El Cerebro verde (6 page)

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Authors: Frank Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: El Cerebro verde
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—Ya no nos queda ninguno, excepto las abejas mutadas. Johnny, ya no queda ni una simple criatura que pueda extender las enfermedades, ni que se coma el alimento destinado a los seres humanos.

—Ya lo sé, doctor. Y usted se encuentra aquí para facilitar nuestro trabajo.

Chen-Lhu frunció el ceño ante la paciente incredulidad de Martinho.

—Exactamente, Johnny.

—Entonces, ¿por qué no deja a nuestros observadores o a los de las Naciones Unidas que vayan y lo vean por sí mismos?

—¡Johnny! Debe usted saber cuanto tiempo ha sufrido mi país bajo los imperialistas. Algunas de sus gentes creen que el peligro aún sigue allí. Y envían espías por todas partes.

—Pero usted es un hombre de mundo, más comprensivo, ¿no es cierto, doctor?

—¡Por supuesto! Mi bisabuela era inglesa, una de los Travis-Hungtinton. En la familia tenemos una tradición de amplia mentalidad comprensiva.

—Pues es una maravilla que su país confíe en usted. Usted en parte es un imperialista blanco. —Saludó a Alvarez cuando el negro se encontró frente a él—. Hola, Benito. Lamento lo de tu brazo.

—Hola, Johnny. —La voz de Alvarez resultaba grave y vacilante—. Dios me protegió. Me recobraré de ésta. —Miró de reojo las carabinas en manos de Vierho y se dirigió a Martinho—: He oído al padre pidiendo las carabinas de proyectil explosivo. Sólo las pedirías por una razón…

—Voy a echar un vistazo a ese agujero, Benito.

Alvarez se volvió hacia el chino, saludándole con una ligera inclinación.

—¿No tiene usted objeciones que hacer, doctor?

—Sí las tengo, pero carezco de autoridad —repuso Chen-Lhu—. ¿Es grave lo de su brazo? Pueden asistirle mis médicos.

—El brazo se recobrará. Gracias.

—Lo que quiere saber es si tu brazo está realmente herido de cuidado —le dijo Martinho.

Chen-Lhu dirigió una mirada de sorpresa a Martinho, que enmascaró rápidamente. Vierho alargó a su jefe una de las carabinas.

—Jefe, ¿tenemos que hacer esto?

—¿Por qué el buen doctor pone en duda que mi brazo estuviera herido? —preguntó Alvarez.

—Bueno, ha oído ciertas historias —repuso Martinho.

—¿Qué historias?

—Pues de que nosotros, los bandeirantes, no queremos ver culminada la obra; que estamos reinfestando la zona Verde y de que estamos engendrando y produciendo nuevos insectos en laboratorios secretos.

—¡Valiente porquería! —masculló Alvarez.

—¿Y qué bandeirantes se supone que lo están haciendo? —preguntó Vierho. Irritado, miró de reojo a Chen-Lhu, echando mano a la carabina como dispuesto a usarla contra el oficial directivo de la OEI.

—Tranquilo, padre —dijo Alvarez—. Esas historias no significan nada. Hablan en anónimo…, nunca dan nombres.

Martinho miró hacia el césped de la plaza, por donde había desaparecido el monstruo. Notó una sensación extraña en el ambiente, como si estuviese cargado de amenazas y de histeria. Lo más singular que percibía en su entorno era la renuencia a emprender la acción. Como la calma que sigue a una furiosa batalla en la guerra.

«Bien, esto es una especie de guerra», pensó Martinho.

Ya llevaban ocho años inmersos en aquella guerra en el Brasil. A los chinos les había costado veintidós, pero decían haberla resuelto en diez. La idea de que aún tuvieran que estar combatiendo catorce años más amenazó momentáneamente a Martinho, sobrecogiéndole el ánimo. Sentía una espantosa fatiga.

—Debe admitir que suceden cosas muy extrañas —le dijo Chen-Lhu.

—De eso no hay duda —repuso Alvarez.

—¿Por qué nadie sospecha de los carsonitas? —preguntó Vierho.

—Es una buena pregunta, padre —dijo Alvarez—. Esos carsonitas cuentan con el apoyo de las grandes naciones, como Estados Unidos, Canadá y la Europa Comunitaria.

—Sí, naciones que nunca han tenido problemas con los insectos —comentó Vierho.

Sorprendentemente, fue Chen-Lhu quien protestó.

—No —dijo—, a esas naciones les importa un bledo. Solo que se sienten felices viéndonos ocupados en esta lucha.

Martinho aprobó con un gesto. Sí, aquello era lo que habían opinado también sus compañeros en los días de estudiante en Norteamérica. No les preocupaba en absoluto.

—Bien, voy a ese agujero a mirar lo que pasa por ahí —dijo Martinho decididamente.

—Voy contigo, Johnny —dijo Alvarez tomando una carabina y colgándosela del hombro bueno.

Martinho miró a Vierho, observó la expresión de alivio en el rostro del veterano padre y se dirigió a Alvarez:

—¿Y tu brazo?

—Todavía me queda otro en buen estado. ¿Qué más necesito?

—Doctor, quédese cerca, detrás de nosotros —ordenó Martinho.

—Los hombres de mi Servicio de Seguridad acaban de llegar —dijo Chen-Lhu—. Esperen un momento y cercaremos la plaza. Les diré que utilicen los escudos protectores.

—Es prudente hacerlo, Johnny —sugirió Alvarez.

—Iremos despacio —dijo Martinho—. Padre, vuelve al camión y dile a Ramón que lo acerque al agujero. Y que el camión de los Hermosillo ayude con sus faros.

—En seguida, jefe.

Vierho se dirigió a cumplimentar la orden de Martinho.

—¿No molestará a nadie? —preguntó Chen-Lhu.

—Estamos tan ansiosos como usted por descubrir de que se trata —dijo Alvarez.

—Vamos —dispuso Martinho.

Chen-Lhu se dirigió adonde estaba el camión de la OEI, abriéndose paso por una calle lateral. Daba la impresión de que el gentío se resistía a despejar la plaza.

Alvarez hizo funcionar los controles del escudo protector y se dirigió hacia el lugar por donde había desaparecido el monstruo.

—Johnny —susurró Alvarez a Martinho—. ¿Por qué el doctor no sospecha de los carsonitas?

—Tiene un sistema de espionaje tan bueno como puede haberlo en cualquier parte del mundo. Tiene que estar bien informado —repuso Martinho. Y mantuvo la vista pendiente del misterioso cuadrado de césped junto a la fuente.

—Pero…, ¿qué mejor forma de sabotearnos que desacreditar a los bandeirantes?

—Cierto, pero no creo que Travis-Hungtinton Chen-Lhu cometa tal error.

Y a renglón seguido, pensó: «Es extraña la forma en que ese trozo de césped atrae y repele al mismo tiempo».

—Tú y yo fuimos rivales muchas veces en grandes problemas, Johnny, pero tal vez estamos olvidando que tenemos un enemigo común.

—¿Quieres citar el nombre de ese enemigo?

—Es el enemigo que hay en la selva, en la hierba de las sabanas y bajo el suelo. A los chinos les llevó veintidós años…

—¿Sospechas de ellos? —dijo Martinho, mirando a su compañero y notando la expresión atenta en el rostro de Alvarez—. No nos dejarán examinar sus resultados.

—Los chinos están locos. Prefirieron eso antes que enfrentarse con el mundo occidental, y éste les confirmó su enfermedad. No creo que puedas sospechar de los chinos.

—Yo sospecho de todo el mundo —afirmó Martinho. Martinho se sorprendió del tono de su voz al pronunciar tales palabras. Era cierto: sospechaba de todos, incluso de Benito, allí presente, de Chen-Lhu… y de la misma encantadora Rhin Kelly.

—Pienso con frecuencia en los antiguos insecticidas y de como los insectos crecen con más fuerza, a despecho del veneno para los insectos, o puede que precisamente por esa misma causa.

Un ruido a sus espaldas atrajo la atención de Martinho. Puso una mano sobre el brazo de Alvarez, detuvo el escudo y se volvió. Era Vierho seguido por una carretilla con abundante y diverso material. Se apreciaba una gran barra para servirse de ella como palanca, otros útiles y cajas de explosivos.

—Pensé que necesitarías todo esto, jefe —le dijo Vierho.

—Quédate cerca, pero detrás, y fuera de su alcance, ¿está claro? —repuso Martinho, sintiendo un cálido afecto por el padre.

—Por supuesto, jefe. ¿No lo hago siempre? —Entregó el capuchón protector a Alvarez—. Te lo he traído, jefe Alvarez, para que no vuelvas a herirte.

—Gracias, padre, pero prefiero la libertad de movimientos. Además, este viejo cuerpo mío tiene tantas cicatrices, que otra más tendría poca importancia.

Martinho miró a su alrededor y comprobó que varios escudos se movían avanzando sobre la hierba.

—Pronto. Tenemos que ser los primeros.

Alvarez maniobró el escudo y de nuevo se dirigieron hacia la fuente. Vierho se aproximó a su jefe y le dijo en voz baja:

—Jefe, corren ciertas noticias entre los del camión. Se dice que unos bichos se comen los pilones bajo un almacén del puerto. El almacén se ha hundido. Dicen que ha habido muertos. La gente está alarmada…

—Chen-Lhu dijo algo de eso.

—¿No es aquí? —preguntó Alvarez al hallarse en las cercanías de donde el monstruo había surgido y escondido nuevamente.

—Sí, detén el escudo —dijo Martinho. Se fijó cuidadosamente en el césped, buscando el lugar en su relación con la fuente y la hierba marcada por la pasada anterior del escudo—. Aquí es —confirmó. Entregó la carabina a Vierho y le pidió—: Dame esa barra y una carga explosiva.

Vierho le entregó una pequeña caja de plástico explosivo con detonador, la clase de carga que se utilizaba en las zonas Rojas para destruir los nidos de insectos.

—Vierho, cúbreme desde ahí. Benito, ¿puedes manejar una linterna?

—Por supuesto, Johnny.

—Jefe, ¿no vas a utilizar el escudo?

—No hay tiempo para eso.

Y salió fuera del dispositivo protector antes de que Vierho tuviera ocasión de responder. El haz luminoso exploró el terreno frente a Martinho. Se inclinó y colocó la punta de la barra en la sección que se había levantado anteriormente, y empujó con fuerza, escarbando. Entonces, algo como una fuerte descarga eléctrica atacó a Martinho.

—Padre, aquí… —Vierho se acercó con la carabina—. Ahí…, en el suelo…, en la punta de la barra.

Vierho apuntó y disparó dos veces.

Un ruido violento surgió bajo la tierra, delante de ellos. Algo se había aplastado allí. Vierho disparó de nuevo. Las balas explosivas parecían estallar bajo sus pies.

Se hizo patente un furioso ruido como si debajo existiera un vivero de peces que se alimentaran de la superficie.

Después se hizo el silencio.

Una serie de proyectores iluminaban el terreno ante él. Martinho vio una fila de escudos a su alrededor. Eran los de la OEI y de los bandeirantes en uniforme.

Nuevamente enfocó su atención sobre el trozo de césped.

—Padre, voy a levantar esa tapa.

—De acuerdo, jefe.

Martinho puso un pie bajo la barra, haciendo cuña, y se adelantó hacia el otro extremo. La tapa de aquella trampa se elevó lentamente. Parecía estar sellada con una mezcla gomosa que se distendía en filamentos. Una bocanada de azufre y sublimado corrosivo sugirió a Martinho lo que debía de ser aquella mezcla: el butilo disparado con el rifle rociador. De pronto, la trampa cedió y quedó abierta la embocadura del agujero. Las linternas se acercaron a Martinho, apuntando hacia abajo para mostrar un líquido negruzco y aceitoso. Tenía el olor típico del río.

—Han venido desde el río —comentó Alvarez.

—Esos farsantes parecen haber escapado. Muy apropiado —dijo Chen-Lhu, que se había acercado a Martinho. En aquel momento pensó que había acertado al darle a Rhin las órdenes precisas. Tenía que adentrarse en la organización de los bandeirantes. Allí estaba el enemigo: aquel líder bandeirante, educado entre los yanquis imperialistas. Martinho era uno de los que intentaban destrozar a los chinos; era la única explicación.

Martinho ignoró la indirecta de Chen-Lhu; estaba demasiado preocupado incluso para irritarse contra aquel lunático. Se puso en pie y miró a su alrededor por toda la plaza. El aire parecía impregnado de una calma chicha, como si todo el firmamento esperara una calamidad. Algunos mirones permanecían más allá de la línea de seguridad establecida por la policía, seguramente ciertos oficiales privilegiados; pero la multitud se había dispersado por las calles adyacentes.

Procedente de la gran avenida de la izquierda, un pequeño vehículo de color rojo apareció en dirección a la plaza. Las ventanillas resplandecían bajo el efecto de las luces. Los tres faros delanteros centelleaban intermitentemente para sortear a las personas y a los vehículos. Los guardias abrieron paso. Al aproximarse, Martinho reconoció el emblema de la OEI en el costado. El vehículo frenó bruscamente al llegar junto a ellos, y Rhin Kelly se apeó del mismo.

La joven doctora llevaba el uniforme verde de trabajo de la OEI. Se aproximó rápidamente hacia Martinho, mirándole fijamente y pensando que, en efecto, tenía que ser utilizado y apartado. Sí, era evidente que él era el único enemigo.

Martinho observó a Rhin mientras se aproximaba, admirando la gracia y la femineidad que el uniforme añadía a su belleza personal. Rhin se detuvo frente a él y dijo con voz nerviosa:

—Señor Martinho, he venido a salvarle la vida.

Martinho sacudió la cabeza, como si no comprendiera correctamente las palabras de la doctora irlandesa.

—¿Qué…?

—El infierno entero está a punto de desencadenarse —dijo ella.

En aquel momento Martinho se dio cuenta de un clamor de gritos en la distancia.

—Es una algarada popular. La gente viene armada.

—¿Qué diablos ocurre?

—Esta noche se han producido varias muertes —explicó Rhin—. Entre las víctimas hay mujeres y niños. Detrás de Monte Ochoa se ha hundido una parte de la colina. En esa colina había cuevas y…

—El orfanato —murmuró Vierho.

—Sí —confirmó Rhin—. El orfanato y el convento de Monte Ochoa han quedado enterrados. Se echa la culpa a los bandeirantes.

—Ya sabe usted lo que se dice sobre…

—Hablaré a la gente —dijo Martinho, quedándose consternado ante semejante ultraje y ante la idea de ser amenazados por aquellos a quienes estaban sirviendo—. ¡Esto es un absurdo! Nosotros no hicimos tal cosa…

—Jefe —advirtió Vierho—. No puedes razonar contra una multitud…

—Dos hombres de la banda de Lifcado ya han sido linchados —dijo Rhin—. Tiene una oportunidad si huye ahora. Ahí tienen suficientes camiones para todos.

—Jefe, tenemos que hacer lo que ella dice —dijo Vierho tomando a Martinho por un brazo.

Martinho se quedó silencioso, atento a la información que corría de boca en boca entre los bandeirantes que le circundaban.

«Una multitud furiosa… Nos echan la culpa a nosotros… El orfanato…».

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