Joao se untó con el bálsamo tres quemaduras del brazo izquierdo, neutralizando el ácido y recubriendo las heridas con piel artificial. Ante el dolor apretó los dientes. Miró fijamente a Rhin.
—¿Dónde están esos especimenes de ciervos volantes que usted mató?
Silencio.
—Usted es una megalomaníaca ciega y sin principios —dijo Joao—. Procure no apurarme —concluyó, procurando mantener un tono de voz civilizado.
El rostro de Rhin adquirió una palidez rígida, sus bellos ojos verdes le brillaron, mas se mantuvo silenciosa.
A Joao le dolía terriblemente el brazo, sentía una fuerte jaqueca y vagamente le pareció que algo iba mal en la apreciación de los colores en su entorno. El silencio de la mujer irlandesa le estaba poniendo furioso, pero aquella cólera resultaba como algo que estuviera ocurriéndole a otra persona. El singular sentimiento de desdoblamiento de personalidad persistió incluso después de haberlo notado.
—Actúa usted como una mujer que precisa de la violencia —dijo Joao—. ¿Le gustaría volverse contra mis hombres? Sepa que están un poco cansados de usted.
Joao encontró extrañas sus propias palabras, incluso al pronunciarlas, como si quisiera decir algo distinto, y, sin embargo, las palabras surgieron de aquella forma.
Rhin se ruborizó intensamente.
—¡No se atrevería usted! —dijo furiosa.
—Vaya, podemos hablar… No sea melodramática. No quisiera proporcionarle ese placer.
Rhin le miró fijamente.
—Usted…, insolente…
Joao habló con voz lobuna:
—Escuche, nada de cuanto me diga hará que me vuelva contra mis hombres.
En el silencio que siguió, a Joao le pareció que Rhin se hacía más y más pequeña. Tuvo entonces la sensación de un rugido distante, preguntándose si sería el zumbido de sus propios oídos.
—Ese ruido…
—¿Qué hay, jefe?
Era Vierho, que se hallaba a sus espaldas.
—¿Qué es ese ruido?
—Es el río, jefe; una quebrada —repuso Vierho, apuntando hacia una negra roca escarpada que surgía distante por encima de la selva—. Cuando sopla el viento, se oye aquí. ¿Jefe?
—¿Qué ocurre? —expresó Joao con una súbita cólera frente a Vierho—. ¿Por qué no puede hablar ese tipo?
—Intentémoslo —dijo Vierho llevándole hacia donde se hallaba el rubio nórdico, que estaba fuera de una de las tiendas. El rostro de aquél aparecía grisáceo, excepto en la mejilla, donde tenía la piel quemada por el ácido.
Joao se volvió para mirar a Rhin. La doctora se había alejado de él, permaneciendo en pie con los brazos cruzados. La rigidez de su espalda, su actitud y su aspecto general produjo en Joao una sensación casi humorística. Ahogó una carcajada y dejó que su asistente se aproximara al nórdico. ¿Cómo se llamaba? Ah, sí, Hogar.
—Este caballero dice que la señora doctora ha sido mordida por los insectos que consiguieron traspasar las barreras —indicó Vierho, señalando a Hogar.
—La primera noche —murmuró Hogar.
—No ha sido la misma desde entonces —explicó Vierho.
Joao se humedeció los labios con la lengua. Sintió vértigo y se notó sofocado.
—Los insectos que la picaron eran similares a los que le atacaron a usted —dijo Hogar. Su voz sonaba como presentando excusas.
Joao imaginó entonces si no estaría divirtiéndose a su costa.
—Deseo ver a Chen-Lhu —dijo Joao—. Inmediatamente.
—Sufre quemaduras y está gravemente intoxicado —repuso Hogar—. Creemos que se está muriendo.
—¿Dónde está?
—Aquí en la tienda, pero…
—¿Está consciente?
—Señor Martinho, está consciente, pero no en condiciones de sostener una prolongada…
—¡Aquí soy yo quien da órdenes! —estalló Joao.
Vierho y Hogar intercambiaron una mirada de sorpresa.
—Jefe, tal vez… —indicó Vierho.
—¡Quiero ver inmediatamente al doctor Chen-Lhu!
Joao se adelantó decididamente y entró en la tienda.
El lugar era un pequeño entorno brumoso, tras las primeras luces de la mañana. Joao tardó unos momentos en acomodar su visión. Vierho y Hogar se le unieron en el interior de la tienda.
—Por favor, señor Martinho —suplicó Hogar.
—Jefe, quizá más tarde —insinuó Vierho.
—¿Quién está ahí?
Se oyó una voz apagada, aunque controlada, procedente de una hamaca situada al extremo más alejado de la tienda. Joao distinguió una forma humana extendida en la hamaca, con las señales blancas de los vendajes, reconociendo a Chen-Lhu en medio de aquella luz mortecina.
—Soy Joao Martinho.
—Ah, Johnny —dijo Chen-Lhu, con voz algo más fuerte.
Hogar pasó a Joao, se arrodilló junto a Chen-Lhu y le dijo:
—Por favor, doctor, no se excite.
Las palabras le sonaron a Joao con un extraño matiz de familiaridad, pero no pudo relacionar la asociación. Se aproximó al jergón y miró a Chen-Lhu. Tenía las mejillas hundidas, como si fuera el resultado de un largo período de hambre. Sus ojos parecían hallarse en el fondo de dos hoyos.
—Johnny —dijo Chen-Lhu, como en un susurro—. Estamos rescatados pues…
—No estamos rescatados.
—Ah, lástima —dijo Chen-Lhu—. Entonces vamos todos juntos, ¿eh? —Y pensó: «¡Qué ironía! ¡Mi cabeza de turco atrapada en la misma trampa! ¡Qué futilidad!».
—Aún hay esperanzas —dijo Hogar.
—Mientras haya vida… —expresó Chen-Lhu. Miró fijamente a Joao—: Me estoy muriendo, Johnny, pero casi todo mi pasado se me escapa.
Chen-Lhu pensó entonces: «Todos moriremos aquí. Y en mi país… también morirán todos. De hambre o por los venenos… ¿Cuál es la diferencia?».
—Señor, váyase, por favor —dijo Hogar a Joao.
—No —exclamó Chen-Lhu—. Quédese. Debo decirle algo.
—No puede usted fatigarse, señor —suplicó Hogar.
—¿Y que más da? —dijo Chen-Lhu—. Hemos marchado hacia el oeste, ¿eh, Johnny? ¡Me gustaría reírme!
Joao sacudió la cabeza. Le dolía la espalda y sentía una extraña sensación en la piel de ambos brazos. El interior de la tienda se volvió repentinamente más iluminado.
—¿Reírse? —exclamó Vierho—. ¡Madre de Dios!
—¿Quiere usted saber por qué mi Gobierno no permite que vayan allí observadores occidentales? ¡Vaya broma! La gran cruzada ha estallado prematuramente en mi país. La tierra queda estéril e improductiva. Nada sirve. Ni fertilizantes ni productos químicos. Nada.
Joao experimentó dificultad en conjuntar aquellas palabras de forma significativa. ¿Estéril?
—Nos enfrentamos con un hambre como no se ha visto jamás en la historia —carraspeó Chen-Lhu.
—¿Es la falta de los insectos? —aventuró Vierho.
—¡Por supuesto! —afirmó Chen-Lhu—. ¿Qué otra cosa podría haber producido semejante cambio? Hemos roto la clave que eslabona la cadena ecológica. Claro que sí. Hemos roto incluso esos mismos eslabones… Ahora ya es demasiado tarde.
«Tierra estéril», pensó Joao. Resultaba una idea interesante, pero su cabeza estaba demasiado aturdida para explorar el alcance de la misma.
Vierho, desalentado por el silencio de Joao, se inclinó hacia Chen-Lhu.
—¿Por qué su pueblo no admite el hecho avisándonos antes de que sea demasiado tarde?
—¡No sea estúpido! —dijo Chen-Lhu. Su voz denotaba algo de la rudeza de su costumbre de mandar—. Lo perderíamos todo antes de agotar las últimas posibilidades. Lo digo porque me estoy muriendo y porque ninguno de ustedes sobrevivirá por mucho tiempo.
Hogar se puso en pie y se alejó del jergón, como si temiera contaminarse.
—Necesitamos una cabeza de turco, ¿comprende? —dijo Chen-Lhu—. Por eso me enviaron aquí, para hallar ese chivo expiatorio. Estamos luchando por algo más que por nuestras vidas.
—Podría usted echar la culpa a los norteamericanos —dijo Hogar amargamente.
—Me temo que ya perdimos esa ocasión, incluso con nuestro pueblo —dijo Chen-Lhu—. Lo hicimos nosotros mismos, ¿comprende? No hay escapatoria. No…, todo lo que podíamos esperar era encontrar aquí un modo de culpar a alguien. Los ingleses y los franceses nos suministraron algunos venenos. Los empleamos sin éxito. Algunos equipos rusos nos ayudaron…, pero los rusos no han tratado todo el país, sino solo la franja de los Urales. Ellos contarían con los mismos problemas que nosotros, ¿comprende? Nos hicieron aparecer como unos estúpidos.
—¿Por qué no dijeron nada los rusos? —preguntó Hogar.
Joao miró a Hogar pensando que todo aquello eran palabras carentes de sentido.
—Los rusos están transformando en zona Verde su línea de los Urales —continuó Chen-Lhu—. Reinfestando el terreno… No…, mis últimas órdenes consistían en hallar un nuevo insecto, típicamente brasileño, que destruyera la mayor parte de nuestras cosechas, y por cuya presencia nosotros pudiéramos culpar… ¿a quién? Tal vez a algunos bandeirantes.
«Culpar a los bandeirantes —pensó Joao—. Sí, todo el mundo intenta culpar a los bandeirantes».
—La cuestión realmente divertida es lo que he visto en su zona Verde —dijo Chen-Lhu—. ¿Saben qué he visto?
—¡Usted es el diablo en persona! —exclamó Vierho.
—No, sólo un patriota —dijo Chen-Lhu—. ¿No tiene curiosidad por saber qué he visto en la zona Verde?
—¡Hable, y que el diablo se lo lleve! —intervino de nuevo Vierho.
—Pues los mismos signos de la roya vegetal que cayó sobre nuestra desheredada nación —siguió diciendo Chen-Lhu—. Frutos más pequeños, cosechas más reducidas, hojas menores de tamaño, plantas más descoloridas. Al principio se muestra lentamente, pero pronto la degeneración se hace evidente para todos.
—Entonces quizá se puede detener antes de que sea demasiado tarde —opinó Vierho.
«Valiente tontería —pensó Joao—. ¿Quién puede detenerse antes de que sea demasiado tarde?».
—¡Qué tipo más simple es usted! —dijo Chen-Lhu—. Sus reglas son las mismas que las mías: ellos no ven nada que no sea su propia supervivencia. No verán nada hasta que sea demasiado tarde. Así actúan siempre los Gobiernos.
Joao se preguntó por qué la tienda se ponía tan oscura tras estar tan iluminada. Sentía calor y la cabeza le daba vueltas como si estuviera excesivamente bebido. Una mano le tocó en el hombro. La miró y siguió la mano hasta el brazo, y después vio un rostro. El rostro de Rhin con lágrimas en los ojos.
—Joao…, señor Martinho…, he sido una estúpida —dijo humildemente.
—¿Estaba usted escuchando? —preguntó Chen-Lhu.
—Sí —afirmó Rhin.
—Es una lástima. Esperaba mantener algunas de sus ilusiones…, al menos durante cierto tiempo.
Joao pensó lo absurdo de aquella conversación. Y que persona tan singular era aquella mujer.
Algo pareció golpearle la cabeza y la espalda.
Antes de caer inconsciente, lo último que oyó fue la asustada voz de Vierho:
—¡Jefe!
Martinho vivió un sueño en donde Rhin aparecía cerniéndose sobre él y diciéndole: «¿Qué diferencia puede haber en quien dé las órdenes?». En el sueño sólo pudo dirigirle una triste sonrisa y pensar en el aspecto odioso que tenía a pesar de su belleza.
—¿Qué diferencia hay? —dijo alguien—. De cualquier modo pronto estaremos todos muertos.
Otra voz dijo:
—Mirad, hay otro. Parece que es Gabriel Martinho, el prefecto.
Joao se sintió hundirse en el vacío, donde su rostro estaba atenazado por unas bridas que le obligaban a mirar al monitor de la pantalla del helicar. La pantalla mostraba un escarabajo gigante con la cara de su padre. Escuchaba un sonido que subía y bajaba los registros de la escala sónica, dentro del constante zumbido: «No te excites…, no te excites…».
Se despertó gritando para darse cuenta de que no se producía ningún grito en su garganta, estaba demasiado seca para ello. Sólo era el producto de su sueño. Tenía el cuerpo bañado en sudor. Rhin estaba sentada junto a él, enjugándole la frente. Estaba pálida y demacrada, con los ojos hundidos. Por un momento pensó si aquella extenuada Rhin Kelly formaba parte del sueño. Parecía no tener los ojos abiertos, aunque le estaba mirando fijamente.
Joao intentó hablar pero tenía la garganta seca. No obstante, el movimiento de Martinho atrajo la atención de Rhin. Se inclinó hacia él y le miró a los ojos. Entonces buscó algo detrás de ella y al momento tuvo una cantimplora, de la que vertió algunas gotas de agua en su garganta.
—¿Qué es…? —comenzó a decir.
—Tiene usted lo mismo que me atacó a mí, sólo que con más fuerza —explicó la doctora irlandesa—. Ese veneno de los insectos contiene una droga que ataca el sistema nervioso. No se esfuerce.
—¿Dónde estamos? —preguntó.
—En la misma vieja trampa —dijo ella, mirándole—, pero tenemos una oportunidad de escapar.
Los ojos de Martinho formularon la pregunta que sus labios no podían expresar con palabras.
—Su helicar —dijo ella—, algunos de sus circuitos han quedado seriamente dañados, pero Vierho ha podido sustituirlos. Quédese quieto y descanse.
Rhin comprobó el pulso de Joao y le colocó un termómetro. Después de leer su indicación dijo:
—Ha bajado la fiebre. ¿Alguna vez sufrió usted alguna enfermedad cardiaca?
Instantáneamente pensó en su padre; pero aquella pregunta no se dirigía al prefecto.
—No —susurró.
—Dispongo de unos cuantos frascos energéticos. Alimentación directa. Puedo ponerle uno si no tiene delicado el corazón.
—Póngamelo.
—Se lo inyectaré en una vena de su pierna —advirtió Rhin—. A mí me lo inyectaron en el brazo izquierdo y vi las estrellas durante una hora.
Rhin buscó en una caja junto al camastro, tomó un frasco negro, levantó las ropas que cubrían las piernas de Joao y le aplicó la cápsula energética.
Martinho se sintió como alejado de allí y mareado.
—Así fue como reanimamos al doctor Chen-Lhu —explicó la joven doctora.
«Travis no morirá», pensó Joao. Se dio cuenta de que era un hecho extremadamente importante, pero no podía localizar la razón del porqué.
—Por supuesto, fue algo más que la droga —explicó Rhin—. Es decir, con el doctor Chen-Lhu y conmigo. Vierho localizó la cuestión en el agua.
—¿El agua?
Ella tomó la palabra como una petición y le hizo beber un poco más de la cantimplora.
—La segunda noche que pasamos aquí cavamos un poco en una tienda —explicó Rhin—. Filtraciones del río, naturalmente. Agua cargada de veneno, en parte con los nuestros. Vierho se dio cuenta de ello por su amargor. Pero mis análisis mostraron algo más en el agua: un alucinógeno que produce una reacción muy parecida a la esquizofrenia. Es algo que ningún ser humano pudo poner en ella.