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Authors: Hiromi Kawakami

Tags: #Drama, Romántico

El cielo es azul, la tierra blanca (20 page)

BOOK: El cielo es azul, la tierra blanca
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Sólo me preocupaba una cosa.

El maestro y yo todavía no habíamos hecho el amor. Era un tema que me inquietaba tanto como la amenaza de la menopausia, o los resultados de los análisis hepáticos que me hacían en las revisiones médicas. El cuerpo humano gira en torno a tres ejes: las glándulas, las vísceras y los órganos genitales. Lo había aprendido gracias al maestro.

Estaba un poco preocupada, pero no me sentía insatisfecha. Hacer el amor no entraba en mi lista de prioridades. Pero al parecer el maestro no compartía mi punto de vista.

—Hay algo que me inquieta, Tsukiko —me confesó un día.

Estábamos en su casa. Llevábamos toda la tarde comiendo tofu hervido y bebiendo cerveza. El maestro había hervido el tofu en una olla de aluminio, con bacalao y crisantemo comestible. El tofu que hacía yo no llevaba guarnición. Empecé a preguntarme cómo era posible que dos desconocidos llegaran a adaptarse tan bien.

—¿Qué es?

—Verás, llevo muchos años sin acostarme con una mujer.

—Ya —repuse con la boca entreabierta, procurando que el maestro no me metiera el dedo dentro. Últimamente siempre lo hacía cuando me cogía desprevenida. Era más travieso de lo que parecía.

—No tenemos por qué hacer nada —respondí precipitadamente.

—¿Podríamos no hacer nada? —inquirió el maestro, meditabundo.

—Sí, podríamos no hacerlo —le aseguré, y me senté en el suelo.

Él afirmó gravemente con la cabeza.

—El contacto corporal es básico, Tsukiko. Independientemente de la edad, es un asunto de vital importancia —anunció, con la misma voz firme que empleaba para recitar fragmentos del
Cantar de Heike
desde su tarima de profesor—. Pero no estoy seguro de si podré hacerlo o no —siguió recitando—. Y si fuerzo la situación sin estar convencido y las cosas no salen bien, perderé la poca confianza que me queda. Ese miedo es lo que me impide dar el paso. Lo siento muchísimo —dijo a modo de conclusión, y agachó la cabeza en señal de disculpa. Le devolví la reverencia sin levantarme. «Yo le ayudaré, intentémoslo», me habría gustado decirle, pero me sentía apabullada por su solemne discurso y no me salían las palabras. Ni siquiera fui capaz de tranquilizarlo y pedirle que no se preocupara, que podíamos seguir besándonos y acariciándonos como hasta entonces sin hacer nada más.

Con la mente en blanco, vertí un poco de cerveza en el vaso del maestro. Se la bebió de un trago. Cogí un poco de bacalao de la cacerola. El bacalao salió pegado a un pedazo de crisantemo. El contraste entre el verde y el blanco me pareció hermoso.

—¿Ha visto lo bonito que es, maestro? —observé.

Él sonrió y me acarició el pelo como de costumbre.

Quedábamos en distintos lugares. Al maestro parecía gustarle la palabra «cita».

—Te propongo una cita —solía decirme.

Aunque vivíamos en el mismo barrio, siempre quedábamos en la estación más cercana al lugar de la cita. Cada uno iba por su cuenta y nos encontrábamos allí. Cuando coincidíamos en el tren, el maestro musitaba: «¡Caramba, Tsukiko! Qué casualidad».

Visitamos el acuario varias veces. Al él le encantaban los peces.

—Cuando era pequeño ya me gustaba hojear libros ilustrados de peces —me explicó.

—¿Qué edad tenía?

—Todavía iba al colegio.

Me enseñó fotos de cuando era pequeño. Aquellos retratos en sepia, desteñidos por el paso del tiempo, mostraban al maestro con un gorro de marinero y una sonrisa de oreja a oreja.

—Qué adorable —comenté.

Él asintió.

—Tú sigues siendo adorable, Tsukiko.

Estábamos de pie frente al acuario de los atunes y los bonitos. Mientras contemplaba los peces, que nadaban en círculos en una única dirección, tuve la sensación de que el maestro y yo llevábamos mucho tiempo ahí, de pie.

—Maestro —dije.

—¿Qué ocurre, Tsukiko?

—Le quiero.

—Yo también te quiero, Tsukiko.

Los dos hablábamos muy en serio. Siempre estábamos serios, incluso cuando bromeábamos. Los atunes y los bonitos también estaban serios. La mayoría de los seres vivos son serios.

También fuimos a Disneyland. El maestro dejó escapar una lagrimita mientras contemplábamos el desfile nocturno. Yo también lloré. Supongo que cada uno lloraba pensando en sus cosas.

—Es que las luces nocturnas son muy tristes —se justificó, mientras se sonaba la nariz con un enorme pañuelo blanco.

—No sabía que usted también lloraba.

—Las glándulas lacrimales de los viejos son más sensibles.

—Le quiero, maestro.

No respondió. Seguimos contemplando el desfile en silencio. Las luces iluminaban su perfil y sus cuencas parecían vacías.

—Maestro —lo llamé, pero no me hizo caso—. Maestro —repetí, con el mismo resultado. Sin insistir más, entrelacé mi brazo con el suyo y centré la atención en Mickey, los siete enanitos y la Bella Durmiente.

—Hoy lo he pasado muy bien —le dije.

—Yo también —me respondió al fin.

—Me gustaría volver a salir con usted.

—Volveré a invitarte.

—Maestro.

—Sí.

—Maestro.

—Sí.

—No se vaya, maestro.

—No pienso irme.

El volumen de la música aumentó considerablemente. Los enanitos saltaban. Al final, el desfile se alejó. La oscuridad nos envolvía. Mickey, que cerraba el desfile, avanzaba despacio, moviendo las caderas. El maestro y yo nos dimos la mano en medio de la penumbra. Un escalofrío me hizo temblar levemente.

Me gustaría hablar de la única vez que el maestro me llamó desde su teléfono móvil. Supe que me llamaba desde el móvil por el ruido de fondo que oía al otro lado de la línea.

—Tsukiko —dijo.

—Sí.

—Tsukiko.

—Sí.

En aquella ocasión era yo quien respondía con monosílabos, como si nos hubiéramos intercambiado los papeles.

—Eres un encanto, Tsukiko.

—¿Cómo?

Eso fue lo único que dijo antes de colgar súbitamente. Le llamé de inmediato, pero no respondió. Al cabo de dos horas, volví a llamarle al fijo. Descolgó y respondió tranquilamente, como si no hubiera pasado nada.

—¿Qué quería antes?

—Nada. Me apetecía llamarte, eso es todo.

—¿Dónde estaba cuando me ha llamado?

—Al lado de la verdulería, frente a la estación.

—¿En la verdulería? —repetí con extrañeza.

—Sí, he ido a comprar nabos y espinacas —me respondió.

Solté una carcajada, y él también rió al otro lado de la línea.

—Quiero que vengas, Tsukiko —me pidió sin más preámbulos.

—¿A su casa?

—Sí.

Preparé a toda prisa una bolsa donde embutí el cepillo de dientes, el pijama y la crema facial; y me dirigí a paso rápido a casa del maestro. Me estaba esperando de pie en el portal. Entramos en la habitación cogidos de la mano. El maestro extendió el futón, y yo lo cubrí con una sábana. Preparamos la cama perfectamente sincronizados.

Sin mediar palabra, nos dejamos caer en el futón. Hicimos el amor por primera vez, apasionadamente.

Pasé la noche en casa del maestro y dormí a su lado. Al día siguiente, cuando abrí la ventana, los frutos de la aucuba brillaban bajo el sol de la mañana. Los ruiseñores se acercaban a picotearlos y trinaban en el jardín. El maestro y yo contemplábamos los pájaros desde la ventana, codo con codo.

—Eres un encanto, Tsukiko —dijo el maestro.

—Le quiero, maestro —respondí yo.

Los ruiseñores coreaban nuestras palabras.

Todo aquello me parece muy lejano. Los días que pasé junto al maestro fueron tranquilos e intensos. Habían pasado dos años desde nuestro reencuentro. Nuestra «relación oficial», tal y como solía decir él, duró tres años. No tuvimos más tiempo para compartir.

No ha pasado mucho tiempo desde entonces.

El maestro me dio su maletín. Lo dejó escrito en su testamento.

Su hijo no se parecía a él. Sólo me recordó un poco al maestro cuando se dirigió hacia mí e inclinó la cabeza sin decir nada.

—Gracias por todo lo que ha hecho por mi padre Harutsuna —me agradeció con una profunda reverencia.

Cuando oí el nombre del maestro, Harutsuna, las lágrimas me inundaron los ojos. Hasta entonces casi no había llorado. Lloré porque aquel nombre, Harutsuna Matsumoto, me resultaba muy poco familiar. Lloré porque el maestro se había ido antes de que me acostumbrara a él.

Dejé su maletín junto al tocador.

De vez en cuando voy a la taberna de Satoru, pero no tanto como antes. Satoru no me dice nada. Siempre va arriba y abajo como si estuviera muy ocupado. El ambiente de la taberna es cálido, de modo que a veces doy alguna que otra cabezadita. «Eso es de muy mala educación», me diría el maestro.

He recorrido un largo camino,

el frío penetra mi ropa gastada.

Esta tarde el cielo está despejado,

¡cómo me duele el corazón!

Es un poema de Seihaku Irako que el maestro me enseñó un día. Sola en mi habitación, leo en voz alta poemas que recitaba el maestro y también otros que no llegó a enseñarme. «Desde que usted murió he estado estudiando», susurro.

Suelo llamarlo en voz baja: «¡Maestro!». De vez en cuando, oigo su voz que me responde desde algún lugar del cielo: «¡Tsukiko!». Preparo el tofu hervido como él, con bacalao y crisantemo. «Algún día volveremos a vernos», le digo, y el maestro me responde desde el cielo: «No tengo la menor duda».

En noches como ésta, abro el maletín del maestro. En su interior no hay nada, sólo un vacío que se extiende. Un enorme espacio vacío que crece sin parar.

HIROMI KAWAKAMI
, (Tokio, 1958) estudió Ciencias naturales y fue profesora de Biología hasta que en 1994 apareció su primera novela. Sus libros han recibido los más reputados premios literarios, que la han convertido en una de las escritoras japonesas más leídas. En esta editorial han aparecido sus novelas
El cielo es azul, la tierra blanca
(2001; Acantilado, 2009), que recibió el Premio Tanizaki,
Algo que brilla como el mar
(2003; Acantilado, 2010) y los relatos
Abandonarse a la pasión
(1999; Acantilado, 2011).

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