—¿Dónde iríamos? —preguntó.
—La violencia parece ser local —dijo Chen-Lhu. Hizo una pausa para escuchar. La multitud parecía cada vez más próxima—. Váyase con su padre a Cuiabá. Llévese con usted a su grupo. Los otros pueden volver a sus bases en la zona Roja.
—¿Y por qué tendría que…?
—Enviaré a Rhin con usted en cuanto se haya decidido el plan a seguir.
—Tengo que saber donde encontrarle —dijo Rhin, buscando la pista. En aquel momento pensó que, en efecto, tenía que ser donde vivía el padre de Martinho. Sí, aquel tendría que ser el cuartel general…, allí o en el Goiás, como sospechaba Chen-Lhu.
—Pero nosotros no hemos hecho tal cosa —insistió Martinho.
—Por favor —repitió ella.
Martinho suspiró profundamente.
—Padre, vete con los hombres. Estaré más seguro allá en la zona Roja. Tomaré el camión pequeño y me iré a Cuiabá. Tengo que discutir esta cuestión con mi padre, el prefecto. Alguien tiene que ir a la sede del Gobierno y hacer que el pueblo escuche.
—¿Qué escuchen a quién? —preguntó Alvarez.
—El trabajo tiene que detenerse temporalmente —dijo Martinho—. Se hará una investigación.
—¡Valiente tontería! —exclamó irritado Alvarez—. ¿Quién escuchará ese discurso a estas alturas?
Martinho intentó tragar saliva en su reseca garganta. La noche le envolvía húmeda, fría, opresiva…, y la multitud se aproximaba rugiendo. La policía y las fuerzas militares no conseguirían detener a esa multitud irritada, individuos convertidos en pequeños monstruos de otro mayor.
—No pueden permitirse el lujo de escuchar —murmuró Alvarez—, aunque tengas razón.
El rumor de la multitud enfurecida pareció dar un contrapunto a las palabras de Alvarez. Los hombres que estaban en el poder no admitirían ningún fallo. Estaban en el poder por las promesas ofrecidas al pueblo. Si tales promesas no se mantenían, alguien tendría que cargar con la culpabilidad de lo sucedido.
«Tal vez ya alguien cargó con ella», pensó.
Entonces siguió a Vierho, quien le condujo hasta los camiones.
Existía una cueva allá en las rocas negras de la garganta del río Goiás. En la cueva, los pensamientos pulsaban a través de un Cerebro, como si estuviera escuchando la radio, en donde un locutor humano relataba las noticias del día: algaradas callejeras en Bahía, bandeirantes linchados, paracaidistas lanzados para restaurar el orden…
La pequeña radio portátil, alimentada con baterías, desgarraba la atmósfera de la cueva irritando los sensores del Cerebro, pero las noticias humanas que se producían necesitaban el aparato como monitor mientras las pilas funcionasen. Tal vez las células bioquímicas pudieran utilizarse después, pero el conocimiento mecánico del cerebro era limitado. Había captado toda la teoría procedente de las bibliotecas llenas de microfilms de la zona Roja, pero el conocimiento práctico era algo muy diferente.
Ya había tenido una televisión portátil durante algún tiempo, pero su alcance era limitado y ahora estaba fuera de servicio.
Terminaron las noticias y la música surgió torrencial del altavoz de la radio. El Cerebro indicó al instrumento que quedara en silencio. Y el Cerebro continuó en aquel silencio tan grato, pensando, pulsando.
Era una masa de cuatro metros de diámetro y medio metro de altura, conociéndose a sí mismo como la «Integración Suprema», plena de atención alerta pasiva y, con todo, bastante irritada por las necesidades que la mantenían anclada en aquel refugio cavernoso.
Una máscara sensorial móvil que podía desplazar a voluntad, en forma de disco, embudo membranoso e incluso simulando un rostro humano gigantesco, yacía como una montera por la superficie del Cerebro, con los sensores dirigidos hacia la gris luminosidad de la aurora, en la boca de la cueva.
Las pulsaciones rítmicas de una cavidad amarilla situada a un lado bombeaban un fluido oscuro y viscoso en el interior del Cerebro. Incontables insectos sin alas se movían incesantemente sobre las membranas de su superficie, inspeccionando, reparando y proporcionándole los alimentos que necesitaba.
Enjambres especializados de insectos alados se arracimaban en las fisuras de la cueva, produciendo ácidos los unos, otros descomponiendo y transformando los ácidos para convertirlos en oxígeno, otros efectuando las operaciones digestivas, y otros, en fin, supliendo el papel de los músculos para el bombeo de su alimento vital.
Un olor picante y amargo saturaba la totalidad del espacio cavernoso.
Los insectos iban y venían hacia el resplandor del amanecer. Otros se detenían zumbando, danzando y pendientes de los sensores del Cerebro, unos modulando chirridos para informar, otros en grupos especiales alineados, siguiendo una pauta predeterminada, otros, en fin, formando esquemas complejos con cambio en su coloración, o moviendo sus antenas en extraños modos.
En aquel momento llegó el relevo procedente de Bahía:
—Mucha lluvia, terrenos empantanados, los agujeros de nuestros escuchas se han hundido. Un observador ha sido visto y atacado, pero un monitor lo ha llevado por los túneles del río. Éstos se han hundido en parte. No hemos dejado evidencia excepto lo que ha sido visto por los humanos. Los que no pudieron escapar han sido destruidos.
«Han resultado muertos algunos humanos».
«Muertes ocurridas entre los humanos —reflexionó el Cerebro—. Entonces los informes de la radio eran correctos».
Aquello era el desastre.
Se incrementó la demanda de oxígeno del Cerebro y los insectos de servicio acudieron inmediatamente para acelerar el ritmo de bombeo.
«Los humanos se creerán atacados —pensó el Cerebro—. Tiene que ser activada la compleja defensa del género humano».
Penetrar en esa actitud será de lo más difícil, si no imposible.
«¿Quién puede razonar con la sinrazón?».
Los humanos eran criaturas muy difíciles de comprender…, con sus dioses y sus pautas de comportamiento.
«Negocios» era lo que los libros denominaban como sus pautas de comportamiento, pero el sentido de la expresión escapaba por completo al Cerebro. El dinero no podía ser comido, y era almacenado sin que supusiera ninguna energía aparente, siendo por lo demás todo un pobre material de construcción. Las cubiertas, la argamasa y las tapias de las casas de los más pobres entre los humanos contenían más sustancia.
Sin embargo, los humanos se mataban por el dinero. Aquello debería ser importante. Tendría que serlo, como sus dioses y el concepto de los dioses, que parecía ser como una suprema integración, pero cuya sustancia y localización no podía definirse. De lo más desconcertante.
El Cerebro pensó que en alguna parte tendría que haber un módulo de pensamiento que hiciera comprensibles tales cosas; pero el esquema se le escapaba.
Entonces el Cerebro pensó cuan extraño resultaba aquel módulo de pensamiento de la existencia; la transferencia interna de energía para crear visiones imaginarias, que de hecho eran planes y pautas que a veces se desplazaban por senderos que conducían a la no supervivencia. ¡Qué curiosa, qué sutil, y con todo, qué bella era aquella concepción humana y su descubrimiento, ahora copiada y adaptada a los usos de otras criaturas! ¡Qué admirable y elevada era esta manipulación del universo, que existía sólo dentro de los pasivos confines de la imaginación!
Por un momento, el Cerebro se probó a sí mismo, intentando estimular emociones humanas. Pudo comprender el temor y la unicidad de la colmena, pero las permutas, y la variante del temor llamado odio, como reflejo colateral, resultaban sumamente difíciles.
El Cerebro no consideró ni una sola vez que, en cierta ocasión, fue parte de un humano y que estuvo sujeto a tales emociones. Encontró irritante la intrusión de tales pensamientos. El Cerebro se parecía ahora vagamente a su contrapartida humana, pero mucho mayor y más complejo. Ningún sistema circulatorio humano podría soportar sus necesidades de alimentación. Ningún cerebro meramente humano podría suplir su voraz apetito de información.
Era, sencillamente, cerebro, una parte funcional de su sistema de supercolmena, más importante incluso que las reinas.
—¿Qué clase de humanos resultaron muertos?, se preguntó el Cerebro.
La respuesta le llegó en lentos impulsos chirriantes: Trabajadores, hembras, humanos inmaduros y algunas reinas estériles.
«Hembras y humanos inmaduros», pensó el Cerebro. Aquello aparecía en la pantalla de sus percepciones, una maldición india cuyo origen había extirpado. Con tales muertes, la reacción humana tendría que hacerse más violenta. Se hacía imperativa una acción rápida e inmediata.
—¿Qué se sabe de nuestros mensajeros que han atravesado la barrera?
Llegó la respuesta:
«Se desconoce el escondite del grupo mensajero».
—Tienen que localizarse los mensajeros. Que permanezcan en sus escondites hasta otro momento más oportuno. Comunicad esa orden inmediatamente.
Las obreras especialistas partieron en el acto para cumplir la orden.
—Tenemos que capturar una muestra más variada de humanos —ordenó el Cerebro—. Es preciso capturar a un líder vulnerable. Enviad observadores y mensajeros junto con unidades de acción. Informad con toda urgencia.
El Cerebro comprobó que sus órdenes eran obedecidas. Vagas frustraciones estremecían los componentes de su cerebro, como necesidades para las que no tenía respuestas. Hizo que se levantara su máscara sensora, formándole ojos enfocados hacia la boca de entrada de la caverna.
Ya era pleno día.
Todo cuanto tenía que hacer era esperar.
El esperar constituía la parte más difícil de su existencia.
El Cerebro comenzó a examinar este pensamiento, formando corolarios e ideas entremezcladas de posibles alternativas para el proceso de espera, imaginando proyecciones de crecimiento físico que pudieran evidenciar semejante inmovilidad.
Los pensamientos provocaron una indigestión intelectual que alarmó a las colmenas de soporte. Comenzaron a zumbar furiosas alrededor del Cerebro, escudándolo, alimentándolo y formando falanges de guerreras a la entrada de la cueva.
La acción proporcionó una verdadera angustia al Cerebro.
Advirtió que había puesto sus cohortes en movimiento, guardando el precioso núcleo de la colmena, como instinto atávico de supervivencia. Pensó que las unidades primitivas de la colmena no podían cambiar; pero, sin embargo, tenían que hacerlo. Debían aprender la necesidad de movilizarse, la movilidad del juicio, tomando cada situación como una cosa única.
«Tengo que seguir enseñando y aprendiendo», pensó el Cerebro.
Deseó tener entonces los informes de los diminutos observadores que envió hacia el este. La necesidad procedente de aquella zona era enorme, algo para completar los retazos sueltos proporcionados por los remotos puestos de escucha. La prueba vital podría venir de allá y desviar al género humano de su ya largo precipitarse en una espantosa
muerte-para-todos
.
Lentamente, la colmena fue reduciendo su actividad, mientras el Cerebro se retiraba de los dolorosos dominios del pensamiento.
«Mientras tanto esperaremos», pensó.
Y se planteó a sí mismo el problema de una ligera alteración en los genes de una avispa sin alas para mejorar el sistema generador de oxígeno.
El señor Gabriel Martinho, prefecto de la Barrera Compacta del Mato Grosso, se paseaba por su estudio murmurando entre dientes. Una alta y estrecha ventana dejaba entrar el sol de la tarde. Se detuvo para observar a su hijo Joao, sentado en un sofá de piel de tapir.
El padre de Johnny tenía piel oscura, miembros delgados, cabellos grises, ojos cavernosos, nariz aguileña, boca de labios delgados y barbilla puntiaguda. Vestía con ropas negras al viejo estilo, que contrastaban con la blanca ropa interior. Unos botones de oro en la pechera de la camisa y en los puños brillaban cada vez que hacía amplios gestos con los brazos.
—Soy objeto del mayor ridículo —tronaba frente a su hijo.
Joao soportó en silencio la declaración de su progenitor. Tras toda una semana de aguantar los estallidos de cólera de su padre, aprendió el valor del silencio. Se miró las blancas ropas de su uniforme de bandeirante, con los pantalones embutidos en unas botas de caña alta, propias de la selva, todo ello limpio y brillante, mientras que sus hombres sudaban en la inspección preliminar en Serra dos Pareéis.
Comenzó a oscurecer en la habitación, con el rápido crepúsculo de los trópicos, ayudado por las nubes lejanas y el estampido del trueno anunciador de la tormenta en el horizonte. La escasa luz diurna ofrecía una tonalidad azulada. Los relámpagos que se extendían por el firmamento, visible a través de la alta ventana del estudio, enviaban una coloración radiante producida por la electricidad atmosférica. A cada relámpago seguía el sordo tronar del gigantesco tambor de los truenos, y como si aquello fuese una señal convenida, los sensores de la casa encendían las luces allí donde se hallaban seres humanos. Una claridad amarillenta invadió el estudio. El prefecto se detuvo frente a su hijo.
—¿Por qué mi propio hijo, el afamado jefe de las Irmandades, propaga esas estupideces de los carsonitas?
Joao miró al suelo, entre sus botas. La lucha en la plaza de Bahía, la estampida de la multitud, todo aquello sucedido en la pasada semana, parecía, a una eternidad de distancia, parte de un pasado cualquiera. Aquel día desfiló por el estudio de su padre una sucesión de personajes políticos importantes, expresando sus saludos al renombrado Joao Martinho y manteniendo conferencias en voz baja con su padre.
El viejo luchaba por su hijo, y Joao lo sabía. Pero el anciano Martinho luchaba en la forma que sabía: mediante el sistema ritual de la familia, «sacando» la pistola, maniobrando entre la escena política, intercambiando promesas de poder y reuniendo fuerzas políticas allí donde alcanzaba su influencia. Ni por una sola vez consideraría las sospechas y las dudas de Joao. Las Irmandades, Alvarez y sus Hermosillos, cualquiera que tuviera que ver con la Piratininga se hallaba ahora en un grave aprieto.
—¿Detener la realineación? —mascullaba el anciano Martinho—. ¿Demorar la marcha hacia el oeste? ¿Te has vuelto loco? ¿Cómo crees que llevo yo mi oficina? ¿Eh? ¡Yo, un descendiente de hidalgos cuyos antepasados gobernaron una de las antiguas capitanías! No somos mestizos cuyos antepasados ocultara Rui-Barbosa y, con todo, los cobrizos brasileños me llaman «El Padre de los Pobres». No he ganado ese título utilizando la estupidez…