El Cerebro verde (10 page)

Read El Cerebro verde Online

Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Cerebro verde
13.05Mb size Format: txt, pdf, ePub

El fonocaptor, capaz de transformar la caída de un alfiler en un cañonazo, sólo emitía un lejano sonido parecido a un silbido chirriante. Joao aumentó la amplificación. El instrumento debería haber transmitido los latidos cardíacos del anciano, pero en su lugar sólo se apreciaba aquel carraspeante silbido.

Las lágrimas nublaron los ojos de Joao. Sacudió la cabeza para aclararlos. «Mi padre está muerto —pensó—. Muerto por esos locos granjeros del interior».

En la pantalla del tablero de control notó que el indio de atrás tenía una mano puesta bajo la espalda de su padre. Parecía estar dando masajes en la espalda del anciano Martinho. El rítmico carraspeo encajaba con sus movimientos.

Joao se sintió dominado por la ira. Tuvo la repentina idea de estrellar el vehículo, muriendo él mismo si fuera preciso con tal de matar a aquellos dos asesinos.

El vehículo se aproximaba a los suburbios de la ciudad. Hacia la izquierda se divisaban los accesos al bulevar. Allí estaba la zona de pequeños jardines y casitas de campo con marquesinas que los protegían de los vehículos aéreos. Joao elevó el aparato sobre las marquesinas y se dirigió hacia el bulevar. «Sí, hacia la clínica —pensó—. Pero ya es demasiado tarde».

En aquel momento comprobó que no se oía absolutamente nada de los latidos cardíacos procedentes del compartimiento trasero, y sólo aquel silbido estridente, además de un zumbido parecido al de una cigarra, subiendo y bajando las gradaciones de la escala sónica de tales insectos.

—Allí, a las montañas —dijo el indio situado tras Joao. Y nuevamente acompañó sus palabras con un gesto.

Joao, teniendo la mano cerca de sus ojos e iluminada por la luz del tablero de mandos, vio por qué eran tan extraños aquellos dedos. ¡El dedo estaba formado por numerosos escarabajos actuando al unísono!

Joao miró fijamente a los ojos del indio y comprobó la razón de que brillaran de forma tan especial: estaban compuestos por millares de diminutas facetas.

—El hospital, allí —insistió la criatura situada tras él.

Joao se volvió hacia los controles. No eran indios…, ni siquiera eran seres humanos. Eran insectos…, alguna especie de organización viviente formada sobre la base de una colmena-enjambre, imitando el aspecto de un hombre y actuando miméticamente como tales.

Aquella idea le asaltó la mente como algo inconcebible. ¿Cómo podrían sostener semejante estructura? ¿De qué modo podrían alimentarse y respirar?

Y especialmente…, ¿cómo podrían hablar? Cualquier consideración personal tenía que ser subordinada a la urgente necesidad de conseguir tal información y su prueba, llevándola a uno de los grandes laboratorios del Gobierno, donde los hechos pudieran ser debidamente explorados.

Joao sabía que era indispensable capturar a una de aquellas cosas. Alargó la mano y manipuló en el transmisor de mando. Era preciso que sus hermanos bandeirantes captaran sus emisiones.

—Más a la derecha —carraspeó la criatura acurrucada tras él. Joao corrigió nuevamente el curso del vuelo. Aquella voz…, aquel extraño silbido estridente… Joao se preguntó de qué modo podría semejante criatura producir tal simulación del discurso humano. La coordinación para semejante acción tendría profundas implicaciones.

Joao miró hacia la izquierda. La luna ya estaba alta en el horizonte, iluminando una línea de torres de los bandeirantes que constituían la primera barrera.

El vehículo volante estaría pronto fuera de la zona Verde y dentro de la Gris, que constituía el más pobre de los Planes de Restablecimiento de las granjas, y más allá otra barrera y la Gran zona Roja que se extendía como largos tentáculos a través del Goiás y al interior del Mato Grosso y hacia los Andes, de donde llegaban equipos procedentes de Ecuador. Joao comprobó las luces diseminadas del Restablecimiento a lo largo y frente a él, siguiendo luego la más completa oscuridad.

El vehículo avanzaba a mayor velocidad que la deseada, pero Joao no se atrevía a reducirla. Podría resultar sospechoso.

—Tienes que volar más alto —le ordenó la criatura de atrás. Joao incrementó el bombeo de la turbina y el aparato se elevó a unos trescientos metros.

Aparecieron más torres de bandeirantes, espaciadas a cortos intervalos. En el tablero de instrumentos Joao captó las señales de la barrera. Miró hacia el guardia de atrás. Las tremendas vibraciones de la barrera no parecían afectar para nada a aquella criatura.

Al pasar sobre la barrera, Joao miró por la ventanilla. Abajo, nadie le habría desafiado, y Joao lo sabía. Se trataba de un vehículo aéreo bandeirante que se dirigía a la zona Roja, con el transmisor emitiendo una llamada conocida: un jefe de grupo llamando a sus hombres. Si los guardias de la barrera reconocieran su longitud de onda, aquello confirmaría su corazonada.

Joao Martinho había llevado a cabo toda una hazaña en Serra dos Pareéis, y todos los bandeirantes lo sabían. Suspiró. Reconoció la serpiente bañada por la luna del Sao Francisco, girando hacia la izquierda, y los pequeños afluentes que le llegaban desde la falda de las colinas.

«Donde quiera que vayamos, tengo que descubrir el nido», pensó. También decidió sobre la conveniencia de conectar el receptor, mas si sus hombres le informaban… No. Aquello haría sospechar a tan monstruosas criaturas, y podrían reaccionar violentamente.

Si no respondía, sus hombres comprobarían que algo iba mal, y le seguirían. Si algunos pudieran oír su llamada…

—¿Hasta dónde tenemos que ir? —preguntó.

—Muy lejos —repuso el guardia.

Joao se dispuso a un largo viaje. «Tengo que mostrarme paciente —pensó—. Sí, tengo que mostrarme tan paciente como una araña en su tela».

Transcurrieron dos, tres, cuatro horas.

Nada discurría bajo el vehículo aéreo, excepto la selva bañada por la luz de la luna, y ésta ya aparecía baja en el horizonte, presta a desaparecer. Aquello era ya el territorio interior de la zona Roja, donde los venenos pulverizados produjeron tan desastrosos resultados. Allí fue donde se descubrieron las primeras mutaciones.

«Goiás. Allí fue enviada Rhin Kelly —pensó Joao—. ¿Estaría todavía por allá?».

La selva, bañada por la plateada luz de la luna, no podía darle respuesta alguna.

Goiás: allí estaba la región salvada para el asalto final, utilizando barreras móviles cuando el círculo fuera lo bastante estrecho.

—¿Cuánto más lejos?

—Pronto.

Joao cargó el depósito de emergencia para cuando la parte frontal quedase separada de la parte trasera del vehículo. Con los reactores de emergencia frontales podría volver al territorio bandeirante.

Miró a través del dosel transparente y oteó el horizonte hasta donde pudo alcanzar con la mirada. ¿Sería otro vehículo iluminado por la luna lo que se apreciaba lejos y hacia la derecha? Así le parecía, aunque no podía estar seguro.

—¿Pronto? —preguntó Joao.

—Adelante —carraspeó la criatura.

El chirrido modulado que surgió de la garganta del indio provocó un escalofrío en la médula de Joao.

—Mi padre…

—Hospital… por padre…, adelante —dijo el indio.

Amanecería pronto, imaginó Joao. Casi se podía apreciar la tenue luminosidad que anunciaba la aurora en el horizonte que se extendía a sus pies. La noche había transcurrido rápidamente. Joao se sentía despierto y alerta, manteniéndose en todo momento consciente de sus actos. No había lugar para la fatiga y el aburrimiento cuando necesitaba registrar cualquier señal visible en la noche y apreciar cuanto le fuera posible respecto a aquellas criaturas que le acompañaban.

¿Cómo podrían coordinarse todas aquellas unidades formadas por insectos separados? Daban la impresión de ser conscientes. ¿Sería cuestión de un mimetismo especial? ¿Qué utilizarían como cerebro?

La aurora puso de relieve la gran planicie del Mato Grosso; una monstruosa caldera hirviente de verde líquido en el borde del mundo. Joao miró por la ventanilla lateral a tiempo de ver la larga sombra del vehículo aéreo pasando sobre un claro de la selva: techos de metal galvanizado, con el verdor de fondo; un sitial abandonado en el Restablecimiento, o tal vez el barracón de una hacienda en la frontera de los cafetales. Aquello probablemente fue un almacén, erigido junto a una corriente de agua, con el terreno circundante mostrando signos de una agricultura de ribera.

Joao conocía aquella región; podía superponer fácilmente sobre ella, con la imaginación, el cuadriculado del mapa de los bandeirantes. Cubría una extensión de cinco grados de latitud por seis de longitud. En otro tiempo fue un lugar de haciendas aisladas, cultivadas por indígenas y negros independientes y también por hacendados blancos encadenados al sistema encomendero de las plantaciones. Los padres de Benito Alvarez procedían de allí. Existían tupidas selvas, estrechos ríos con las orillas cubiertas por lujuriante vegetación, y sabanas enmarañadas de vida por doquier.

Salpicando la parte alta de los ríos, aquí y allá, yacían los restos de presas hidroeléctricas, tiempo ha abandonadas, como la de las cataratas de Pablo Alfonso; todas remplazadas por centrales de energía solar y energía nuclear.

Aquello era el sertao de Goiás: incluso en aquella época permanecía aún primitivo, realidad culpada a los insectos y a las enfermedades. Estaba allí, como última fortaleza de la vida prolífica de los insectos, esperando una tecnología que la situara en el siglo XXI.

Los suministros para el asalto bandeirante llegarían por vía aérea procedentes de Sao Paulo; después, y en antiguos trenes, hasta Itapira y Bahus, y por helicares hasta Registo y Leopoldina, junto al Araguaya.

Cuando se hiciera el trabajo, la gente regresaría de los lugares del Plan de Restablecimiento y de los poblados de cabañas provisionales de las zonas metropolitanas.

El paso por una corriente turbulenta de aire sacudió fuertemente el vehículo aéreo, sacando a Joao de sus pensamientos y forzándole a la aguda consciencia de la situación presente.

Un vistazo al guardián acurrucado a su espalda, le hizo ver que continuaba expectante y sin abandonar la guardia, con la paciencia propia del indio a quien pretendía imitar con tanta perfección. La presencia de aquella cosa tras él hizo que Joao tuviera que combatir una creciente sensación de revulsión y repugnancia.

La realidad pragmática de la brillante estructura mecánica que le envolvía le hizo sentirse en guerra con aquella criatura-insecto. No tenía nada que hacer allí en aquella cabina, volando suavemente sobre una zona donde su especie gobernaba como autoridad suprema.

Joao miró hacia abajo, sobre aquella verde alfombra de los bosques, la zona da mata. Sabía que estaba hirviendo de insectos: gusanos en las raíces, larvas y gorgojos escarbando en la húmeda y negra tierra, escarabajos, avispas de terribles aguijones, moscas sagradas de los todavía florecientes boscajes del culto xango, garrapatas, esfécidas, bracónidas, termitas blancas, serpientes hemípteras, cucarachas, gusanos de la vid, hormigas, pulgones, ácaros, polillas, mosquitos, mariposas exóticas, mántidos e incontables mutaciones antinaturales de todos ellos. Aquello era algo seguro. Sería una lucha costosa, a menos que ya la hubiera perdido.

«No debería razonar de este modo —reflexionó Joao—. Por respeto a mi padre. No, no debo pensar así…, todavía no».

En los mapas de la OEI se mostraba aquella región matizada con variadas intensidades de rojo. Alrededor del rojo existía una franja color de rosa donde una o dos formas de insectos vivientes resistían los venenos utilizados por el hombre, tales como las gelatinas ardientes, astringentes, sonitóxicos —la combinación de couroq llameante y supersónicos que impulsaba a los insectos a salir de sus lugares de confinamiento para dirigirse a una muerte segura— y todas las trampas mecánicas y señuelos con cebo del arsenal bandeirante. Sobre aquella zona se trazaría un mapa cuadriculado, y por cada mil hectáreas se ofrecería una licitación a las bandas independientes para que desinfestasen las respectivas áreas.

«Nosotros los bandeirantes somos una especie de predadores de última instancia —pensó Joao—. No hay que maravillarse de que esas criaturas traten de parecerse a nosotros».

Pero ¿cuán bueno, realmente, resultaba aquel mimetismo? Y… ¿cuán fatal para los predadores? ¿Hasta qué punto se había llegado?

—Ahí —dijo la criatura situada tras él.

La mano multiparte apuntó hacia un declive visible al frente, a la luz grisácea del amanecer. Una espesa neblina junto al declive hablaba a las claras de un río oculto en las proximidades.

«Eso es todo lo que necesito —caviló Joao—. Este sitio podré encontrarlo de nuevo fácilmente».

Pisó con fuerza el disparador para dejar escapar una gran nube de color naranja bajo el helicar y marcar así el sitio en la zona boscosa en un radio superior a un kilómetro en el entorno. Al pisar el disparador de la nube naranja, Joao comenzó la cuenta atrás de los cinco segundos para el encendido de la carga de separación.

La separación automática se produjo con un tremendo estampido, mediante el cual y por reacción acelerada, Joao sabía que aquella criatura quedaría aplastada contra el mamparo. Extendió las alas laterales del cuerpo delantero del helicar, aceleró los reactores y viró fuertemente hacia la izquierda. Entonces comprobó que la parte trasera del vehículo en vuelo, ya separada, descendía suavemente hacia tierra por encima de la nube anaranjada, compensándose la caída por las bombas de impulsión hidrostática.

«Volveré, padre —murmuró Joao—. Serás enterrado entre la familia y los amigos».

Dispuso los controles de la parte delantera y se volvió hacia su guardián.

Un grito ahogado se escapó de sus labios. El mamparo trasero hervía literalmente de insectos arracimados alrededor de algo blanco-amarillento y pulsátil. La camisa manchada de barro y los pantalones estaban destrozados, pero los insectos ya estaban reparándolos, produciendo fibras que se entretejían y pegaban por contacto. Aparecía una especie de bulto que tomaba rápidamente la forma de un esqueleto humano, pero de color oscuro y quitinoso.

Ante sus propios ojos, aquella cosa estaba reestructurándose: millares de insectos actuando entre sí con sus antenas horadando hacia adentro y entretejiéndose un insecto en otro mediante el enlace de sus pequeñas garras.

La flauta que utilizaba como arma no estaba visible, y el bolso de cuero había sido arrojado a un rincón por impulso de los reactores. Pero los ojos de la cosa estaban en su lugar, mirando fijamente a Joao. La boca comenzó rápidamente a conformarse.

Other books

A Box of Matches by Nicholson Baker
The Last Day by Glenn Kleier
Dead People by Edie Ramer
The Crown by Colleen Oakes
Harbor Nights by Marcia Evanick