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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El Cid (11 page)

BOOK: El Cid
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—¡Sí, sí! —gritaron los nobles.

Y así se acordó que el ejército del rey don Sancho ocupara Galicia y despojara a García del trono para después entregar la mitad de ese reino a Alfonso.

Durante la primavera y el verano de 1071 recorrimos las aldeas y ciudades de Galicia. Una tras otras, sin apenas resistencia, se fueron entregando al rey Sancho. Fue la primera ocasión en que formé con mi equipo completo de campaña; el rey Sancho, a instancias de Rodrigo, me había nombrado caballero al inicio de la expedición, en la ciudad de Astorga.

Galicia es un país lleno de bosques y brumas, con algunas ciudades amuralladas y muchas pequeñas aldeas dispersas por los valles y las montañas. El escabroso terreno y el denso follaje son propicios para el escondrijo de bandidos, y también para la creencia en espíritus y brujas como no he visto en ningún otro lugar.

Su principal ciudad es Compostela, donde se encuentra el santuario dedicado al apóstol Santiago, por lo que recibe un gran número de peregrinos. La ciudad todavía no se había recuperado de la conmoción del asesinato de su obispo, a manos de su propio tío, el conde Fruela, hacía poco más de un año, lo que provocó la airada reacción de parte de la nobleza gallega en contra del inoperante don García.

Ya que estábamos allí, decidimos visitar el santuario y cumplir con la peregrinación y ganar indulgencias. Cuando llegamos al templo, la iglesia estaba llena de peregrinos que rezaban oraciones en un sinfín de idiomas. A lo largo de las naves se apiñaban altas dignidades eclesiásticas llegadas de Francia, Inglaterra y Lombardía, nobles de Aquitania y Sajonia y mercaderes catalanes, pisanos y flamencos. En unos grandes pebeteros se consumía casi permanentemente incienso, tal vez la única manera de disimular el hedor de tantos cuerpos amontonados por todas partes. Rodrigo ofrendó al santuario una libra de incienso.

Desde Compostela descendimos por la costa hasta Tuy, una de las principales sedes episcopales y centro de la rebelión, junto con la ciudad de Braga, contra García. Perseguimos a las tropas de García, apenas unas docenas de hombres que huían de nosotros como las ratas del fuego, por el sur de Galicia, hasta más allá de la ribera del Duero. Los alcanzamos en Santarem, una pequeña ciudad a orillas del río Tajo, en el camino de Coimbra a Lisboa, en donde acababan las tierras cristianas. La escasa y agotada tropa de don García fue derrotada con facilidad, pero aguantaron nuestro envite el tiempo suficiente para que su rey consiguiera cruzar el Tajo y refugiarse entre los musulmanes de Badajoz. Don Sancho ordenó que nos detuviéramos en Santarem y no consintió que persiguiéramos a su hermano al otro lado del río. Días más tarde supimos que don García, con apenas medio centenar de hombres, se había refugiado en Sevilla, donde su reyezuelo lo había acogido bajo su protección a cambio de una buena cantidad de oro que García se había llevado del tesoro de Compostela.

En Coimbra, don Sancho confesó a Rodrigo su plan para hacerse con el dominio de toda Galicia, incumpliendo lo pactado con su hermano Alfonso.

—Nosotros la hemos recuperado, Galicia entera nos pertenece —le dijo.

—Majestad, disteis vuestra palabra en Burgos de que entregaríais la mitad de Galicia a vuestro hermano Alfonso —alegó Rodrigo—. Creo que debéis cumplirla.

—Alfonso no ha hecho nada por ganar Galicia, ¿por qué debo entregarle algo que no le pertenece?

—Porque vuestra palabra ha de estar por encima de vuestros propios anhelos, majestad.

Don Sancho quedó pensativo. En el horizonte de Coimbra comenzaba a declinar el cálido sol estival.

—Si le entrego la mitad prometida, entre mis tierras de Galicia y las de Castilla quedarán las de mi hermano Alfonso.

—Miradlo de esta otra manera: las tierras de vuestro hermano Alfonso estarán rodeadas por posesiones vuestras —dijo Rodrigo.

—Tal vez tengas razón.

—Además, siempre habrá tiempo para reclamar toda Galicia… y el propio León. Pero más adelante, majestad, más adelante.

Don Sancho miró al señor de Vivar, se acercó y le puso una mano en el hombro.

—Sabes, Rodrigo, admiro tu habilidad en el combate y tu capacidad para la estrategia en la batalla, pero por encima de todo me asombra tu disposición para la política, creo que en ese arte eres incluso superior al de las armas. Eres el más joven de mis consejeros y en cambio pareces el más experimentado… Está bien, Alfonso recibirá su mitad de Galicia, pero quiero que sepas que esta entrega es…, digamos un préstamo temporal.

Rodrigo aconsejó a don Sancho que pactara con su hermano Alfonso, y así se hizo. Pero don Sancho, dueño de Castilla y de media Galicia, seguía inquieto y deseoso de reunificar los dominios de su padre. Gobernar Galicia se convirtió además en una misión harto complicada. Los nobles leoneses la consideraban suya, y cuando se referían en privado a ese reino solían decir que Galicia había sido una marca fronteriza de León desde que se tenía memoria en los diplomas. El gobierno de Galicia compartido entre los dos reyes hermanos se convirtió en una utopía, y pronto estallaron las discordias.

—Te hice caso, Rodrigo, y ya ves los resultados. Gobernar Galicia con mi hermano es imposible. En su corte de León está rodeado de todos esos altaneros condes que se creen con más derechos al trono que nadie. No debí entregarle la mitad de Galicia a Alfonso, nunca debí hacerlo.

—Era vuestra palabra, majestad.

Don Sancho y Rodrigo debatían en el palacio real de Burgos sobre la tensa situación creada entre Castilla y León con motivo de las desavenencias surgidas a la hora de gobernar Galicia.

—Esos malditos nobles gallegos nunca acatarán una autoridad que se muestre débil y dividida. Son demasiado orgullosos y no dudarán en levantarse una y otra vez mientras no penda sobre sus cabezas una espada asida por mano firme. Mi hermano García no era apto para gobernarlos, y por eso ha perdido su reino, pero la actual situación tampoco es la más adecuada. Los nobles gallegos no saben a cuál de los dos monarcas rendir pleitesía, a quién pagar los tributos, ni a quién jurar vasallaje. Si dos gallos no pueden compartir el mismo corral, dos reyes tampoco pueden gobernar el mismo reino —asentó don Sancho.

—Pero el pacto era dividir Galicia y que cada uno gobierne la mitad que le corresponda —alegó Rodrigo.

—Hace ya varias semanas que intento llegar con Alfonso a un acuerdo para que esa división sea efectiva, pero no hace otra cosa que darme excusas para prolongar la situación. Me temo que lo único que pretende es ganar tiempo, consolidar su posición y quedarse con toda Galicia. Sabe que goza una considerable ventaja estratégica y creo que estima que el ejército de León es superior al de Castilla.

—Se equivoca —asentó Rodrigo—. Los vencimos en Llantada y volveremos a hacerlo. Esos nobles leoneses no saben combatir.

—No los subestimes, Rodrigo. Los nobles leoneses pueden ser acomodados y tal vez estén demasiado atentos a sus palacios, sus riquezas y sus vestidos, pero fueron los primeros que derrotaron a los guerreros del islam cuando todos creían que eran invencibles. ¿No has leído en las crónicas cómo hicieron correr al califa Abderramán en la batalla de Simancas? Todavía se guarda en el tesoro real de León el Corán que el rey Ramiro ganó en aquella batalla; es un magnífico códice encuadernado en plata, del que aseguran que fue escrito por la propia mano de su profeta Mahoma.

—Sí, he leído esas crónicas, lo hice con vos mismo cuando estudiábamos en la escuela palatina. Pero aquellos nobles leoneses eran bien distintos a los de hoy. Seguramente no eran tan ricos ni tenían tantas propiedades, pero los impulsaba un espíritu que ahora han perdido.

Don Sancho tomó una jarra y escanció vino en dos copas de plata.

—Toma, Rodrigo, es el mejor vino de Castilla; traído hasta la corte desde las tierras altas de la Rioja. Saboréalo bien.

Rodrigo bebió un largo sorbo de su copa y apreció el delicado aroma frutal del vino tinto.

—En verdad que es delicioso —confirmó.

—Por el momento, sólo la alta Rioja nos pertenece, pero pronto será nuestra toda esa región… y todos sus preciados vinos.

—Galicia, la Rioja…, sería más sensato ir poco a poco, majestad.

—Tengo una idea mejor, conquistaremos todo a la vez; será más fácil.

Rodrigo se extrañó ante aquella afirmación del rey.

—¿Y cómo vais a hacerlo?

—Es sencillo: conquistando las ciudades de León y después Pamplona, todo lo demás será nuestro.

Cuando don Sancho se proponía en serio una meta, era difícil disuadirlo. Rodrigo lo intentó por unos momentos alegando que Castilla no era todavía lo suficientemente fuerte como para semejantes empresas y que además era preciso atender la frontera sur, donde los musulmanes podían aprovechar las guerras entre los príncipes cristianos para realizar devastadoras razias. Don Sancho escuchó atento los razonamientos de Rodrigo, pero acabó zanjando la cuestión con una orden contundente:

—En cuanto pasen las fiestas de Navidad iremos contra León. Convocaré a todo el ejército para que esté presto para la batalla. Tú, Rodrigo, serás el portaestandarte y dirigirás el ataque.

Tornamos a Vivar a mediados de otoño. Los campesinos recogían las uvas y preparaban los campos desnudos para las ya próximas siembras. Durante unas semanas pude poner en orden las rentas del señorío de Rodrigo.

Una mañana, mientras repasaba los listados de los tributos entregados por los campesinos de Ubierna y las rentas de sus molinos, que mi hermano mayor recogía en nombre de Rodrigo, el señor de Vivar se acercó y me dijo:

—Éste no es trabajo para un caballero. Deja esa pluma y acompáñame a cazar.

—Pero mi señor —le dije—, hay que anotar todas las rentas.

—Ya he buscado a quien se encargue de eso. Tú eres un caballero y además, mi escudero. Desde hoy no te ocuparás de otra cosa.

—¿Y quién va a hacer mi trabajo?

—Mañana vendrá un novicio de Cardeña. El abad me ha dicho que es muy bueno con las cuentas, incluso mejor que tú. Bastará con que le digas cómo ha de hacer su tarea. Soy el portaestandarte de Castilla y voy a dirigir el ejército real, necesito a mi lado caballeros fieles y un escudero preparado para ello. Vamos, ensilla tu caballo y acompáñame.

Fui derecho a las caballerizas y aparejé mi dócil palafrén. Cogí un arco, un carcaj lleno de flechas, mi espada y un par de lanzas y salí en busca de Rodrigo, que aguardaba paciente junto al portón del patio.

—Vamos a pasar la Sobresierra, es un buen día para la caza del jabalí —dijo nada más verme llegar.

Cabalgamos hacia el norte durante toda la mañana, dejando atrás Vivar y Ubierna, y ascendimos por unas empinadas laderas cubiertas de bosques y marañas.

Rodrigo oteaba desde su montura el suelo, en busca de cualquier rastro que denotara la presencia del jabalí. A mediodía, en un pequeño claro del bosque, nos detuvimos para comer. Rodrigo sacó de su bolsa un pan, que partió en dos y me ofreció la mitad junto con un buen pedazo de queso y unas tajadas de tocino ahumado.

—Repón fuerzas, las vamos a necesitar siempre y cuando aparezca algún jabalí.

Acompañamos el queso, el pan y el tocino con un buen trago de vino endulzado con miel, y seguimos a pie entre la maleza cada vez más densa y tupida. Rodrigo tenía incluso que utilizar la espada para dar tajos al follaje a fin de que pudiéramos pasar.

Tras un buen trecho entre matas espinosas y ramajes, Rodrigo se detuvo un instante con los ojos fijos en el suelo.

—Mira.

Me acerqué hasta el lugar que señalaba con su mano.

—¿Qué? —pregunté.

—Ahí, en el suelo, esa huella, es de jabalí. Y es reciente. Vamos.

Subimos a los caballos e iniciamos un ligero trote hacia una pequeña vaguada oculta por el boscaje.

—Éste es un buen sitio. Esta vaguada es un camino para los jabalíes, que seguramente la recorren en busca de alguna charca donde abrevar. Nos apostaremos aquí, tras estos matojos. Ten preparado el arco y no dejes la espada ni la lanza demasiado lejos de tu mano. Un jabalí no es peligroso… salvo si está herido; en ese caso su ataque es más temible que el de un oso.

—Nunca he cazado jabalíes, no sé qué hacer —le dije tembloroso.

—Es fácil: se trata de acertarle con una saeta en la cabeza o en los ijares, y rematarlo enseguida con una segunda flecha, o con la lanza, o con la espada. Las alternativas son muchas.

—¿Y si fallo? —le pregunté.

—Si apuntas bien y tienes el pulso firme, no fallarás. Es muy fácil, haz lo mismo que en el palenque: apunta y dispara al blanco.

—¿Y qué ocurrirá si el jabalí queda herido, pero no de muerte? —insistí.

—Si la herida es leve, huirá. En ese caso, si actúas con rapidez y con suerte, tal vez te dé tiempo para lanzar una segunda flecha. Pero si la herida es grave y el animal se siente acorralado, es probable que cargue contra ti.

—Y en ese caso, ¿qué hago?

—Tienes dos opciones: trepar al árbol más alto que puedas o preparar la lanza y la espada y ensartarlo antes de que te raje con sus colmillos.

Tragué saliva al oír aquello y miré alrededor en busca de un árbol al que pudiera subirme enseguida.

Atamos nuestros caballos unos cuantos pasos alejados de nuestro escondite y nos apostamos entre unos arbustos, con los arcos preparados y media docena de flechas clavadas en el suelo por la punta, justo delante de nuestras rodillas. A un lado, también sobre el suelo, habíamos dejado nuestras lanzas y espadas.

La espera se hizo muy larga y por la altura del sol en el horizonte calculé que no tardaría mucho en caer la noche. Ya estábamos a punto de recoger nuestras armas y marcharnos de allí cuando oímos unos ruidos al fondo de la vaguada. Rodrigo me miró con fijeza y me hizo una seña indicándome que tal vez esos ruidos correspondían a un jabalí. Creo que en aquellos instantes se me heló la sangre, pues aunque sentía mi corazón latir con más fuerza que nunca, mis manos y mi frente destilaban un sudor frío.

En un instante apareció el animal. Era un enorme macho de grandes colmillos que ramoneaba confiado entre los arbustos en busca de brotes tiernos y de bellotas. Rodrigo me señaló con un dedo indicándome que era yo el primero que tenía que disparar el arco. Armé la saeta con cuidado, intentando no hacer el más mínimo ruido, y apunté al cuello del jabalí. Tensé el arco cuanto pude y lancé la flecha. Sólo se oyó un rápido silbido antes de que el animal lanzara un agudo chillido y cayera de bruces con el virote clavado en la base del cuello.

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