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Authors: José María Fernández-Luna

Tags: #Intriga, #Policíaco

El caso del mago ruso (25 page)

BOOK: El caso del mago ruso
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Una vez que regresó el comerciante, Agamenón abonó el escandaloso importe del perfume. Don Ricardo les dio las gracias a ambos con una sonrisa impecable en los labios. Después de invitarles a volver cualquier otro día, los acompañó hasta la puerta. La pareja se despidió de él antes de abandonar el establecimiento. Entremezclándose con los transeúntes, caminaron en silencio por el Paseo de Gracia. Para entonces, el sol comenzaba a declinar por el horizonte.

Haciendo acopio de todas sus fuerzas, Luisa decidió que había llegado el momento de sincerarse.

—Sé que no te va a gustar lo que voy a decirte, pero quiero que sepas que hace un par de días fui a la Jefatura de Policía a denunciar la desaparición de Conchita. —Comprimió los labios—. Ya sabes lo que pienso… —Carraspeó, antes de concluir—: Tengo la impresión de que le ha ocurrido algo malo.

Agamenón guardó silencio. Siguió caminando como si nada, sosteniendo el brazo de Luisa con la mirada perdida entre la multitud de la gente.

—Has hecho lo correcto —dijo al fin, aprobando su iniciativa—. También yo estoy preocupado por ella.

—¿En serio?

Le sorprendió bastante que no estuviese enfadado.

—Sí… —contestó él, lacónicamente—. Y he llevado a cabo algunas averiguaciones porque así te lo prometí.

—¿Llegaste a hablar con el dueño del Teatro Romea? —inquirió, abriendo del todo sus enormes ojos negros—. ¿Sabe algo de Conchita?

—Parece ser que no acudió a la entrevista. —Movió la cabeza de un lado a otro, pensativo—. Temo que haya tenido un accidente y se encuentre hospitalizada… tal vez con amnesia. No existe otra explicación.

—Deberíamos ir a buscarla.

—Y es lo que haremos. Mañana mismo nos vamos a Madrid.

Sus palabras surtieron el efecto deseado: Luisa exhaló el aire comprimido en los pulmones, satisfecha de que su amante hubiese entrado en razón.

Dejándose llevar por el impulso, y obviando las miradas de quienes paseaban por el bulevar, implantó un ardiente beso en sus labios.

—Esta noche voy a hacer de ti el hombre más feliz del mundo —le dijo, exultante.

Agamenón se echó a reír, rodeándola cariñosamente por la cintura. En cierto modo, su entretenida tenía razón: aquella iba a ser una noche inolvidable.

Minutos más tarde, el Daimler Dernburg Wagen recorría las equidistantes calles del Ensanche. Luisa observaba la ciudad de Barcelona en completo silencio. Absorta en sus pensamientos se dejó seducir por las casas de proyección modernista del
Quadrat d'Or
, que rompían con todos los esquemas arquitectónicos conocidos hasta entonces.

—¿Queda mucho para llegar? —Se volvió hacia su amante al formular la pregunta.

—Apenas unos minutos. —Apartó sus ojos de la calzada para dirigirse a ella—. Pero antes tendré que ir a la oficina a recoger unos documentos. Descuida… nos coge de paso.

Entrecerrando los párpados, Luisa volvió a sumirse en su mundo interior. Últimamente se aferraba con demasiada frecuencia a sus recuerdos. Disfrutaba haciéndolo. En ellos encontraba refugio y seguridad: se sentía menos vulnerable. Evocando el pasado podía llegar a comprender el presente y a un mismo tiempo organizar su futuro. Necesitaba dirigir su propia vida, algo que no ocurriría hasta que encontrase a Conchita y ambas se alejaran, definitivamente, del hombre que iba sentado frente al volante del automóvil alemán y de aquel demonio vestido de blanco que se alimentaba de la sangre de sus venas.

¿Podía amar a un hombre y odiarlo a un mismo tiempo? Le fue imposible hallar la respuesta. Lo cierto es que, después de tanto tiempo juntos, ni siquiera sabía quién era, en realidad, Agamenón…

Aquella noche, tras el espectáculo lésbico y musical que representaban a diario en La Buena Sombra, alguien llamó a la puerta del modesto camerino. Se miraron con extrañeza. No esperaban a nadie.

—¿Quién crees que pueda ser? —preguntó Conchita, cerrándose la bata de seda en un acto reflejo.

Luisa se encogió de hombros, igual de sorprendida que ella.

—Solo hay un modo de averiguarlo. —Se levantó de su asiento.

Después de abrir el viejo portón, vieron a un atractivo caballero de exuberante bigote y regias patillas con un ramo de flores en la mano. Les sorprendió que un hombre se atreviese a visitarlas, ya que todos en Barcelona sabían que eran «diferentes»; hijas de Safo.

—Buenas noches, señoritas. Mi nombre es Agamenón. —Se quitó el sombrero de copa, inclinando cortésmente la cabeza en señal de saludo—. ¿Me permiten unos minutos?

—Adelante. —Conchita, sentada frente al espejo del camerino, le hizo un gesto con la mano invitándolo a pasar—. Pero, por favor… sea breve. Estamos cansadas.

Una vez dentro, el caballero le entregó las flores a Luisa, que cerró la puerta a continuación.

—Es un pequeño detalle. Las he comprado para ustedes dos como muestra de mi afecto. —Sus ojos centelleaban de un modo especial.

—Muy amable —dijo ella en tono abrupto. Desconfiaba de aquel tipo. Dándole la espalda, fue a colocar el ramo en un jarrón con agua.

—Dígame, Agamenón… ¿A qué se debe el honor de su visita? —quiso saber la Criolla.

—Tengo una oferta que proponerles.

—Si su intención es coquetear con alguna de nosotras, le advierto que pierde su tiempo —se apresuró a decir Luisa—. La escena amorosa que acaba de ver ahí fuera no es una representación teatral como otra cualquiera, sino que forma parte de nuestras vidas. Debería saber que ya hemos rechazado un sinfín de pretendientes… varones —subrayó, con marcada ironía, la última palabra.

—Lo sé. Me he informado bien antes de venir. Sin embargo, soy de los que no aceptan una negativa por respuesta.

La contestación no era la que podía esperarse de un caballero. Joyita, indignada, así se lo hizo saber.

—¿Sabe una cosa, señor mío? —lo espetó agriamente, sin contemplaciones—. Apenas le conozco y ya comienza a caerme mal.

—Lamento que piense eso de mí. Creí que podríamos ser buenos amigos.

Antes de que Luisa lo mandase al infierno, pues la conversación había conseguido encrespar sus nervios, Conchita se puso en pie.

—Coja sus flores y váyase por donde ha venido —le aconsejó.

—¿Sin escuchar antes mi propuesta?

—No creo que nos interese —insistió Luisa, con marcado desdén—. En ningún momento…

—Cuatrocientos reales para cada una de ustedes por pasar una noche conmigo —atajó, interrumpiéndola con brusquedad.

Ambas mujeres se quedaron boquiabiertas. ¡Doscientas pesetas! Aquello suponía el sueldo de dos meses.

Luisa reaccionó de inmediato. No estaba dispuesta a comerciar con su cuerpo como si se tratase de una vulgar prostituta, por mucha «plata» que le ofreciesen.

Con nervio, se acercó al osado rufián.

—Si desea compañía femenina, búsquela en los tugurios de la Barceloneta. —Lo miró fríamente a los ojos—. Su presencia aquí está de más. Buenas noches, caballero.

Sin dejar de sonreír, Agamenón se colocó de nuevo la chistera. Ya se marchaba, cuando Conchita lo retuvo.

—¡Espere! —Miró a Luisa, haciéndole un gesto para que tuviese un poco más de paciencia. Forzó una sonrisa. Luego se dirigió al espléndido pero impertinente admirador—. Por favor, ¿podría dejarnos a solas un momento? He de hablar con mi
partenaire
.

—De acuerdo —asintió él con la cabeza, flemático—. Estaré ahí fuera.

Salió del camerino, cerrando la puerta a continuación.

—¿Se puede saber qué pretendes? —inquirió Joyita una vez que se hubo marchado, colocando los brazos en jarras—. Ese garañón creerá que estamos interesadas.

—Y lo estamos.

—¡Qué…! —Arrugó la frente, sorprendida.

—Escucha. —Su compañera profesional y amante la cogió de las manos—. Cuatrocientos reales para cada una es mucho dinero. No he de recordarte que nuestra situación económica es bastante precaria. Sería absurdo rechazar una oferta como esa. Por otro lado… —hizo un gracioso mohín con la nariz—, creo que nos vendrá bien disfrutar de una práctica tan sugestiva y placentera como es el sexo entre tres, aunque solo sea para escapar de la rutina en la que andamos inmersas… ¿No te parece? Además, hace años que no lo hago con un hombre, y este no solo es generoso sino también atractivo. —Para tratar de convencerla, rodeó a su amiga por la cintura—. ¡Vamos, dime que aceptarás! ¡Hazlo por mí! —le rogó—. Será divertido.

El problema de Luisa es que amaba demasiado a Conchita. Jamás le había negado ninguno de sus caprichos. Y en aquella ocasión no iba a ser diferente.

Finalmente aceptó, y lo hizo porque andaban distanciadas la una de la otra desde hacía meses. Pensó que introduciendo un nuevo elemento sexual en sus juegos lésbicos, como podía ser aquel desconocido, tal vez recobrarían el afecto incondicional que se profesaban desde el principio de su relación, ese entusiasmo que habían ido perdiendo con el devenir de los años.

En contra de todo pronóstico, la experiencia resultó tan satisfactoria para los tres que decidieron reunirse de nuevo pasados unos días. Los encuentros se sucedieron en repetidas ocasiones, hasta que la participación de aquel hombre en el trato amoroso de las dos artistas se convirtió en una costumbre.

Con el paso del tiempo, Agamenón se erigió en protector de ambas. Las agasajaba con sorprendentes regalos, como joyas, vestidos, sombreros y ropa interior directamente importada de Londres y París. Les prometió que actuarían en el Teatro Romea de Madrid, cuyo propietario era amigo suyo y le adeudaba varios favores. Pero eso no fue todo, también las adoctrinó en el abyecto mundo de las drogas: les proporcionaba toda la cocaína que desearan a cambio de favores carnales. De este modo se convirtieron, emocional y físicamente, en esclavas suyas. Y ahí fue cuando perdieron el control sobre ellas mismas.

A veces, Luisa se preguntaba cómo había sido capaz de entregarse a un hombre tras el traumático
shock
sufrido en la adolescencia. Encontró la respuesta en su amor a Conchita y en la continua generosidad de Agamenón. Este podía tener muchos defectos, pero la esplendidez y la buena educación eran dos de sus cualidades más notables. Sabía cómo hacerla sentir la mujer más importante del mundo.

Entonces, ¿por qué le provocaba tanto temor aquel individuo?

—Ya hemos llegado —dijo Agamenón, apagando el motor del vehículo.

Los fantasmas de Luisa Rodrigo se desvanecieron como por ensalmo nada más escuchar la voz de su amante.

—¿Dónde estamos? —preguntó, todavía absorta en sus pensamientos.

—En la calle Riera Magoria. Como ya te he explicado, tengo que ir a recoger unos papeles. Mañana he de presentarlos en casa del notario. —Se bajó del coche. Después de rodearlo, le abrió la puerta caballerosamente—. Será mejor que vengas conmigo. Gente de mala calaña la hay en todos los distritos.

Luisa salió del automóvil con ayuda de su amante. Miró a su alrededor. La niebla envolvía la luminosidad que se descolgaba de las farolas, partículas iridiscentes que fluctuaban en el aire originándose un nimbo anaranjado que se extendía por toda la calle. Los pocos transeúntes que deambulaban de un lado a otro, inmersos en sus asuntos, no eran más que sombras fantasmagóricas moviéndose en la oscuridad de la noche. El efecto resultaba aterrador. Estuvo de acuerdo con él. No era aconsejable quedarse a solas en aquel lugar.

Tras cruzar la vía del tren a la altura de los cuarteles de Alfonso XIII, se dirigieron hacia el monumental edificio erigido entre las calles Provenza y Roselló.

—¡No puedo más! —se quejó la artista, esclava de la abstinencia—. Tengo calambres en las piernas… y me suda todo el cuerpo. —Temblaba como un ratoncillo recién nacido.

—Haz un pequeño esfuerzo. Dentro podrás inyectarte. —Señaló la mole de piedra que se alzaba majestuosa hacia el firmamento.

Luisa se detuvo en seco. Miró a Agamenón con extrañeza, vacilante.

—Pero, eso es…

—Sí, lo sé. —No la dejó terminar—. Debería habértelo dicho antes. Jamás creí que mi trabajo os pudiera interesar a Conchita o a ti. Resulta deprimente hablar de ello.

Después de excusarse, la invitó a seguir caminando. Ella accedió, aferrándose al brazo de su protector mientras cruzaban la calle. Apenas había recorrido unos pocos metros cuando sintió que alguien la observaba por detrás. Instintivamente giró la cabeza por encima del hombro. No había nadie. Y sin embargo, durante una décima de segundo le pareció haber visto, al otro lado de la avenida, la imagen de su hermana Rosalinda.

Una voz en su interior le dijo que aquello era una despedida, que jamás volverían a reencontrarse.

Sintió la imperiosa necesidad de llorar.

20

Elegantemente vestidos con sus trajes de frac y chisteras de seda, los agentes de Policía llegaron puntuales a la gala benéfica organizada por el alcalde de Barcelona en los jardines del Parque Güell. La calesa de cuatro asientos y capota cerrada, donde viajaban en compañía de doña Carmen y Dolores Moncerdà, cruzó la puerta principal de entrada. Sentado en el pescante, de forma erguida y solemne, el uniformado cochero obligó a los caballos a ir hacia las grutas inferiores de la derecha, que servían para guardar los carruajes.

Los hombres bajaron en primer lugar, cada uno por un lado, con el fin de ayudar a las damas a descender del artístico landó de siete luces.

—Ten cuidado, Lolita —le previno Carbonell, cogiendo la mano de su prometida—. Hay agua en el escalón. No vayas a resbalar.

Ella, para agradecerle aquel detalle, acarició tiernamente su rostro.

—No me importaría perder el equilibrio, siempre y cuando cayese en tus brazos —bromeó en voz baja.

A Fernández-Luna le extrañó tanta delicadeza por parte de su colega. Aquel gesto cortés y almibarado no parecía fingido. Se diría que, en verdad, le preocupaba la suerte de Lolita. Y aquello no era lo que se podía esperar de un pícaro mujeriego como Carbonell. Según pensó, los hombres como él reaccionaban a veces de forma imprevisible cuando caían en las redes de una mujer de bonito rostro, cálida voz y ojos maravillosos; una dama como Dolores que, además de un carácter impecable, escondía un noble corazón.

Temió lo peor: su tocayo podía estar enamorándose de la joven viuda.

—Por favor, señor Luna… acompáñeme. —La baronesa aguardaba impaciente junto a las escalinatas ubicadas entre los muros almenados. La enorme figura de la salamandra alquímica de Gaudí, situada tras ella, empequeñeció a su lado. Tal era la grandeza que derrochaba doña Carmen—. Deje de preocuparse por su amigo y acuda en mi ayuda. Ahora es cuando más le necesito. —Alzó la mirada hacia la extensa plaza situada en el centro del jardín, sobre la Sala Hipóstila—. Allá arriba solo hay disertantes aburridos que pretenderán inmiscuirme en sus conversaciones políticas y económicas, cosa que odio. Prefiero las historias policíacas. —Se aferró al brazo de Fernández-Luna cuando lo tuvo a su altura—. Son más entretenidas.

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