El cielo es azul, la tierra blanca (7 page)

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Authors: Hiromi Kawakami

Tags: #Drama, Romántico

BOOK: El cielo es azul, la tierra blanca
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—¿Ha dicho algo? —le pregunté.

—Uno demasiado roto, y el otro demasiado descosido —repitió—. Prueba la seta, Tsukiko —me ordenó el maestro, como si estuviera dando clase.

Todavía recelosa, saqué la punta de la lengua y lamí la seta que tenía en la mano, pero sólo sabía a polvo. Toru y Satoru seguían riendo. El maestro sonreía con la mirada perdida. Desesperada, me metí la seta entera en la boca y la mastiqué varias veces.

Seguimos bebiendo durante poco más de una hora, pero no pasó nada digno de ser mencionado. Recogimos las mochilas y emprendimos el camino de vuelta. Mientras descendíamos, no sabía si reír o llorar. Tal vez fuera culpa del alcohol, que también me había hecho perder la noción del espacio y caminar sin tener la más remota idea de dónde estaba. Satoru y Toru encabezaban la marcha. Su silueta era idéntica, y tenían la misma forma de caminar. El maestro y yo andábamos de lado, riendo.

—¿Sigue enamorado de su esposa, maestro? —le pregunté en voz baja, y él rió con más ganas.

—Mi mujer sigue siendo un misterio para mí —me respondió, un poco más serio.

Entonces se echó a reír de nuevo. Los insectos zumbaban a nuestro alrededor, y yo seguía sin entender qué estaba haciendo allí.

AÑO NUEVO

T
uve un pequeño percance.

Se me fundió un fluorescente de la cocina que medía más de un metro de largo. Subí encima de un taburete alto, de puntillas, e intenté cambiarlo. Llevaba mucho tiempo sin hacerlo, y no recordaba cómo quitar el fluorescente.

Tiré y empujé, pero no lo conseguí. Intenté desmontar la lámpara con un destornillador, pero estaba colgada del techo mediante unos cables rojos y azules, de modo que de poco servía un destornillador.

En vista de la situación, di un fuerte tirón y el fluorescente se rompió. Los fragmentos de cristal se dispersaron por el suelo, delante del fregadero. En ese momento iba descalza, y cuando bajé del taburete a toda prisa me clavé un pequeño cristal en la planta del pie. Un chorro de sangre roja brotó de la herida. El corte era más profundo de lo que parecía.

Asustada, fui a la habitación y me senté en el suelo, pero empecé a sentirme mareada y temí desmayarme. De haber estado allí, el maestro se habría echado a reír y me habría dicho algo como: «¿De veras has estado a punto de desmayarte por un hilillo de sangre? ¡Qué aprensiva eres, Tsukiko!». Pero el maestro nunca había estado en mi casa, aunque yo a veces iba a la suya. Me quedé sentada en la habitación y me sentí los párpados muy pesados. No había comido nada desde el desayuno. Había pasado casi todo el día tumbada en el futón, sin hacer nada. Era lo único que me apetecía el día de año nuevo, cuando volvía de casa de mi madre.

Mi madre, mi hermano y la familia de éste vivían en el barrio, pero apenas nos visitábamos. No me sentía a gusto en aquella casa llena de ajetreo. Mi familia ya no me presionaba como antes para que me casara y dejara de trabajar, hacía mucho tiempo que había dejado de atormentarme con esa letanía. Pero había algo en aquella casa que me provocaba incomodidad. Era como si encargara varias piezas de ropa hechas a medida y al probármelas descubriera que unas eran demasiado cortas y otras eran tan largas que las arrastraba por el suelo al caminar. Entonces me quitaba la ropa, estupefacta, comprobaba de nuevo las medidas y me daba cuenta de que eran exactas. Así me sentía con mi familia.

Al mediodía del día 3 de enero, mientras mi hermano estaba fuera de visita con su mujer y sus hijos, mi madre hizo tofu hervido. Siempre me había gustado el tofu hervido de mi madre. Ya me gustaba incluso antes de empezar el colegio, aunque no suele ser la comida favorita de los niños. Mi madre mezcló salsa de soja con sake en una tacita de té y añadió un poco de atún. A continuación, calentó el tofu en una olla de barro. Al cabo de un rato, abrí la tapadera y la olla exhaló una nube de vapor. Cogí con los palillos la porción de tofu entera y la despedacé. Mi madre sólo compraba tofu en la tienda de la esquina, que también abría los días festivos. Mientras me contaba todo eso, preparaba ilusionada el tofu hervido para mí.

—¡Delicioso! —dije.

—Siempre te ha gustado el tofu hervido —me recordó mi madre, conmovida.

—A mí nunca me queda tan rico.

—Será porque utilizas un tofu distinto. Este tofu no lo encontrarás en una tienda cualquiera.

Mi madre y yo nos quedamos calladas. Yo cortaba el tofu en silencio y lo mojaba en la salsa de soja con sake. Comía sin hablar. Ninguna de las dos decía nada. Quizás porque no teníamos nada que decirnos, aunque podríamos haber hablado de un sinfín de cosas. Pero no sabíamos de qué hablar. Aunque estábamos muy unidas, o precisamente debido a ello, no sabía qué decirle. Tenía el presentimiento de que si intentaba forzar la conversación, caería por un abismo abierto bajo mis pies. De haberlo oído, el maestro me habría dicho algo como: «Así me sentiría yo si me encontrara con mi esposa, que me abandonó muchos años atrás. Pero uno no se siente así por el simple hecho de visitar a la familia que vive en la misma ciudad. ¡Qué exagerada eres, Tsukiko!».

Mi madre y yo teníamos caracteres parecidos. El maestro podía opinar lo que quisiera, pero lo cierto es que en ese momento éramos incapaces de mantener una conversación. Esperamos en silencio el regreso de mi hermano y su familia, evitando que nuestras miradas se cruzaran. El pálido sol de aquella tarde invernal se filtraba por el corredor exterior e inundaba la estancia hasta acariciar el pie del brasero. Cuando terminé de comer, llevé la olla de barro, los platos y los palillos a la cocina. Mi madre empezó a lavar los cacharros en el fregadero.

—¿Quieres que seque los platos? —le pregunté.

Ella asintió. Levantó la cabeza y sonrió torpemente. Le devolví la sonrisa con idéntica torpeza. Fregamos los platos codo con codo, sin dirigirnos la palabra.

Desde que regresé a mi casa el día 4 de enero hasta que volví al trabajo el día 6, no hice nada más que dormir. Era un sueño distinto al de cuando dormía en casa de mi familia. Soñaba mucho más.

Trabajé dos días y llegó el fin de semana. Como no tenía sueño me dediqué a holgazanear tumbada en el futón. Lo único que estaba al alcance de mi mano era un termo lleno de té, un libro y unas cuantas revistas. Hojeé una revista mientras me tomaba una taza de té. También comí un par de mandarinas. El futón conservaba la calidez de mi cuerpo. Pronto me adormecí. Me desperté al poco rato y retomé la lectura de la revista. De ese modo, me olvidé de comer.

Así pasé todo el día, tumbada en el futón, presionando con un pañuelo de papel la herida sangrante de la planta del pie y esperando a que se me pasara el mareo. Los ojos me hacían chiribitas, como si estuviera frente a un televisor estropeado. Estaba tumbada boca arriba, con una mano en el pecho. Los latidos de mi corazón iban un poco descompasados con respecto a las palpitaciones de la herida sangrante.

El fluorescente de la cocina se había roto cuando empezaba a anochecer. Me encontraba tan mal, que no podía distinguir si todavía quedaba luz en el exterior o si ya había oscurecido por completo.

Cerca del futón había una cesta llena de manzanas que exhalaban un dulce aroma. Con el frío del invierno, el olor era más intenso que nunca. Me descubrí pensando que yo suelo pelar las manzanas después de haberlas cortado en cuatro trozos. En cambio mi madre las pela enteras, con un cuchillo de cocina. Recordé que, hace tiempo, pelé una manzana para el chico que antes era mi novio. Cocinar nunca ha sido mi especialidad. Aunque se me hubiera dado bien, no era partidaria de cocinar para que él se llevara la comida al trabajo, ni de ir a su casa a preparársela, ni de invitarlo a cenar un menú casero. Si empezaba a hacer tales cosas, me habría metido en un callejón sin salida, y tampoco quería que él se sintiera acorralado. Quizás la rutina del compromiso no fuera tan mala, pero me costaba mucho imaginármela.

Cuando pelé aquella manzana, mi novio se quedó estupefacto.

—Pero ¡si sabes pelar manzanas! —exclamó.

—Es lo más fácil del mundo. ¿Por qué te sorprende?

Al poco tiempo de haber mantenido aquella conversación, empezamos a distanciarnos. Ninguno de los dos sacó el tema de forma explícita, pero dejé de llamarle. No es que ya no me gustara. Los días pasaban sin vernos y apenas me daba cuenta.

—No tienes corazón —me dijo una amiga—. Tu novio me ha llamado un montón de veces para pedirme consejo. Quiere saber qué sientes exactamente por él. ¿Por qué no le llamas? Te está esperando.

Me miró fijamente, y yo le devolví la mirada sin entender por qué el chico no había compartido sus dudas conmigo en vez de llamar a una tercera persona. Me quedé boquiabierta y le dije a mi amiga que no entendía nada. Ella suspiró profundamente.

—Es normal que un joven enamorado se sienta inseguro. Supongo que a ti te pasa lo mismo —me reprendió.

Una cosa no tenía nada que ver con la otra. Son las personas implicadas en la relación quienes deben enfrentarse a sus propias dudas. No tenía ningún sentido involucrar a una tercera persona, en ese caso mi amiga, para que actuara como intermediaria. Le pedí perdón por las molestias y le dije que mi novio no había actuado de forma adecuada. Ella volvió a suspirar profundamente y me dijo:

—¿Qué significa para ti actuar de forma adecuada?

Mi novio y yo llevábamos tres meses sin vernos. Mi amiga intentó por todos los medios hacerme entrar en razón, pero sus opiniones me traían sin cuidado. Estaba convencida de que el amor y yo no estábamos hechos el uno para el otro. Si tan caprichoso era el amor, no quería tener nada que ver con él.

Al cabo de medio año, mi amiga se casó con el chico que había sido mi novio.

Por fin se me pasó el mareo y pude abrir los ojos. La habitación estaba a oscuras, pero la bombilla estaba intacta. El problema era que todavía no había encendido la luz. Fuera ya era de noche. Me estremecí al imaginar el frío de la calle al otro lado de la ventana. Tras la puesta del sol, la temperatura caía en picado. Recordé varias escenas de mi pasado mientras holgazaneaba en el futón. La herida del pie ya casi no sangraba. La cubrí con una tirita grande, me puse los calcetines y unas zapatillas y limpié el suelo de la cocina.

La luz de la bombilla de la habitación arrancaba débiles destellos a los fragmentos de cristal. En realidad, mi ex novio me gustaba mucho. Me arrepentí de no haberle llamado antes de que fuera tarde. Me sentí tentada a hacerlo, pero me daba miedo que reaccionara con frialdad y acabé desistiendo. No sabía que él también se sentía como yo. Cuando me enteré, ya había enterrado mis sentimientos hacia él en lo más profundo de mi corazón.

Fui a la boda de mi amiga y mi ex novio. Alguien pronunció un discurso sobre el destino, que había jugado un papel muy importante en aquella relación.

El destino. Mientras escuchaba el discurso desde el banco, observando a los novios, pensaba que el destino nunca se portaría tan bien conmigo.

Cogí una manzana del cesto. Intenté pelarla entera, como hacía mi madre, pero la piel se rompió a medias. De repente, los ojos se me inundaron de lágrimas. Ya no eran sólo las cebollas lo que me irritaba los ojos, ahora también lloraba pelando manzanas. Me la comí sin dejar de llorar. Entre mordisco y mordisco, oía el goteo de las lágrimas que se estrellaban contra el fregadero de acero. Mi mayor actividad del día fue quedarme de pie frente al fregadero, comiendo y llorando a la vez.

Me puse un viejo abrigo grueso y salí de casa. El abrigo desprendía una pelusa de color verde oscuro, pero abrigaba mucho. Cuando he llorado siempre tengo frío. Después de comerme la manzana entré en la habitación y estuve tiritando hasta que me cansé. Me vestí con un jersey rojo holgado que también tenía unos cuantos años y un pantalón de lana marrón. Me cambié los calcetines por otros más gruesos, me enfundé unos guantes, me calcé unas zapatillas de deporte de suela gruesa y salí a la calle.

Las tres estrellas de la constelación de Orión brillaban en el cielo. Eché a andar en línea recta, a paso ligero. Durante el paseo entré en calor. Un perro me ladró desde algún lugar y estuve a punto de romper a llorar otra vez. Estaba cerca de cumplir los cuarenta, pero me comportaba como una niña. Caminaba como los niños, balanceando los brazos de forma exagerada, dando puntapiés a las latas vacías que encontraba en medio de la calle y arrancando los hierbajos que crecían en el margen de la acera. Me crucé con unas cuantas bicicletas que venían de la estación. Estuve a punto de chocar con una que no llevaba la luz encendida, y me sentí furiosa. Las lágrimas volvieron a nublarme la vista. Tenía ganas de sentarme y llorar en silencio, pero como hacía mucho frío seguí caminando.

Había retrocedido en el tiempo y volvía a ser una niña. Llegué a la parada del autobús y estuve diez minutos esperando, hasta que comprobé el horario y me di cuenta de que el último ya había pasado. Me sentí aún más desamparada. Empecé a golpear el suelo con los pies, pero no conseguí entrar en calor. Un adulto sabría qué hacer para no pasar frío, pero los niños como yo no teníamos ni idea.

Seguí andando hacia la estación. Era el camino de siempre, pero me parecía completamente distinto. Había vuelto a mi infancia. Era como una niña que se entretiene de camino a casa hasta que empieza a oscurecer, y cuando decide volver las calles no parecen las mismas.

—Maestro —murmuré—. Maestro, no sé volver a casa.

Pero el maestro no estaba allí. Al preguntarme dónde estaría aquella noche, me di cuenta de que nunca habíamos hablado por teléfono. Nos encontrábamos por casualidad, paseábamos juntos por casualidad y bebíamos sake por casualidad. Cuando le hacía una visita en su casa, me presentaba sin previo aviso. A veces estábamos un mes entero sin vernos. Antes, si mi novio y yo no nos llamábamos ni nos veíamos durante un mes, empezaba a preocuparme.

¿Y si hubiera desaparecido como por arte de magia? ¿Y si se hubiera convertido en un completo desconocido?

Pero el maestro y yo no éramos novios, así que no nos veíamos a menudo. Pero aunque no coincidiéramos, el maestro nunca estaba lejos de mí. Él nunca sería un desconocido, y estaba segura de que aquella noche se hallaba en algún lugar.

La soledad se adueñaba de mí por momentos, así que decidí cantar. Empecé cantando «Qué bonito es el río Sumida en primavera», pero no era una canción muy adecuada a la época del año, así que la dejé a medias. Intenté recordar una canción invernal, pero no se me ocurrió ninguna. Al final me acordé de una canción para ir a esquiar titulada «Las montañas plateadas brillan bajo el sol de la mañana». No reflejaba en absoluto mi estado de ánimo, pero era la única canción de invierno que se me ocurrió, así que empecé a cantarla.

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