Se quedó contemplando pensativo el retrato del gran Felipe Segundo que estaba sobre la chimenea; y tras una pausa muy larga suspiró profunda, sinceramente. Entonces pareció recordar al capitán y se volvió de nuevo hacia él.
—En cuanto al favor que pueda haberos hecho —continuó—, no cantéis victoria. Acaba de salir de aquí alguien que no os perdonará jamás. Alquézar es uno de esos raros aragoneses astutos y complicados, de la escuela de su antecesor Antonio Pérez… Su única debilidad conocida es una sobrina que tiene, niña aún, menina de Palacio. Guardaos de él como de la peste. Y recordad que si durante un tiempo mis órdenes pueden mantenerlo a raya, ningún poder alcanzo sobre fray Emilio Bocanegra. En lugar del capitán Alatriste, yo sanaría pronto de esa herida y volvería a Flandes lo antes posible. Vuestro antiguo general Don Ambrosio de Spínola está dispuesto a ganar más batallas para nosotros: seria muy considerado que os hicieseis matar allí, y no aquí.
De pronto el valido parecía cansado. Miró la mesa cubierta de papeles como si en ella estuviera una larga y fatigosa condenación. Fue despacio a sentarse de nuevo, pero antes de despedir al capitán abrió un cajón secreto y extrajo una cajita de ébano.
—Una última cosa ——dijo—. Hay un viajero inglés en Madrid que, por alguna incomprensible razón, cree estaros obligado… Su vida y la vuestra, naturalmente, es difícil que se crucen jamás. Por eso me encarga os entregue esto. Dentro hay un anillo con su sello y una carta que, faltaría más, he leído: una especie de orden o letra de cambio, que obliga a cualquier súbdito de Su Majestad Británica a prestar ayuda al capitán Diego Alatriste si éste la ha de menester. Y firma Carlos, príncipe de Gales.
Alatriste abrió la caja de madera negra, adornada con incrustaciones de marfil en la tapa. El anillo era de oro y tenía grabadas las tres plumas del heredero de Inglaterra. La carta era un pequeño billete doblado en cuatro, con el mismo sello que el anillo, escrita en inglés. Cuando levantó los ojos vio que el valido lo miraba, y que entre la feroz barba y el mostacho se le dibujaba una sonrisa melancólica.
—Lo que yo daría —dijo Olivares— por disponer de una carta como ésa.
El cielo amenazaba lluvia sobre el Alcázar, y las pesadas nubes que corrían desde el oeste parecían desgarrarse en el chapitel puntiagudo de la Torre Dorada. Sentado en un pilar de piedra de la explanada real, me abrigué los hombros con el herreruelo viejo del capitán que para mí hacía las veces de capa, y seguí esperando sin perder de vista las puertas de Palacio, de donde los centinelas me habían alejado ya en tres ocasiones. Llevaba allí muy largo rato: desde que por la mañana, soñoliento ante la cárcel de Corte donde habíamos pasado la noche —el capitán dentro y yo fuera—, seguí el carruaje en que los alguaciles del teniente Saldaña lo llevaron al Alcázar para introducirlo por una puerta lateral. Yo estaba sin probar bocado desde la noche anterior, cuando Don Francisco de Quevedo, antes de irse a dormir —había estado curándose un rasguño sufrido durante la refriega—, pasó por la cárcel para interesarse por el capitán; y al encontrarme a la salida compró en un bodegón de puntapié algo de pan y cecina para mí. Lo cierto es que tal parecía ser mi sino: buena parte de la vida junto al capitán Alatriste la pasaba esperándolo en alguna parte durante un mal lance. Y siempre con el estómago vacío y la inquietud en el corazón.
Un frío chirimiri empezó a mojar las losas que cubrían la explanada real, trocándose al poco en llovizna que velaba de gris las fachadas de los edificios cercanos e iba acentuando poco a poco el reflejo de éstos en las losas húmedas bajo mis pies. Me entretuve para matar el tiempo mirando dibujarse esos contornos entre mis zapatos. En eso estaba cuando oí silbar una musiquilla que me resultaba familiar, una especie de tirurí-ta-ta, y entre aquellos reflejos grises y ocres apareció una mancha oscura, inmóvil. Y al alzar los ojos vi ante mí, con capa y sombrero, la inconfundible silueta negra de Gualterio Malatesta.
La primera reacción ante mi viejo conocido del Portillo de las Ánimas fue poner pies en polvorosa; pero no lo hice. La sorpresa me dejó tan mudo y paralizado que sólo pude quedarme allí muy quieto, tal, y como estaba, mientras los ojos oscuros, relucientes, del italiano me miraban con fijeza. Después, cuando pude reaccionar, tuve dos pensamientos concretos y casi contrapuestos. Uno, huir. Otro, echar mano a la daga que llevaba oculta en la trasera del cinto, bajo el herreruelo, e intentar metérsela a nuestro enemigo por las tripas.
Pero algo en la actitud de Malatesta me disuadió de hacer una cosa u otra. Aunque siniestro y amenazador como siempre, con aquella capa y sombrero negros y el rostro flaco de mejillas hundidas, llenas de marcas de viruela y cicatrices, su actitud no presagiaba males inminentes. Y en ese instante, como si alguien hubiese trazado un brusco brochazo de pintura blanca en su cara, apareció en ella una sonrisa.
—¿Esperas a alguien?
Me lo quedé mirando, sentado en el pilar de piedra, sin responder. Las gotas de lluvia corrían por mi cara, y a él le quedaban suspendidas en las anchas alas de fieltro del sombrero y en los pliegues de la capa.
—Creo que saldrá pronto —dijo al cabo de un momento con aquella voz suya apagada y áspera, sin dejar de observarme como al principio, de pie ante mí. Tampoco respondí esta vez; y él, tras otro instante, miró a mi espalda y luego alrededor, hasta fijar la vista en la fachada del Palacio.
—Yo también lo esperaba —añadió pensativo, sin dejar de mirar las puertas del Alcázar—. Por motivos diferentes a los tuyos, claro.
Parecía ensimismado, casi divertido por algún aspecto de la situación.
—Diferentes —repitió.
Pasó un carruaje con el cochero envuelto en una capa encerada. Eché un vistazo para ver si podía distinguir a su pasajero. No era el capitán. A mi lado, el italiano se había vuelto a observarme. Mantenía la fúnebre sonrisa.
—No te preocupes. Me han dicho que saldrá por su propio pie. Libre.
—¿Y cómo lo sabe vuestra merced?
Mi pregunta coincidió con un cauto gesto de mi mano hacia la parte del cinto cubierta por el herreruelo, movimiento que no pasó inadvertido al italiano. Se acentuó su sonrisa.
—Bueno —dijo lentamente—. Yo también lo esperaba, como tú. Para darle un recado. Pero acababan de decirme que el recado ya no es necesario, de momento… Que lo aplazan sine die.
Lo miré con una desconfianza tan evidente que el italiano se echó a reír. Una risa que parecía crujir como maderos rotos: chasqueante, opaca.
—Voy a irme, rapaz. Tengo cosas que hacer. Pero quiero que me hagas un favor. Un mensaje para el capitán Alatriste… ¿Te importa?
Yo lo seguía observando receloso, y no dije palabra. Él volvió a mirar a mi espalda y luego a uno y otro lado, y me pareció oírlo suspirar muy despacio, cual para sus adentros. Allí, negro e inmóvil bajo la lluvia que arreciaba poco a poco, también él parecía cansado. Quizás los malvados se cansan tanto como los corazones leales, pensé un instante. A fin de cuentas, nadie elige su destino.
—Cuéntale al capitán —dijo el italiano— que Gualterio Malatesta no olvida la cuenta pendiente entre ambos. Y que la vida es larga, hasta que deja de serlo… Dile también que nos encontraremos de nuevo, y que en esa ocasión espero darme más maña que hasta ahora, y matarlo. Sin acaloramientos ni rencores: con calma, espacio y tiempo. Se trata de una cuestión personal. Profesional, incluso. Y de profesional a profesional, estoy seguro de que él lo entenderá perfectamente… ¿Le darás el mensaje? —de nuevo el destello blanco le cruzó la cara, peligroso, como un relámpago—. Voto a Dios que eres un buen mozo.
Se quedó absorto, mirando de nuevo un punto indeterminado de la plaza llena de veladuras grises. Hizo después un gesto como para irse, pero se detuvo antes.
—Por cierto —añadió, sin mirarme—. La otra noche, en el Portillo de las Ánimas, estuviste muy bien. Aquellos pistoletazos a bocajarro… Pardiez. Supongo que Alatriste sabrá que te debe la vida.
Sacudió las gotas de agua de los pliegues de la capa y se embozó con ella. Sus ojos, negros y duros como piedras de azabache, se detuvieron por fin en mí.
—Imagino que nos volveremos a ver —dijo, y echó a andar. De pronto se detuvo, vuelto a medias—. Aunque, ¿sabes? Debería acabar contigo, ahora que aún eres un chiquillo… Antes de que seas un hombre y me mates tú a mí.
Después volvió la espalda y se fue, convertido de nuevo en la sombra negra que siempre había sido. Y oí su risa alejándose bajo la lluvia.
Madrid, septiembre de 1996
EXTRACTOS DE LAS
FLORES DE POESÍA DE VARIOS INGENIOS DE ESTA CORTE
* * *
Impreso del siglo XVII sin pie de imprenta conservado en la Sección «Condado de Guadalmedina» del Archivo y Biblioteca de los Duques del Nuevo Extremo (Sevilla).
ATRIBUIDO A DON FRANCISCO DE QUEVEDO,
ALABA LA VIRTVD MILITAR EN LA PERSONA DEL CAPITAN DON DIEGO ALATRISTE.
Soneto
Tú, en cuyas venas laten Alatristes
A quienes ennoblece tu cuchilla,
Mientras te quede vida por vivilla,
A cualquiera enemigo te resistes.
De un tercio viejo la casaca vistes,
Vive Dios que la vistes sin mancilla,
Que si alguien hay que no pueda sufrilla,
Ese eres tú, que de honra te revistes.
Capitán valeroso en la jornada
Sangrienta, y en la paz pundonoroso,
En cuyo pecho alienta tanto fuego.
No perdonas jamás bravuconada,
Y empeñada tu fe, eres tan puntoso,
Que no te desdirás, aun siendo Diego.
AL MISMO ASVNTO, A LO BVRLESCO
Décima
En Flandes puso una pica,
Y aún puso más, porque puso
En fuga al gabacho iluso,
A gritos pidiendo arnica,
Que vello fue cosa rica,
Si sufrillo, rota triste;
Con cualquier contrario embiste,
Más no hallo de qué me espante,
Pues nadie hay más bravo en Gante
Que el Capitán Alatriste.
* * *
DEL CONDE DE GVADALMEDINA
A LA ESTADIA EN MADRID DE CARLOS, PRÍNCIPE DE GALES
Soneto
Vino Gales a bodas con la infanta
En procura de tálamo y princesa,
Ignorante el leopardo que esta empresa
No corona el audaz, sino el que aguanta.
A culminar la hazaña se levanta
Cual águila segura de su presa,
Sin advertir que es vana la promesa
Que por razón de Estado se quebranta.
Política lección esto os enseña.
Carlos: que en el marasmo cortesano
No navega con brío el más ufano
Piloto, ni mejor se desempeña
Donde el éxito al fin ciñe la frente
Al más gallardo no. sí al más paciente,
* * *
DEL MISMO AL SEÑOR DE LA TORRE DE JVAN ABAD,
CON SÍMILES DEL SANTORAL
Octava rima
AGRADECIMIENTOSAl buen Roque en sufrido claudicante,
A Ignacio en caballero y en valiente.
A Domingo en batir al protestante.
Al Crisóstomo Juan en lo elocuente,
A Jerónimo en docto y hebraizante,
A Pablo en lo político y prudente.
Y en fin, hasta a Tomás sigue Quevedo,
Pues donde ve una llaga, pone el dedo.
A Sealtiel, por prestarnos el apellido.
A Julio Ollero, por la Topografía de Madrid de Pedro Texeira.
Y a Alberto Montaner Frutos, por las notas al margen, los apócrifos de Quevedo y Guadalmedina, su inteligente buen juicio y su generosa amistad.
ARTURO PÉREZ-REVERTE
(Cartagena, 1951)
fue reportero de guerra durante veintiún años y es autor, entre otras novelas, de
El húsar
,
El maestro de esgrima
,
La tabla de Flandes
,
El club Dumas
,
Territorio Comanche
y
La piel del tambor
. Con
El capitán Alatriste
, escrita en colaboración con su hija Carlota, salda una antigua cuenta de juventud, rindiendo homenaje a las novelas de aventuras y espadachines que acompañaron sus inicios como lector.
CARLOTA PÉREZ-REVERTE
(Madrid, 1983)
estudia octavo de EGB y es una lectora voraz, aficionada a la arqueología, las aventuras de capa y espada, Sherlock Holmes y los viejos folletines de misterio. Es ella quien ha realizado buena parte de la investigación histórica general, la reconstrucción de escenarios en el Madrid de los Austrias, y suministrado el punto de vista del joven paje Íñigo Balboa para
El capitán Alatriste
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