Creo que aún estaba perpleja cuando sacamos una aeronave, en la que embarcamos con rapidez, levantando el vuelo y dirigiéndonos a la torre que nos indicó Hovan Du.
—Me gustará volver a verme —dijo Dar Tarus riendo.
—Y recobrarás tu cuerpo, Dar Tarus, en cuanto lleguemos a los dominios de Ras Thavas.
—¡Si pudiera reunirme con mi dulce Kara Vasas! —suspiró—. En ese caso, Vad Varo, mi gratitud hacia ti sería eterna, y podrías disponer de mi vida para siempre.
—¿Dónde podremos encontrarla?
—Desgraciadamente lo ignoro. Los agentes de Xaxa me cogieron cuando andaba haciendo indagaciones. Había estado ya en el palacio de su padre, donde me enteré de que había sido asesinada y sus bienes confiscados. Los que me informaron no sabían o no querían divulgar su paradero; pero me retuvieron con diversos pretextos hasta que llegó un destacamento de la guardia de la Jeddara.
—Preguntaremos a Sag Or.
Nos detuvimos ante una ventana de la torre designada por Hovan Du. Éste y Dar Tarus saltaron al quicio y desaparecieron. Ahora todos estábamos armados a costa de los tres guerreros que vigilaban los hangares, disponíamos de una excelente embarcación, estábamos reunidos y teníamos a Xaxa y Sag Or, de modo que nuestro humor era excelente.
Al proseguir nuestro vuelo hacia el Este, pregunté a Sag Or si sabía la suerte de Kara Vasa, pero me aseguró muy formalmente que la ignoraba.
—Recuerda bien, Sag Or, y estruja la memoria, porque quizás tu vida depende de tu respuesta.
—Ya me he despedido de la vida —dijo Sag Or en tono despectivo, lanzando una mirada feroz a Dar Harus.
—Mal hecho —repliqué—. En la palma de mi mano tengo tu vida: si me sirves bien será tuya, aunque en tu verdadero cuerpo, no en ése, que pertenece a Dar Tarus.
—¿No pensáis matarme?
—Ni a ti ni a Xaxa. Xaxa vivirá en su propio cuerpo, como tú en el tuyo.
—No quiero vivir en mi cuerpo —dijo la Jeddara con furia.
Dar Tarus miró a Sag Or, y era la situación más absurda verle contemplando su propio cuerpo.
—Dime, Sag Or. ¿Qué ha sido de Kara Vasa? Cuando yo tenga mi propio cuerpo y tú el tuyo, no seré ya tu enemigo, a menos que hayas atentado contra Kara Vasa o te niegues a decirme dónde está.
—No puedo decírtelo porque lo ignoro. No se le hizo daño pero, al día siguiente a tu asesinato, desapareció de Fundal. Todos creímos que se lo había aconsejado su padre, pero nada pudimos sonsacar de él. Entonces fue asesinado...
Sag Or miró significativamente a Xaxa.
—...y desde entonces no hemos sabido nada de ella. Un esclavo nos dijo que Kara Vasa, con algunos guerreros de su padre, había embarcado para Helium, donde pensaba colocarse bajo la protección del gran guerrero de Barsoom; pero no hemos podido confirmar este extremo. He hablado la verdad.
Era inútil, por tanto, buscar a Kara Vasa en Fundal, por lo que mantuvimos nuestro rumbo al Este, hacia la Torre de Thavas.
De Vuelta en Thavas
Volamos durante toda la noche bajo las brillantes lunas de Marte. Verdaderamente, al pensar en nuestra pequeña comitiva no podía menos de considerar lo absurdo de tal reunión. Dos hombres, cada uno de los cuales poseía el cuerpo del otro; una emperatriz vieja y malvada, cuyo hermoso cuerpo pertenecía a la criatura que yo amaba, otro miembro de la cuadrilla; un gran mono blanco que poseía la mitad del cerebro de un ser humano; Gor Hajus, el asesino de Toonol, y yo, un hombre de otro planeta. ¿Podía imaginarse una reunión más absurda?
Yo no podía separar la vista del cuerpo perfecto y el rostro bellísimo de Xaxa, y gracias a esta circunstancia pude evitar que se arrojara por la borda, como intentó hacerlo al pensar lo horrible que sería volver a vivir en su antigua envoltura. Después de este incidente, la até con cuerdas y la sujete al puente, aunque oprimiéndoseme el corazón al ver las ligaduras en aquellos miembros delicados.
Dar Tarus estaba igualmente fascinado por la contemplación de su propio cuerpo, que no había visto desde hacía muchos años.
—¡Por mi primer antepasado! —exclamó—. Indudablemente debí ser el menos presumido de los hombres, porque aseguro, bajo palabra de honor, que no sospechaba que fuera tan guapo. Y ahora no se me puede acusar de vanidad, puesto que estoy hablando de Sag Or —y rió su propia agudeza.
Efectivamente, el cuerpo y el rostro de Dar Tarus eran hermosos, aunque la mirada tenía algo de la dureza del acero, y la forma de la mandíbula indicaba sangre de luchador. No es extraño que Sag Or hubiera codiciado el cuerpo del joven guerrero, ya que el suyo llevaba los estigmas de la vida disoluta y la vejez.
Poco antes de amanecer, descendimos sobre una de las numerosas islas que salpican los grandes pantanos toonolianos y, dejando la nave aérea oculta entre los troncos de los árboles, salimos a estirar las piernas por el suelo medio enterrado por la hierba alta de la selva, y bien ocultos de la vista de posibles perseguidores. Hovan Du encontró para nosotros frutas y nueces, que la parte simiesca de su cerebro proclamó inofensivas, y su instinto le hizo descubrir un manantial de agua deliciosa. Estábamos medio muertos de hambre y muy fatigados, por lo que comimos y bebimos en abundancia, sin que Xaxa y Sag Or se negaran a imitarnos. Satisfecha el hambre y después de encadenar fuertemente a los prisioneros, tres de nosotros nos tumbamos en el puente para dormir, mientras el cuarto montaba la guardia. Así, relevándonos periódicamente, dormimos todo el día, y cuando cayo la noche, descansados y satisfechos, pudimos reanudar el viaje.
Hicimos un gran rodeo por el Sur para evitar Toonol, y dos horas antes del alba estábamos ante la Torre de Thavas. Creo que todos habíamos llegado al colmo de la excitación, pues ninguno había a bordo cuya vida entera no dependiera del éxito o fracaso de nuestra aventura. Como primera precaución, amordazamos a Xaxa y Sag Or, y les atamos las manos a la espalda, para que no avisaran nuestra llegada.
Cluros se había puesto hacía mucho tiempo, y Thuria descendía hacia el horizonte, cuando detuvimos el motor y aterrizamos a dos o tres kilómetros al sur de la torre, esperando impacientes la puesta de Thuria. Hacia el Noroeste, las luces de Toonol resplandecían contra el cielo, y estaban también iluminadas algunas de las ventanas del laboratorio; pero la torre estaba obscura desde la base a la cima.
Cuando la luna desapareció, dejando en sombras el cielo, Dar Tarus puso en marcha el admirable y silencioso motor de Barsoom, y volamos despacio, casi al ras de tierra, hacia la isla de Ras Thavas, sin producir más ruido que el suave aleteo de nuestro propulsor, que no podía oírse a treinta metros, pues giraba muy lentamente. En un grupo de árboles gigantes nos detuvimos, al lado de la isla, y Hovan Du, inclinándose por la borda, emitió, unos gruñidos sordos. Esperamos en silencio. Hubo un rumor entre las malezas del suelo. Por segunda vez Hovan Du lanzó su llamada, y esta vez llegó la respuesta desde las negras sombras. Hovan Du habló en el lenguaje de los monos, sosteniendo un diálogo con un interlocutor invisible.
Cinco minutos duró la conversación de los monos, a la que se unieron voces diversas, y luego Hovan Du se volvió hacia mí.
—Todo esta arreglado. Nos permitirán esconder la nave bajo los árboles y consentirán que volvamos a bordo. Lo único que piden es que dejemos abierta la puerta del laboratorio que conduce al patio interior.
—¿Se han dado cuenta de que aunque entremos con un mono saldremos luego sin él?
—Sí, pero no nos harán daño.
—¿Y por qué quieren que dejemos la puerta abierta?
—No quieras saber mucho, Vad Varo. Debes darte por satisfecho con que los grandes monos blancos te ayuden a devolver a Valla Dia su propio cuerpo, y a escaparte con ella de este sitio terrible.
—Bien. Me basta. ¿Podernos desembarcar?
—Ahora mismo. Ellos nos ayudarán a arrastrar la nave bajo los árboles.
—Pero antes tenemos que escalar la muralla exterior.
—Es verdad. Había olvidado que no podemos abrir la puerta desde este lado.
Nueva conversación con los monos, siempre invisibles, en la que quedó acordado que Hovan Du y Dar Tarus volverían con la nave después de desembarcarnos dentro de las murallas.
Emprendimos el vuelo y descendimos suavemente en el interior del recinto amurallado. La noche era singularmente obscura, pues luego de ponerse Thuria las nubes ocultaron las estrellas. Nadie podía haber visto la nave a más de quince metros de distancia, y nos movimos sin hacer ruido. Desembarcamos a nuestros prisioneros; Gor Hajus y yo nos quedamos con ellos, mientras Dar Tarus y Hovan Du gobernaban la aeronave para volverla al escondite bajo los árboles.
Me dirigí a la puerta, la abrí y esperé. No se oía el menor ruido. Nunca he soportado un silencio semejante: silencioso el inmenso laboratorio detrás de mí, silenciosa la selva negra ante nosotros. Confusamente percibí las siluetas de Gor Hajus, Xaxa y Sag Or, de otro modo me hubiera creído en la oscuridad y el espacio inmenso.
Esperé durante una eternidad, hasta que oí un rozamiento en la puerta. Dar Tarus y Hovan Du la traspusieron en silencio. Nadie habló. Todo había sido planeado cuidadosamente y sobraban las preguntas. Nos dirigimos a la entrada de la torre, encontramos la rampa y bajamos a los subterráneos. Todo salió perfectamente. No encontramos criatura viviente alguna y con la mayor facilidad llegamos a las bóvedas que buscábamos: una vez en ella cerramos la puerta para vernos libres de interrupciones, y me dirigí al sarcófago, donde tras el cuerpo de un guerrero había escondido el de Valla Dia. El corazón me latía con violencia al sacar el cadáver que le ocultaba, pues siempre temí que Ras Thavas, conocedor de mi interés y adivinando el objeto de mi viaje, hubiera mandado registrar todas las cámaras y subterráneos, y examinar uno por uno todos los cadáveres hasta encontrar el que buscaba; pero mi temor resultó sin fundamento, porque allí estaba el cuerpo de Xaxa, la vieja y arrugada envoltura del adorado cerebro de Valla Dia. Lo saqué con suavidad y lo transporté a una de las dos mesas gemelas de operaciones. Xaxa, atada y amordazada, me lanzó una mirada de odio feroz al contemplar el feo cuerpo que pronto habitaría.
Al levantarla para llevarla a la mesa se retorció como una lagartija y quiso tirarse al suelo, pero al poco tiempo estaba fuertemente amarrada a la mesa y sin conocimiento la transferencia comenzó. Gor Hajus, Sag Or y Hovan Du eran espectadores interesadísimos, pero Dar Tarus había presenciado muchas operaciones semejantes cuando trabajó en el laboratorio. No describiré aquélla, pues era una repetición de las que, para adquirir soltura, había realizado muchas veces.
Cuando reemplacé el fluido embalsamado por la propia sangre de Valla Dia, el corazón dejó de latirme. Por fin todo estuvo terminado; sus mejillas se colorearon y su pecho empezó a subir y bajar al compás de su respiración. Entonces abrió los ojos y me miró.
—¿Qué ha sucedido, Vad Varo? ¿Ocurre algo para que me despiertes tan pronto? ¿Es que no respondo al fluido?
Sus ojos pasaron a los rostros de los demás.
—¿Que significa esto? ¿Quiénes son ésos?
La alcé suavemente en mis brazos y la mostré el cuerpo de Xaxa inconsciente en la otra mesa. Valla Dia abrió los ojos desmesuradamente.
—¿Entonces esta ya hecho? —gritó.
Se llevó las manos al rostro y tocó los contornos delicados de su garganta; no quería creerlo y pidio un espejo. Saqué uno de los bolsillos de Xaxa y se lo presenté. Estuvo largo rato contemplándose y sus ojos se llenaron de lágrimas; luego me miró y con un movimiento espontáneo me echó los brazos al cuello.
—¡Amo y señor mío! —susurró.
Y esto fue todo. Pero era bastante: por aquellas palabras yo había arriesgado la vida, afrontando peligros desconocidos, y volvería a hacerlo para escucharlas de nuevo.
Empleé todo el día en restaurar los cuerpos de Dar Tarus y Hovan Du y era ya casi de noche cuando dejé a Xaxa, Sag Or y el gran mono sumidos en el letargo que producía el maravilloso anestésico de Ras Thavas. No pensaba resucitar al gran mono, pero tenía que devolver los otros dos a Fundal aunque Dar Tarus, ahora resplandeciente con su propio cuerpo y el lujoso atavío de Sag Or, quiso disuadirme de volver a llevar aquellas plagas a los fundalianos.
—He dado mi palabra. Después... ya veremos.
Se me acababa de ocurrir un plan atrevidísimo que no comuniqué a Dar Tarus, ni tuve tiempo para hacerlo porque, en aquel momento, alguien trató de abrir la puerta, oímos voces al exterior y volvieron a forcejear. Todos nos callamos. La puerta era muy resistente y cuando se convencieron de la inutilidad de sus esfuerzos desistieron de entrar y les oímos hablar, pero por breve tiempo. Parecía que se habían ido.
—Debemos marcharnos inmediatamente —dije—, antes de que vuelvan.
Colocamos nuevamente las mordazas a Xaxa y a Sag Or y les devolví la vida, cosa que no parecieron agradecerme mucho. Si las miradas pudieran matar, las que me lanzaron los dos me hubieran dejado muerto en el acto.
Cuidadosamente, abrí la puerta con una espada en la mano derecha, y las de Dar Tarus, Gor Hajus y Hovan Du asomando por encima de mis hombros. En el corredor había dos hombres, dos esclavos de Ras Thavas, uno de ellos Yamdor, su favorito. Al vernos lanzaron un grito ronco y antes de que pudiéramos impedirlo habían dado la vuelta y corrían disparados por el pasillo.
No había tiempo que perder: todo debía sacrificarse a la rapidez. Sin preocuparnos del ruido, nos precipitamos por los subterráneos hacia la espiral de la torre, y cuando salimos al patio interior vimos que era ya de noche cerrada, pero la luna más distante estaba aún en el cielo y no había nubes. El resultado fue que nos descubrió en seguida un centinela, que dio la voz de alarma a tiempo que corría a interceptamos el paso.
¿Qué diablos hacía un centinela en el patio de Ras Thavas? Aquello era una novedad. Una docena de guerreros irrumpieron en el patio.
—Son toonolianos —dijo Gor Hajus—. Los guerreros de Vobis Kan, Jeddak de Toonol.
Sin aliento corrimos hacia la puerta, pero nos estorbaban los prisioneros, que se negaron a avanzar en cuanto nos supieron descubiertos. La consecuencia fue que nos encontramos con los guerreros en la misma puerta y, colocando a los prisioneros detrás de nosotros, Dar Tarus, Gor Hajus, Hovan Du y yo luchamos contra veinte guerreros de Toonol, en la proporción de uno contra cinco. Nos dio una gran ventaja la ferocidad de Gor Hajus, que valía por diez hombres, y el efecto terrible de su nombre entre los toonolianos.