Una, encaminada a dar una lección a ciertos viajeros ingleses, y a quitarles unos documentos secretos. Y otra dirigida simplemente a asesinarlos. De la primera tenía ciertos informes, creo recordar.. Pero la segunda es casi una novedad para mí. Quizá vuestra merced, Don Luis, como secretario de Su Majestad y hombre ducho en covachuelas de la Corte, hayáis oído algo.

El valido había hablado muy despacio, tomándose su tiempo y con largas pausas entre frase y frase; sin quitarle de encima los ojos al recién llegado. Éste permanecía en pie, escuchando, y de vez en cuando lanzaba furtivas ojeadas a Diego Alatriste. El capitán se mantenía a un lado, preguntándose en qué diablos iba a terminar todo aquello. Reunión de pastores, oveja muerta. O a punto de estarlo.

Olivares había dejado de hablar y aguardaba. Luis de Alquézar se aclaró la garganta.

—Temo no ser muy útil a vuestra Grandeza —dijo, y en su tono extremadamente cauto se traslucía el desconcierto por la presencia de Alatriste—. Algo había oído yo también de la primera conspiración… En cuanto a la segunda… —miró al capitán y la ceja izquierda se le enarcó siniestra, como un puñal turco en alto—. Ignoro lo que este sujeto ha podido, ejem, contar.

El privado tamborileó impaciente con los dedos sobre la mesa.

—Este sujeto no ha contado nada. Lo tengo aquí esperando para despachar otro asunto.

Luis de Alquézar miró al ministro un largo rato, calibrando lo que acababa de oír. Digerido aquello, miró a Alatriste y de nuevo a Olivares.

—Pero… —empezó a decir.

—No hay peros.

Alquézar se aclaró la garganta de nuevo.

—Como vuestra Grandeza me plantea un tema tan delicado delante de terceros, creí que…

—Pues creísteis mal.

—Disculpadme —el secretario miraba los papeles de la mesa con expresión inquieta, como acechando algo alarmante en ellos. Se había puesto muy pálido—. Pero no sé si ante un extraño debo…

Alzó el valido una mano autoritaria. Alatriste, que los observaba, habría jurado que Olivares parecía disfrutar con todo aquello.

—Debéis.

Ya eran cuatro las veces que Alquézar tragaba saliva, aclarándose la garganta. Esta vez lo hizo ruidosamente.

—Siempre estoy a las órdenes de vuestra Grandeza —su tez pasaba de la extrema palidez al enrojecimiento súbito, cual si experimentase accesos de frío y de calor—. Lo que puedo imaginar sobre esa segunda conspiración…

—Procurad imaginarlo con todo detalle, os lo ruego.

—Por supuesto, Excelencia —los ojos de Alquézar seguían escudriñando inútilmente los papeles del ministro; sin duda su instinto de funcionario lo impulsaba a buscar en ellos la explicación a lo que estaba ocurriendo—… Os decía que cuanto puedo imaginar, o suponer, es que ciertos intereses se cruzaron en el camino. La Iglesia, por ejemplo…

—La Iglesia es muy amplia. ¿Os referís a alguien en particular?

—Bueno. Hay quienes tienen poder terrenal, además del eclesiástico. Y ven con malos ojos que un hereje…

—Ya veo —cortó el ministro—. Os referís a santos varones como fray Emilio Bocanegra, por ejemplo. Alatriste vio cómo el secretario del Rey reprimía un sobresalto.

—Yo no he citado a su Paternidad —dijo Alquézar, recobrando la sangre fría— pero ya que vuestra Grandeza se digna mencionarlo, diré que sí. Me refiero a que tal vez, en efecto, fray Emilio sea de quienes no ven con agrado una alianza con Inglaterra.

—Me sorprende que no hayáis acudido a consultarme, si abrigabais semejantes sospechas.

Suspiró el secretario, aventurando una discreta sonrisa conciliadora. A medida que se prolongaba la conversación y sabía a qué tono atenerse, parecía más taimado y seguro de sí.

—Ya sabe vuestra Grandeza cómo es la Corte. Sobrevivir resulta difícil, entre tirios y troyanos. Hay influencias. Presiones… Además, resulta sabido que vuestra Grandeza no es partidario de una alianza con Inglaterra… A fin de cuentas se trataría de serviros.

—Pues voto a Dios, Alquézar, que por servicios así hice ahorcar a más de uno —la mirada de Olivares perforaba al secretario real como un mosquetazo—… Aunque imagino que el oro de Richelieu, de Saboya y de Venecia tampoco habrá sido ajeno al asunto.

La sonrisa cómplice y servil que ya apuntaba bajo el bigote del secretario real se borró como por ensalmo.

—Ignoro a qué se refiere vuestra Grandeza.

—¿Lo ignoráis? Qué curioso. Mis espías habían confirmado la entrega de una importante suma a algún personaje de la Corte, pero sin identificar destinatario… Todo esto me aclara un poco las ideas.

Alquézar se puso una mano exactamente sobre la cruz de Calatrava que llevaba bordada en el pecho.

—Espero que vuestra Excelencia no vaya a pensar que yo…

—¿Vos? No sé qué podríais terciar en este negocio —Olivares hizo un gesto displicente con una mano, cual para alejar una mala idea, haciendo que Alquézar sonriese un poco, aliviado—… A fin de cuentas, todo el mundo sabe que yo os nombré secretario privado de Su Majestad. Gozáis de mi confianza. Y aunque en los últimos tiempos hayáis obtenido cierto poder, dudo que fueseis tan osado como para conspirar a vuestro aire. ¿Verdad?

La sonrisa de alivio ya no estaba tan segura en la boca del secretario.

—Naturalmente, Excelencia —dijo en voz baja.

—Y menos —prosiguió Olivares— en cuestiones donde intervienen potencias extranjeras. A fray Emilio Bocanegra puede salirle eso gratis porque es hombre de iglesia con agarres en la Corte. Pero a otros podría costarles la cabeza.

Al decir aquello le dirigió a Alquézar una mirada significativa y terrible.

—Vuestra Grandeza sabe —casi tartamudeó el secretario real, de nuevo demudada la color— que le soy absolutamente fiel.

El valido lo miró con ironía infinita.

—¿Absolutamente?

—Eso he dicho a vuestra Grandeza. Fiel y útil.

—Pues os recuerdo, Don Luis, que de colaboradores absolutamente fieles y útiles tengo yo los cementerios llenos.

Y dicha aquella fanfarronada, que en su boca sonaba funesta y amenazadora, el conde de Olivares cogió la pluma con aire distraído, sosteniéndola entre los dedos como si se dispusiera a firmar una sentencia. Alatriste vio que Alquézar seguía el movimiento de la pluma con ojos angustiados.

—Y ya que hablamos de cementerios —dijo de pronto el ministro—. Os presento a Diego Alatriste, más notorio por el nombre de capitán Alatriste… ¿Lo conocíais?

—No. Quiero decir que, ejem, que no lo conozco.

—Eso es lo bueno de andar entre gente avisada: que nadie conoce a nadie.

De nuevo parecía Olivares a punto de sonreír, pero no lo hizo. Al cabo de un instante señaló con la pluma al capitán.

—Don Diego Alatriste —dijo— es hombre cabal, con excelente hoja militar; aunque una herida reciente y su mala suerte lo tengan en situación delicada. Parece valiente y de fiar.. Sólido, sería el término justo. No abundan los hombres como él; y estoy seguro de que con algo de buena fortuna conocerá mejores tiempos. Sería una lástima vernos privados para siempre de sus eventuales servicios —miró al secretario del Rey, penetrante—… ¿No lo halláis en razón, Alquézar?

—Muy en razón —se apresuró a confirmar el otro—. Pero con el modo de vida que le imagino, este señor Alatriste se expone a tener cualquier mal encuentro… Un accidente o algo así. Nadie podría hacerse responsable de ello.

Dicho lo cual, Alquézar le dirigió al capitán una mirada de rencor.

—Me hago cargo —dijo el valido, que parecía estar a sus anchas con todo aquello—. Pero sería bueno que por nuestra parte no hagamos nada por anticipar tan molesto desenlace. ¿No sois de mi opinión, señor secretario real?

—Absolutamente, Excelencia —la voz de Alquézar temblaba de despecho.

—Sería muy penoso para mí.

—Lo comprendo.

—Penosísimo. Casi una afrenta personal.

Desencajado, Alquézar tenía cara de estar trasegando bilis por azumbres. La mueca espantosa que le crispaba la boca pretendía ser una sonrisa.

—Por supuesto —balbució.

Alzando un dedo en alto, como si acabase de recordar algo, el ministro buscó entre los papeles de la mesa, cogió uno de los documentos y se lo alargó al secretario real.

—Quizás ayudaría a nuestra tranquilidad que vos mismo cursarais este beneficio, que por cierto viene firmado por Don Ambrosio de Spínola en persona, para que se le concedan cuatro escudos a Don Diego Alatriste por servicios en Flandes. Eso le ahorrará por algún tiempo andar buscándose la vida entre cuchillada y cuchillada… ¿Está claro?

Alquézar sostenía el papel con la punta de los dedos, cual si contuviera veneno. Miraba al capitán con ojos extraviados, a punto de sufrir un golpe de sangre. La cólera y el despecho le hacían rechinar los dientes.

—Claro como el agua, Excelencia.

—Entonces podéis regresar a vuestros asuntos.

Y sin levantar la vista de sus papeles, el hombre más poderoso de Europa despidió al secretario del Rey con un gesto displicente de la mano.

Cuando se quedaron solos, Olivares alzó la cabeza para mirar detenidamente al capitán Alatriste.

—Ni voy a daros explicaciones, ni tengo por qué dároslas —dijo por fin, malhumorado.

—No he pedido explicaciones a vuestra Excelencia.

—Si lo hubierais hecho ya estaríais muerto. O camino de estarlo.

Hubo un silencio. El valido se había puesto en pie, yendo hasta la ventana sobre la que corrían nubes que amenazaban lluvia. Seguía las evoluciones de los guardias en el patio, cruzadas las manos a la espalda. A contraluz su silueta parecía aún más maciza y oscura.

—De cualquier modo —dijo sin volverse— podéis dar gracias a Dios por seguir vivo.

—Es cierto que me sorprende —respondió Alatriste—. Sobre todo después de lo que acabo de oír.

—Suponiendo que de veras hayáis oído algo.

—Suponiéndolo.

Todavía sin volverse, Olivares encogió los poderosos hombros.

—Estáis vivo porque no merecéis morir, eso es todo. Al menos por este asunto. Y también porque hay quien se interesa en vos.

—Os lo agradezco, Excelencia.

—No lo hagáis —apartándose de la ventana, el valido dio unos pasos por la estancia, y sus pasos resonaron sobre el entarimado del suelo—. Existe una tercera razón: hay gentes para quienes el hecho de conservaros con vida supone la mayor afrenta que puedo hacerles en este momento —dio unos pasos más moviendo la cabeza, complacido—. Gentes que me son útiles por venales y ambiciosas; pero esa misma venalidad y ambición hace que a veces caigan en la tentación de actuar por su cuenta, o la de otros… ¡Qué queréis! Con hombres íntegros pueden quizá ganarse batallas, pero no gobernar reinos. Por lo menos, no éste.

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