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Authors: José María Fernández-Luna

Tags: #Intriga, #Policíaco

El caso del mago ruso (11 page)

BOOK: El caso del mago ruso
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El rostro del funcionario de prisiones adquirió la tonalidad del estuco. Había palidecido en cuestión de segundos ante el temor de ser acusado de incompetente.

Ródenas intervino en el interrogatorio. Lo cierto es que no esperaba tanta presión por parte del madrileño, y menos hacia una de las pocas personas que eran de su entera confianza.

—Sé que este asunto resulta inexplicable, un verdadero enigma —rompió una lanza a favor del vigilante—, pero no creo que debamos responsabilizar a todos los miembros de la jerarquía carcelaria.

—Usted dijo en su despacho…

—Sí, sé muy bien lo que dije —atajó, sin dejarle terminar—. Pero Narciso me ha demostrado su lealtad en diversas ocasiones. Su honradez lo exime de cualquier sospecha. Respondo por él.

Torrench abombó su pecho, orgulloso. Las palabras del director le infundieron seguridad. Prescindiendo de toda ayuda, salió en su propia defensa.

—Señor… —se dirigió a Fernández-Luna—, desconozco el modo en que pudo haber escapado. Si la fuga fue debida a su habilidad como prestidigitador, o si por el contrario recibió ayuda del demonio, no lo sé. Pero le aseguro por la salud de mis hijos que nadie abrió la puerta de la 513 aquella noche.

—Parece ser que navegamos a la deriva —fue la opinión de Carbonell, que colocó ambas manos sobre el cristal de la torre de vigilancia. Observaba los corredores de las distintas galerías—. No tenemos ni una sola pista sobre el caso. La puerta estaba cerrada con llave y cerrojo, eso sin contar que nadie ha visto u oído nada extraño. Todo está en orden. —Se volvió hacia su homólogo—. Es como si nunca hubiese ocupado esa celda. ¿No crees?

—Amigo mío, gracias por tu apreciación —subrayó Fernández-Luna—. Eso me lleva a tener que formular una nueva pregunta. —Miró a Ródenas—. Obviamente, se la he de hacer a usted ahora.

El director enarcó sus cejas, sorprendido.

—¿Y bien?

—¿Cuándo se vio por última vez al recluso?

—Arguelles, el celador del turno de la tarde, comprobó que estaba en su celda a eso de las ocho, poco antes de marcharse a casa.

El policía anotó la hora en su bloc.

—¿Cuántas llaves hay de la célula 513, y quienes se responsabilizan de ellas? —inquirió, casi en tono imperativo.

—Existen tres copias por cada una de las celdas de la prisión —contestó Ródenas—. Yo tengo una. Los celadores de turno se van intercambiando otra. Y la tercera está en posesión del teniente Pellicer, puesto que es el oficial de prisiones.

—Ya… —antes de proseguir, se quedó pensativo un instante—. ¿La lleva encima? Me refiero a la llave, claro.

—No, la he dejado en el despacho. Como ha podido ver, le he pedido a Ripoll que nos abriese la puerta. ¿Puedo saber por qué lo pregunta?

—Tengo que hacer un experimento.

—¿Un experimento? —repitió, torciendo la cabeza hacia un lado en un claro gesto de perplejidad.

«¡Ese ademán…!», pensó Fernández-Luna. Un ligero escalofrío recorrió su espalda.

—Así es —contestó finalmente—, y quiero que usted y mis compañeros me ayuden. Necesito que vayan de nuevo a la quinta galería y que abran la puerta de la 513. —Entonces, añadió—: Puede pedirle al celador que le preste su llave.

—¿A qué viene eso? —preguntó Carbonell, que no llegó a entender muy bien la finalidad de aquella inusual maniobra en una investigación policial.

—He de comprobar un pequeño detalle. No te puedo decir nada más, por ahora.

Los allí reunidos se miraron entre sí. Más de uno pensó que aquel tipo era un excéntrico; o peor aún, que había perdido la razón.

—Está bien —dijo Ródenas, dispuesto a satisfacer el singular capricho del madrileño—. ¿Me acompañan, caballeros?

Tanto Carbonell como el comisario Salcedo asintieron en silencio. Con la peregrina sensación de estar haciendo el ridículo, abandonaron la torre de vigilancia para ir hacia el corredor de la quinta galería.

Después de que los viera alejarse camino de la celda, Fernández-Luna se acercó al vigilante.

—Les he hecho salir porque necesitaba hablar con usted a solas. —Fue directo al asunto, sin circunloquios—. Le ruego que sea sincero y me diga la verdad. ¿Se quedó dormido aquella noche?

—Yo… no —titubeó brevemente, aunque luego se rehízo—. ¡Por supuesto que no! —exclamó, indignado—. Ya ha escuchado a don Ceferino. Soy una persona responsable.

—¡Si realmente lo es, conteste con sinceridad! —lo apremió, pues disponían de poco tiempo. El director y los dos agentes de la BIC, junto con el celador, se acercaban a la celda 513—. Le doy mi palabra de honor de que no le diré nada al señor Ródenas. —Bajó el tono de voz—. Escuche bien… no estoy aquí para juzgarle, sino para resolver la desaparición inexplicable de uno de los presos, y para ello necesito conocer todos los detalles. No tengo nada contra usted, pero como no me diga la verdad haré que lo encierren de por vida en una de esas celdas que vigila con tanto empeño. Por el contrario, si reconoce haber echado una cabezadita la noche del viernes pasado, tenga por seguro que me haré cómplice de su infracción y nadie sabrá jamás que ha incumplido las normas.

—Bueno… verá —fluctuó de nuevo, desmoronándose por momentos—. Lo cierto es que… —Se detuvo un instante, como si no terminara de fiarse de él. Tragó saliva, con dificultad—. ¿De verdad me promete guardar el secreto?

Fernández-Luna observó al director a través de las cristaleras. Se disponía a abrir la puerta de la celda tras haber retirado el cerrojo. Una vez que tiró de ella hacia fuera, alzó la mano para que el madrileño pudiera verle desde el panóptico.

—Le doy mi palabra de honor —se apresuró a repetir—. ¡Vamos! Termine de hablar —le urgió después—. Regresarán en un par de minutos.

—De acuerdo, seré franco con usted. —Angustiado, Torrench retorcía sus manos en un frenético gesto de ansiedad—. Créame, fue algo bastante extraño. Yo estaba aquí, sentado en mi sillón… tomándome un café mientras vigilaba las distintas galerías. Todo iba bien, sin incidencias, hasta que comencé a sentir que me pesaban los párpados. Me era imposible mantener los ojos abiertos. —Se mordió el labio inferior—. Y eso es lo inexplicable, pues aunque no lo crea, es la primera vez que me ocurre algo parecido en mi trabajo. En serio, no sé qué ocurrió realmente aquella madrugada. Lo único que recuerdo es haberme despertado, poco antes del amanecer, con un fuerte dolor de cabeza. Por supuesto, cuando me enteré de la fuga decidí mentirles al director y a los agentes que vinieron a interrogarme. Compréndalo… —puso cara de circunstancia—, hubiera perdido mi trabajo. O peor aún, me hubiesen creído cómplice del asunto. ¡Dios mío! —Se echó a temblar—. Me juzgarán por ello, ¿no es cierto?

—No, si yo puedo evitarlo —le dijo, sin perder de vista al director y a sus compañeros, quienes iniciaban el regreso al panóptico—. Jamás en mi vida he incumplido una promesa y no pienso hacerlo ahora. Le aconsejo que olvide esta conversación. Ahora tranquilícese. Y ante todo, gracias por confiar en mí.

En ese instante se abrió la puerta. Ródenas y los policías traían cara de no comprender muy bien el motivo de aquella maniobra.

Carbonell se acercó a su compañero.

—¿Todo bien?

—Perfectamente —contestó, fingiendo cierta pesadumbre—. Sin lugar a dudas, es imposible salir de la celda sin ser descubierto por el vigilante. —Clavó su mirada en el director—. Creo que es hora de analizar el asunto desde otra perspectiva.

Sujetando el bombín en una mano y el bastón en la otra, el madrileño, siempre enigmático, abandonó el recinto sin importarle el gesto de sorpresa de los allí presentes.

Registraron cada una de las salas y habitaciones de la penitenciaría, sin resultado alguno. Ni siquiera hallaron indicios de brechas en los muros o puertas descerrajadas, como cabía esperar. Todo estaba en perfecto orden. Con aquella nueva inspección, el caso se tornaba aún más inextricable.

La última pieza por visitar fue la enorme y desaseada cocina donde se elaboraba el rancho de los reclusos y la nutritiva refracción de los funcionarios. Bien colocadas en las alacenas que iban de un lado a otro de la pared, se alineaban peroles, cazuelas, jarras de cerámica, pucheros y trébedes de distinto tamaño. El jefe de cocina, un tipo nervudo con rostro de bonachón llamado Pascual, impartía órdenes a sus ayudantes. Estos asentían a todo sin apartar la mirada del interior de las humeantes marmitas colocadas sobre los fogones de gas. Había un olor desagradable flotando en el ambiente, como a sangre y mondongo hervido. El suelo, según pudo comprobar, aparecía cubierto de grasa reseca y pisadas.

Después de un ligero examen, sin entorpecer en ningún instante la labor de quienes revolvían con sus enormes cucharas de palo la bazofia que habrían de darle de comer a los presos, Fernández-Luna le rogó al director que le mostrase el sótano donde se guardaban las provisiones. Ródenas, que ya comenzaba a estar harto de tanto registro, suspiró hondo antes de preguntarle:

—¿Qué espera encontrar allá abajo? —Imprimió cierta aspereza al tono de su voz—. ¿Acaso cree que el ruso se abasteció de víveres antes de desaparecer?

El madrileño se echó a reír, restándole importancia al carácter irónico de la pregunta.

—¡No, por Dios! —exclamó, alzando ligeramente ambas manos—. No me lo imagino haciendo acopio de alimento. Sin embargo, es el único lugar que me queda por reconocer. Le prometo que solo serán unos minutos.

Carbonell sacó su reloj del chaleco. Bastó un ligero vistazo para comprender que llevaban demasiado tiempo en la penitenciaría. También él comenzaba a sentirse incómodo. En cuanto al comisario Salcedo, no cesaba de bostezar.

—Por mí que no quede —dijo el director—. Si son tan amables de seguirme…

Después de agradecerle su infinita paciencia, Fernández-Luna y los demás se dirigieron hacia un recio portón situado al fondo de la cocina. Tras descorrer el cerrojo, Ródenas bajó el interruptor de cuchilla que había junto a la puerta y al instante se encendió la luz. Con sumo cuidado de no resbalar, descendieron los peldaños de piedra hasta llegar a un amplio depósito donde se almacenaban unos cuantos sacos de leguminosas carcomidas, costales de harina, varios toneles de aceite, otros tantos de vino, orzas con carne en adobo, tasajo guindando de las cañas y varias cajas con bacalao salado. Había también un armario de enormes proporciones que ocupaba todo el largo de uno de los muros, cuyas puertas permanecían convenientemente selladas gracias a una cadena de gruesos eslabones. A su alrededor, una mancha de humedad circundaba el mueble por arriba y por ambos flancos.

—Por simple curiosidad, ¿comen todos ustedes del mismo rancho? —inquirió al cabo de una breve pausa.

Aquella pregunta sorprendió a Ródenas.

—¿Funcionarios y reclusos? —quiso saber.

—Así es.

—¡Por favor, señor Luna! —se quejó—. Le recuerdo que no estamos aquí para purgar nuestras culpas, sino para llevar a cabo una labor social. Si tuviésemos que compartir con esos criminales la bazofia de nuestros cocineros, le aseguro que no encontraría a nadie dispuesto a trabajar en un centro penitenciario.

—Claro… por supuesto —manifestó el madrileño, a modo de disculpa.

Hubo un silencio de sepulcro. Nadie dijo nada hasta que el comisario Salcedo, cansado de escucharles hablar toda la mañana, soltó de forma espontánea:

—Bueno, señores… ¿Nos vamos a comer? —Sonrió de forma inocentona, mirándolos a todos con los ojos bien abiertos—. Tengo hambre.

Fernández-Luna estuvo de acuerdo. La visita se había alargado más de la cuenta.

10

Sentado en una mesa del reservado, con una copa de brandy en una mano y en la otra un cigarrillo, el jefe de la Brigada de Investigación Criminal de Madrid observó con suma atención a los clientes que entraban y salían del Hotel Colón. Había quedado con Carbonell a las nueve, y como era habitual en él acudía tarde a la cita. No se lo tuvo en cuenta: formaba parte de su naturaleza. Es más, agradeció el retraso. De este modo tendría tiempo de analizar, en profundidad, el resultado de las investigaciones realizadas hasta entonces.

Al igual que en un caleidoscopio, cuyas imágenes se multiplican simétricamente cuando se observa por el extremo opuesto, en su cerebro giraban de forma enloquecida las palabras, hechos y apreciaciones personales de todo aquello que había visto y oído los últimos dos días. La extraña pérdida de conciencia del vigilante… las turbias palabras de un loco… la increíble historia de María… una mancha de humedad en la pared… cola de pegar… aquella ilógica sensación de
déjà vu
en la penitenciaría. Eran pequeños detalles sin importancia que, a su juicio, estaban fuera de lugar, pero que a un mismo tiempo podían llegar a tener sentido en un contexto lógico.

La maquinaria de la razón se puso en marcha, y durante unos minutos el mundo se detuvo a su alrededor. La música de fondo de la orquesta que actuaba aquella noche en el
music-hall
del Colón, las risas de las entretenidas y las voces galantes de los caballeros que costeaban sus caprichos, los cuchicheos de quienes formaban parte del servicio, e incluso el murmullo incesante de la campanilla del tranvía que hacía su último recorrido nocturno por la plaza de Cataluña, todo dejó de tener sentido una vez que su mente comenzase a discurrir y se entregara de lleno a su detectivesca labor como policía.

Tan ensimismado estaba en sus pensamientos, que el empleado del hotel tuvo que insistir para que le prestase atención.

—Disculpe, caballero… ¿Es usted el señor Luna? —repitió por segunda vez.

—Sí, soy yo —contestó, despertando a la realidad—. ¿Qué ocurre?

—Hemos recibido una llamada telefónica de la Comisaría General de Madrid —le explicó en tono neutro, muy profesional—. Nos han pedido que le comuniquemos el aviso. Se ha identificado como el señor Heredia.

Nada más escuchar el apellido del comisario de Vigilancia, el hombre en quien había delegado el seguimiento de Eddy Arcos, apagó el cigarrillo en el cenicero, terminó de beberse el brandy y se puso en pie sin pérdida de tiempo. Ansioso por tener noticias de Madrid fue tras los pasos del empleado de primer orden, quien lo condujo hasta el mostrador del vestíbulo.

Cogió el auricular que le ofrecía el recepcionista. Un gesto amable bastó para darle las gracias.

—Al habla Luna —anunció, bajando el tono de su voz.

—Señor, soy Heredia. —Parecía excitado—. Si me he permitido la libertad de llamarle a estas horas, es porque creo que la noticia merece su atención.

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