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Authors: Hiromi Kawakami

Tags: #Drama, Romántico

El cielo es azul, la tierra blanca (11 page)

BOOK: El cielo es azul, la tierra blanca
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—No queda nada —observé.

—Es normal —dijo Takashi Kojima.

—¿Normal?

—Los profesores son unos defensores acérrimos del civismo público.

Takashi me explicó que, unos años atrás, ya había ido al tradicional picnic de primavera que organizan los profesores justo antes del comienzo de las clases. En aquella ocasión se quedó hasta el final, y fue testigo del zafarrancho de limpieza que protagonizaron los profesores cuando dieron la fiesta por terminada. Recogieron los papeles y los metieron en las bolsas de basura que habían traído. Agruparon todas las botellas vacías y las cargaron en el camión de la licorería, que pasó por delante del instituto cuando estaban recogiendo. Takashi estaba convencido de que, unos días antes, le habían pedido al transportista que pasara a recoger las botellas justo en ese momento. Las botellas llenas que habían sobrado se repartieron entre los profesores que bebían alcohol. A continuación, allanaron la tierra con la pala que se utiliza para arreglar el jardín del instituto y guardaron en una caja los objetos olvidados. Trabajaban ágilmente, como una brigada del ejército especialmente entrenada. En menos de un cuarto de hora habían eliminado por completo cualquier resto de la animada fiesta que había tenido lugar unos momentos antes.

—Me quedé petrificado, no podía hacer nada más que observar —admitió Takashi.

Al parecer, en esa ocasión los profesores también habían activado el dispositivo de limpieza al final del picnic.

Takashi y yo dimos un breve paseo por el lugar que una hora antes estaba lleno de gente celebrando la llegada de la primavera bajo los cerezos en flor. Las flores parecían transparentes bañadas por la blanca luz de la luna. Takashi me condujo hacia un banco que había en un rincón. Seguía rodeando mi cintura con delicadeza, como antes.

—Creo que he bebido demasiado —confesó.

Tenía las mejillas rojas. Durante el picnic también estaba sonrojado. De no ser por el rubor que cubría sus mejillas, habría parecido completamente sobrio.

—Todavía refresca por la noche —comenté, sin saber muy bien cómo actuar. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Dónde estaba el maestro? Probablemente habría recogido las bolsas de calamares ahumados y las brochetas de pollo que había comprado en el centro, habría ayudado a limpiar el terraplén y se habría ido con la señorita Ishino quién sabe adónde.

—¿Tienes frío? —me preguntó Takashi.

Se quitó el abrigo y me cubrió los hombros con él.

—No lo decía en ese sentido —protesté.

—¿En qué sentido lo decías? —me preguntó Takashi, riendo.

Había adivinado mi confusión interior, pero no me sentí especialmente violenta. Me sentí como un niño que hace una travesura y es descubierto por sus padres.

Nos sentamos en el banco y estuvimos un rato así, muy juntos. El abrigo de Takashi conservaba la calidez de su cuerpo y un ligero olor a perfume. Él sonreía. Ambos mirábamos hacia delante, pero estaba segura de que sonreía.

—¿De qué te ríes? —le pregunté, sin desviar la mirada.

—De que no has cambiado.

—No te entiendo.

—Eres tan huraña como en el instituto —dijo Takashi tranquilamente.

Entonces, me pasó el brazo por encima de los hombros y me abrazó. «¿Es esto lo que quiero?», me pregunté. «¿Quiero que Takashi Kojima siga atrayéndome hacia él?». En mi cabeza había algo que no encajaba, pero mi cuerpo se acercaba inevitablemente al de Takashi.

—Hace frío. ¿Por qué no vamos a un lugar más cálido? —susurró él.

—No sé qué decir —murmuré con un esfuerzo.

—¿Cómo? —preguntó Takashi.

—¿Tan lejos hemos llegado?

Takashi se incorporó de un salto sin responderme. Yo me quedé sentada. Me sujetó la barbilla con la mano, me levantó la cara y me besó de improviso.

Fue un beso tan repentino, que no me dio tiempo a reaccionar. «¡Maldita sea!», maldije para mis adentros. Había bajado la guardia. Me había cogido desprevenida. No me sentía violenta, pero tampoco feliz. Me invadió una oleada de inseguridad.

—¿Y eso? —le pregunté.

—Pues eso —me respondió Takashi, que parecía muy seguro de sí mismo. Pero yo tenía la sensación de que todo estaba ocurriendo en contra de mi voluntad. Takashi, que seguía de pie, volvió a acercar su cara a la mía.

—No sigas —le advertí, tan claramente como pude.

—No pienso parar —me desafió él, con idéntica claridad.

—Ni siquiera estás enamorado de mí.

Takashi Kojima sacudió la cabeza.

—Siempre he estado enamorado de ti, Omachi. Por eso te invité a salir conmigo, aunque no funcionó.

Su rostro se ensombreció.

—¿Has estado enamorado de mí durante todo este tiempo? —le pregunté.

Él esbozó una tímida sonrisa.

—Bueno, eso es imposible. La vida da muchas vueltas.

Levantó la mirada hacia la luna, cubierta por la neblina.

«Maestro», pensé. «Kojima», pensé después.

—Gracias por todo —le dije a Takashi, mientras contemplaba su silueta de perfil.

—¿Cómo dices?

—Lo he pasado muy bien esta tarde.

Takashi tenía mucha más papada que cuando era joven. Pero no era su papada lo que me provocaba rechazo, incluso me gustaba aquel abultamiento carnoso. Recordé la barbilla del maestro. Seguro que, a nuestra edad, el maestro también tenía un pliegue de grasa bajo la barbilla. Pero con el paso de los años la papada del maestro había desaparecido en vez de aumentar de tamaño.

Takashi Kojima me miraba un poco sorprendido. La luna brillaba con intensidad. Seguía oculta tras la neblina, pero resplandecía vivamente.

—Esto no va a salir bien, ¿verdad? —me preguntó, exhalando un suspiro premeditado.

—Creo que no.

—¡Qué desastre! Está claro que las citas no son lo mío —se lamentó riendo.

Yo también me eché a reír.

—No es para tanto. Me has enseñado a mover la copa de vino.

—¡Por eso lo he echado todo a perder!

La luz de la luna iluminaba a Takashi.

—¿Te parezco atractivo? —me preguntó, volviéndose hacia mí.

—Eres muy atractivo —le respondí con toda la convicción que fui capaz de reunir.

Entonces, me cogió de la mano y tiró de mí para levantarme.

—Si te parezco atractivo, ¿por qué no quieres nada conmigo?

—Porque sigo siendo una alumna de instituto, ¿recuerdas?

—No eres ninguna niña —dijo él, torciendo la boca en una mueca de disgusto. Con aquella expresión, él sí que parecía un alumno de instituto. Podría haber pasado por un adolescente que todavía no ha aprendido a describir círculos con su copa de vino.

Takashi y yo dimos un paseo por el terraplén cogidos de la mano. Su mano estaba caliente. La luna bañaba las flores de los cerezos con su resplandor. Me pregunté dónde estaría el maestro.

—La señorita Ishino nunca me cayó muy bien —le confesé a Takashi mientras caminábamos.

—¿De veras? Pues a mí me gustaba bastante, ya te lo he dicho.

—Pero el profesor Matsumoto no te caía bien.

—No mucho, la verdad. Siempre me pareció un cabezota inflexible.

Tuve la vaga impresión de que habíamos retrocedido en el tiempo. Inundado por la luz de la luna, el patio del instituto parecía pintado de blanco. Si seguíamos paseando por la explanada sin detenernos, tal vez podríamos volver a ser estudiantes.

Cuando alcanzamos el borde del terraplén, dimos media vuelta hasta llegar al extremo opuesto y repetimos el recorrido una vez más, cogidos de la mano. Íbamos y volvíamos una y otra vez, pero apenas hablábamos.

—¿Nos vamos? —propuse, cuando llegamos al punto de partida por enésima vez.

Takashi tardó un momento en responder. Al final, me soltó la mano.

—Vamos —dijo en un susurro.

Caminamos codo con codo. Era cerca de la medianoche, y la luna se encontraba en el punto más alto de su recorrido por el firmamento.

—Creía que seguiríamos paseando hasta el amanecer —murmuró Takashi, sin apartar la mirada del cielo.

—Yo también lo creía —le respondí.

Entonces, él me miró fijamente.

Nos miramos a los ojos durante un instante. Luego cruzamos la calle en silencio. Takashi hizo señas a un taxi que se acercaba. Cuando se detuvo, subí.

—Si te acompaño a tu casa, volveré a hacerme ilusiones —se excusó Takashi con una sonrisa.

—Lo comprendo —repuse.

La puerta se cerró automáticamente y el taxi arrancó.

Seguí con la mirada la silueta de Takashi a través del cristal trasero. Se fue empequeñeciendo hasta que la perdí de vista.

—Quizás no habría estado tan mal hacerse ilusiones —murmuré desde el asiento trasero del taxi.

Pero también era consciente de que las cosas se habrían complicado más adelante. Pensé que quizás el maestro había ido solo a la taberna de Satoru, y me lo imaginé comiendo una brocheta de pollo asado con sal. También era probable que él y la señorita Ishino estuvieran en un restaurante, coqueteando como dos tortolitos.

Todo quedaba muy lejos. El maestro, Takashi Kojima y la luna estaban muy lejos de mí. A través de la ventanilla, contemplaba el paisaje en silencio. El taxi cruzaba como un rayo la ciudad desierta. «Maestro», dije en voz alta. El ruido del motor ahogó mi voz. Durante el recorrido vi varios cerezos. Algunos eran jóvenes, otros ya tenían unos cuantos años. Pero todos estaban florecidos. «Maestro», dije por segunda vez. Mi voz no llegó a ninguna parte. El taxi me llevaba por las calles oscuras.

BUENA SUERTE

D
os días después del picnic de primavera me encontré con el maestro en la taberna de Satoru, pero yo ya había pagado, así que nos limitamos a intercambiar un saludo.

A la semana siguiente nos vimos en el estanco frente a la estación, pero en aquella ocasión era él quien tenía prisa y tampoco pudimos hablar.

Llegó el mes de mayo. Los árboles de las calles y los parques se revistieron de un nuevo follaje verde. Algunos días hacía tanto calor que se podía salir a la calle en manga corta. Otros, en cambio, hacía tanto frío que parecía que el invierno hubiera vuelto y se echaba de menos el calor del brasero. Fui varias veces a la taberna de Satoru y siempre me cruzaba con el maestro, pero nunca teníamos ocasión de beber juntos.

—¿Ya no quedas con el maestro, Tsukiko? —me preguntó Satoru, inclinándose hacia mí por encima de la barra.

—En realidad, nunca hemos quedado —le aclaré.

—Ya —repuso Satoru, incrédulo.

Habría preferido que no hubiera dicho nada. Cogí los palillos y me dediqué a desmenuzar sin piedad el sashimi que tenía en el plato. Satoru me lanzó una mirada de reproche mientras yo jugueteaba con la comida. Sólo era un pobre pez volador, pero yo no tenía la culpa. Había sido Satoru, con su respuesta sarcástica, quien había provocado la masacre.

Me entretuve durante un rato desmigajando el pez volador. Satoru volvió a la tabla de cortar para preparar la comida de otros clientes. La cabeza del pez volador reposaba rígida encima del plato, con los ojos abiertos. Cogí con los palillos un trozo de sashimi y lo mojé en salsa de soja con jengibre. La carne era fresca y tenía un sabor peculiar. Bebí un sorbo de sake frío y eché un vistazo alrededor de la taberna. En la pizarra se podía leer el menú del día, escrito con tiza: atún crudo picado, pez volador, patatas nuevas, habas y cerdo cocido. No me cabía ninguna duda de que el maestro habría pedido atún crudo y habas.

—El otro día el maestro vino con una señora muy guapa —le dijo a Satoru un hombre gordo que estaba sentado a mi lado.

El tabernero levantó brevemente la vista de la tabla de cortar, pero no respondió. Miró hacia el interior del local y gritó:

—¡Tráeme una fuente blanca!

Un chico joven salió de la cocina.

—¡Caramba! —exclamó el hombre gordo, intrigado.

—Es mi nuevo empleado —presentó Satoru.

El muchacho hizo una leve reverencia y dijo:

—Encantado.

—Se parece mucho a ti —observó mi vecino.

Satoru asintió.

—Es mi sobrino.

El chico hizo una segunda reverencia. El tabernero empezó a servir el pescado crudo en la fuente que le había traído su sobrino. El hombre gordo observó al muchacho detenidamente durante un momento y volvió a centrar la atención en su comida.

Cuando el gordinflón se fue, otros clientes empezaron a pedir la cuenta y la taberna se quedó vacía. Desde la cocina, donde estaba el sobrino del tabernero, llegaba un chapoteo de agua. Satoru sacó un pequeño recipiente de la nevera y repartió el contenido en dos platitos. Me acercó uno.

—Pruébala. La ha hecho mi mujer —me ofreció.

Cogí con los dedos la gelatina de
konjac
que había preparado su mujer y me llevé un trocito a la boca. Era más concentrada que la que preparaba Satoru, y tenía un sabor picante.

—Está muy rica —le dije.

Satoru asintió con aire serio y se llevó un pellizco a la boca. A continuación, encendió la radio que había en el estante. El partido de béisbol acababa de terminar y estaban a punto de dar las noticias. Antes anunciaron un coche, unos grandes almacenes y una marca de arroz con té precocido.

—¿Sabes si el maestro se deja caer mucho por aquí últimamente? —le pregunté a Satoru con fingido desinterés.

Su respuesta imprecisa no satisfizo mi curiosidad.

—De vez en cuando —me dijo.

—El señor que estaba sentado a mi lado ha dicho que vino con una mujer muy guapa.

En esa ocasión intenté dar a mi voz el tono despreocupado de una clienta habitual que comenta los chismes del vecindario, pero me temo que no lo conseguí.

—Es probable. No lo recuerdo bien —me respondió Satoru, sin levantar la vista del suelo.

—Ajá —murmuré—. Claro.

Permanecimos un rato en silencio. En la radio, un periodista estaba informando sobre los asesinatos en serie que habían tenido lugar en la prefectura A.

—Es el pan de cada día —comentó Satoru.

—El mundo está fatal —le respondí.

El tabernero escuchó con atención un ratito más y luego dijo:

—La gente lleva miles de años diciendo que el mundo está fatal.

Oí la risita sofocada de su sobrino procedente de la cocina. No supe si le había hecho gracia el comentario de Satoru o si había sido algo que no tenía nada que ver. Pedí la cuenta y Satoru cogió un lápiz y esbozó una suma en un trozo de papel.

—Hasta la próxima —me dijo, mientras yo apartaba la cortinilla de la entrada y salía al exterior. La brisa nocturna me refrescó las mejillas. Tiritando, cerré la puerta de golpe. El ambiente estaba impregnado de olor a lluvia. Una gota se estrelló en mi cara. Volví a casa a paso ligero.

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