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Authors: José Luis Corral

Tags: #Histórico

El Cid (16 page)

BOOK: El Cid
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La insistencia de algunos obispos para que el rey cesara la incestuosa relación con su hermana Urraca fue tal que incluso amenazaron a don Alfonso con negarle la comunión y la administración de los demás sacramentos, y en consecuencia condenarlo al fuego eterno. El rey cedió y acabó acatando lo que los clérigos le impusieron.

Para purgar su pecado de incesto, don Alfonso debería peregrinar a los diez santuarios más venerados de sus reinos, realizar durísimos ejercicios espirituales, mortificando su cuerpo para purificar su alma, reconocer públicamente su terrible pecado y pedir humildemente el perdón de la Iglesia. Don Alfonso amaba más a su corona que a su hermana, y cedió a la imposición de los obispos, que lo perdonaron y le permitieron casarse con doña Inés.

De camino a San Millán, donde esperaba la real novia aquitana, recorrimos antes el norte de la Rioja al mando de los condes Pedro Ansúrez y Gonzalo Díaz, a quien don Alfonso había nombrado alférez nada más ser coronado en León, con Rodrigo y sus caballeros situados siempre en la retaguardia del ejército. Para aquellos que habían asaltado las murallas de Coimbra, para los que habían combatido con Rodrigo en Llantada y Golpejera, para quienes habíamos asediado las murallas de Zamora en defensa de los derechos del rey don Sancho, aquello era una verdadera humillación. Algunos de los caballeros de Rodrigo intentaron persuadirlo para que abandonara esa empresa y les permitiera regresar a sus tierras de Vivar, de Ubierna y de Celada, pero Rodrigo callaba y de su boca sólo salían palabras con las que pedía a sus hombres calma y paciencia, calma y paciencia, calma y paciencia.

Don Alfonso y doña Inés celebraron su matrimonio en la iglesia del monasterio de San Millán de la Cogolla a mediados de junio, en una ceremonia que presidieron varios obispos y abades. La aquitana era una bellísima joven de quince años, a la que el rey sacaba casi veinte. En la ceremonia estaban presentes las dos hermanas de Alfonso, las infantas doña Urraca, que se conservaba atractiva pese a que tendría entonces cerca de cuarenta años, y doña Elvira, tan recatada y anodina como de costumbre, siempre a la sombra de su influyente hermana.

—Veremos qué hace ahora Urraca. Con la excomunión que amenaza la cabeza del rey, no creo que se atreva a meterse en su cama estando su joven esposa en medio —comentó con ironía uno de los asistentes a la ceremonia.

—El rey le ha dicho a su hermana Urraca que su relación amorosa se ha acabado y que desde ahora deberá abstenerse de participar en los asuntos públicos; además, mira a esa rubia belleza aquitana. He oído decir a algunos peregrinos de ese Estado que Aquitania es la patria del amor, y que su duque, que es mucho más rico que nuestro rey, paga enormes sumas de plata a juglares que cantan canciones en las que se exalta el amor, y que los caballeros agasajan a las damas con perfumadas flores, delicadas canciones y bellos poemas. En Aquitania, todas las mujeres son educadas para el placer de sus caballeros —explicó otro.

—Si es cierto eso, no creo que nuestro rey necesite los favores de su hermana, con los de su joven esposa estará bien servido —añadió un tercero entre el regocijo general.

La boda del rey de León y de Castilla se celebró con un gran banquete en el que se sacrificaron dos bueyes y una docena de corderos. Más de mil personas asistieron al convite. Nunca antes se había visto tanta gente congregada a la vez en San Millán, ni siquiera en la festividad del santo, cuando acudían en romería gentes de todas partes de la Rioja. Con las donaciones que allí se ofrecieron, las arcas del monasterio engordaron considerablemente, y el abad, feliz por la boda y por las abundantes limosnas, no cesó de repartir bendiciones a todos cuantos se acercaron a recibirlas.

De regreso a Burgos, el rey decidió que si él se había casado, era hora de que también lo hiciera Rodrigo. Envió una carta a Asturias, donde estaba Jimena Díaz, y la hizo venir de inmediato.

Todavía recuerdo aquel caluroso día de principios de julio como si hubiera ocurrido ayer mismo. Hacía apenas una semana que habíamos regresado a Vivar de la campaña por la Rioja y de la boda del rey, cuando ya estábamos de nuevo en ruta hacia Burgos para acudir a la boda del señor de Vivar.

Rodrigo cabalgaba absorto en sus pensamientos por el camino que separa la aldea de Vivar de las torres de Burgos. Tal vez pensara en la viuda de Celada, tal vez en cómo sería su futura esposa, tal vez en… ¿quién sabe? Marchábamos cansinamente bajo un sol inclemente cuando de pronto Rodrigo detuvo su caballo, me miró fijamente y me dijo:

—¿Tú no has pensado en casarte? Ya tienes… —hizo una cuenta rápida—, veinticinco años. Una buena edad para el matrimonio.

—¡Ah!, mi señor, todavía me faltan algunos para vuestra edad. Si me lo permitís, también seguiré en esto vuestro ejemplo.

Rodrigo sonrió abiertamente y añadió:

—Bien, bien, pero, entre tanto, tal vez sea hora de ir buscándote una esposa.

Burgos seguía creciendo con las nuevas casas de los mercaderes y artesanos que se instalaban en la ciudad a lo largo del camino de Compostela; raro era el mes en el que no se edificaba al menos una nueva vivienda.

Nos hospedamos en un hostal que regentaba un matrimonio judío que hacía ya mucho tiempo que se había asentado en la ciudad procedente de Borgoña. Descargamos el baúl que habíamos traído sobre una mula y lo subimos a la alcoba que el judío nos había preparado. Rodrigo y yo dormiríamos allí, en la misma cama, mientras que los tres criados que nos habían acompañado desde Vivar lo harían en el establo, como es acostumbrado, para vigilar a los animales.

Jimena llegó a Burgos dos días después. El rey los convocó a ambos a su palacio y les ofreció un banquete.

En la gran sala del palacio real fue donde se vieron por primera vez. El pavimento de losas había sido regado con abundante agua perfumada con tomillo, y alfombrado con juncos recién cortados para que se mantuviera fresco en aquel caluroso verano burgalés. Se habían dispuesto tres mesas, dejando un amplio hueco entre ellas y un lado abierto para que los criados sirvieran las viandas. Rodrigo se había vestido con la elegante túnica de seda azul con lunares rojos que comprara en Burgos años atrás y que estaba como nueva, se había ceñido un grueso cinturón de cuero repujado y asido por una gruesa hebilla de plata, al gusto sarraceno, y calzaba unas muy puntiagudas botas de fina piel, teñidas de negro, con relucientes botones dorados; sobre la cabeza lucía un fino bonete también azul y de sus hombros colgaba un corto y ligero manto púrpura, que ya heredara de su padre pero que hasta entonces nunca se había puesto.

Doña Jimena entró en la sala acompañada por el rey y la reina. Era una mujer joven y hermosa, tal vez mucho más bella de lo que el propio Rodrigo hubiera llegado a imaginar en sus sueños. Vestía una larga túnica de seda amarilla sin mangas, abotonada hasta los pies, sobre una camisola de lino blanquísimo; su estrecha cintura todavía lo parecía más, ceñida con un cinturón dorado; se cubría la cabeza con un velo de tul transparente que dejaba entrever el delicioso color melado de su cabello ondulado y suelto, como todavía es costumbre llevarlo entre las solteras.

El rey se recostó en su sitial, un amplio sillón de madera sobre el que se habían labrado las armas de Castilla, y todos hicimos lo mismo a lo largo de bancos de madera con bajos respaldos. En aquella época todavía solía comerse así, y aunque algunos nobles comían sentados, a la manera musulmana, la mayoría lo hacía recostada sobre uno de sus flancos, apoyada en mullidos cojines.

Los criados nos sirvieron una sopa de gallina, pan y huevo que trajeron en unas grandes soperas y que dejamos enfriar, dado el calor que hacía fuera de aquella sala; después distribuyeron por las mesas numerosos platos hondos con diversas y delicadas salsas, en las que fuimos mojando los pedazos de carne de venado que cada uno de los comensales cortábamos con nuestros cuchillos de las enormes piezas asadas que, por cuartos, colocaron en parihuelas de madera sobre las mesas. Tras la carne, nos ofrecieron una delicada selección de pastelillos de harina, almendras y miel aderezados con sésamo que me recordaron a los que probamos en Zaragoza con motivo de la batalla de Graus. Lo peor de la comida fue el vino, que quizá por agradar a los parientes de la novia lo trajeron del norte de León, pero que bien pudieran haberlo sustituido por alguno de los olorosos y preciados tintos de la Rioja o de Simancas.

Acabada la comida, con los perros a nuestros pies devorando las sobras que arrojábamos al suelo conforme nos íbamos hartando, don Alfonso levantó la mano, reclamó silencio y habló:

—Hoy es un día muy grato para nosotros. Como sabéis, os ofrezco este banquete para festejar los esponsales de mi querida prima doña Jimena —el rey era pariente de Jimena, y la trataba así por ser descendiente de los reyes de León—, con nuestro valeroso caballero don Rodrigo Díaz, señor de Vivar. Esta unión es algo más que un matrimonio, con ella se certifica también la armonía que ha de regir nuestros reinos de León y de Castilla: un infanzón castellano y una noble leonesa que engendrarán hijos de una renovada nación.

»Y ahora, veamos la carta de arras.

Don Alfonso indicó a uno de sus notarios que leyera el documento que el día anterior el rey y Rodrigo habían acordado. El matrimonio se regiría por aquella carta, mediante la cual Rodrigo entregaba a Jimena, «por decoro de su hermosura y por el virginal connubio», rezaba el diploma, tres villas situadas en Castilla y treinta y cuatro heredades repartidas entre varias aldeas en el camino entre Castrogeriz y Burgos, que Rodrigo había heredado de su padre o que había ganado por sus servicios a la Corona. Ambos esposos se prohijaban mutuamente y se declaraban herederos uno del otro. Las arras se otorgaban a la costumbre de León, por ser la esposa leonesa. Firmaba la carta el rey y tras él aparecían como fiadores los condes Pedro Ansúrez y García Ordóñez, y además la confirmaban las infantas Urraca y Elvira, el conde de Lara, Rodrigo González, el alférez real y varios caballeros castellanos, algunos de ellos parientes de Rodrigo. Las posesiones que Rodrigo entregaba a su esposa constituían la mitad de todo cuanto poseía.

La ceremonia religiosa se celebró al día siguiente, 20 de julio, en la catedral de Santa María, y la oficiaron el obispo de Burgos y el abad de Cardeña. Rodrigo y Jimena pasaron la noche de bodas en Vivar, y, por cómo lo vi a la mañana siguiente, creo que aquella misma noche olvidó para siempre la melancolía que le produjo la muerte de la viuda de Celada.

Don Alfonso estaba dispuesto a acabar con los enfrentamientos y las tensiones entre castellanos y leoneses, y para ello concedió privilegios a los nobles que poco a poco lo iban aceptando. Ganarse la confianza de Rodrigo era primordial para el rey, pues quien fuera portaestandarte de Castilla y campeón del rey don Sancho mantenía un enorme prestigio entre la nobleza castellana, sobre todo entre los infanzones, sin los cuales era imposible gobernar Castilla.

Antes de dejar Burgos, don Alfonso quiso visitar a Rodrigo en Vivar, y allí se dirigió a fines de julio. Trajo algunos regalos para los recién casados y la noticia de que durante la Cuaresma del año siguiente quería ir a Oviedo a abrir el Arca Santa e inventariar las reliquias que contenía; como quiera que doña Jimena era de Oviedo, le pidió a Rodrigo que lo acompañaran a esta ciudad, y de este modo su esposa podría visitar su tierra natal.

Pasamos la Navidad en Vivar, y el segundo día del nuevo año de 1075 nos pusimos en marcha hacia León, donde nos esperaba el rey don Alfonso con toda la corte. A fines de enero partimos hacia Oviedo. Configurábamos la comitiva real más granada que se hubiera visto jamás en estos reinos. A la cabeza marchaba el alférez Gonzalo Díaz con una escolta de veinte caballeros; inmediatamente detrás, los magnates y condes leoneses y castellanos, convenientemente mezclados por orden expresa del rey; después, el rey y la reina rodeados por una escolta de cien caballeros, y tras ellos las infantas Urraca y Elvira con las damas de los nobles y los caballeros y los pajes y criados, seguidos de los obispos de Burgos, Palencia, Oviedo, León, Compostela, Astorga y Braga, acompañados a su vez por decenas de clérigos y monjes que portaban cruces y velones; por fin, cerrando el cortejo, marchábamos los infanzones de Castilla a las órdenes de Rodrigo.

Nevaba con intensidad cuando ascendimos las laderas del puerto de Pajares, entre las altas y enriscadas montañas que guardan el solar de los cántabros y los astures. El conde de Oviedo había aconsejado al rey aguardar en la aldea de Busdongo a que amainara el temporal de nieve y atravesar el puerto cuando las condiciones mejoraran, pero don Alfonso le dijo que había prometido iniciar la Cuaresma en Oviedo y que era preciso llegar enseguida a esa ciudad.

El paso del puerto de Pajares nos costó todo el día, y lo logramos a base de mucho esfuerzo y no poca fortuna. Las pezuñas de las monturas y las ruedas de los carros se hundían en la nieve un par de palmos. Incluso las damas, todos nos vimos obligados a poner pie a tierra, a tirar de nuestras cabalgaduras y a empujar los carros. El mismo rey ayudaba cuanto podía en medio de la ventisca, dando órdenes y animando a que nadie desfalleciera pese al frío, la nieve y el viento.

Mediada la tarde, ya casi sin luz, atisbamos la aldea de Pajares, la primera de Asturias, y allí nos refugiamos para pasar la noche justo cuando más arreciaba la tormenta de nieve. Nos acomodamos como mejor pudimos en las modestas casas de piedra y bálago e incluso en los graneros y en los hórreos, una construcción que abunda en el norte y que se aísla del suelo mediante cuatro pilares que evitan que la humedad y los ratones arruinen los frutos de la cosecha.

Por la mañana el temporal había remitido y, aunque el cielo estaba gris de tantas nubes, ya no nevaba. Doña Jimena había pasado la noche entre vómitos y fuertes dolores de barriga; una dama de la corte nos dijo que no nos preocupáramos por ello, que cuando una mujer estaba embarazada, esos síntomas eran normales. Descendimos la empinada ladera de aquellas rocosas sierras, comimos junto a una fuente al borde del camino y al anochecer llegamos a Pola de Lena, una pequeña ciudad rodeada de prados.

Al día siguiente almorzamos en Miedes, cruzamos por un puente de piedra el caudaloso río Nalón, y por la tarde entramos en Oviedo. El padre de Jimena se había adelantado para dar la bienvenida al rey y aguardaba a la puerta de la ciudad con los canónigos de la catedral y otros clérigos de las parroquias y con los oficiales reales y los del concejo formados en dos filas a ambos lados del camino.

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