Desde el borde del acantilado se tenía en aquel punto de la costa una vista inmejorable del Atlántico. Como hendidas por los golpes de una espada gigantesca, las rocas se clavaban en el fondo arenoso como polvo metálico. El mar, gris y lúgubre, golpeaba díscolo la arena, pulverizando espuma de un color blanco sucio. Hasta los naturales de la región, que llevaban el mar en la sangre desde hacía muchas generaciones, citaban los antiguos versos que decían que la zona de la costa comprendida entre Padstow Point y la pequeña isla solitaria de Lundy era la tumba de los marinos, de noche y de día. Las cuadernas desvencijadas e hinchadas por el agua salada y los mástiles astillados que el oleaje escupía a tierra daban fe del destino desdichado de los muchos barcos que habían sucumbido al capricho de las tormentas y el oleaje. Incluso a plena luz del día, la región era lóbrega y estaba plagada de demonios. Así lo atestiguaban nombres como Demon’s Cove, Devil’s Creek o The Hanged Man con los que se conocían partes del acantilado cuyas formas eran especialmente extravagantes. Era increíble que apenas unas millas más al sur estuviera la costa de Cornualles, de alegres colores y bañada por el sol. Raros eran los días en los que el sol atravesaba el velo de niebla que cubría la bahía. Momentáneamente daba un brillo azul al mar, y al paisaje, un rastro de esperanza verde. Luego aquel segmento de World’s End volvía a sumergirse en su desolación, que penetraba hasta la médula de las personas y de los animales. Podían pasar horas sin que se divisara siquiera la silueta de una gaviota solitaria.
Pero no solo por esto la solitaria amazona llamó la atención del hombre que había en lo alto del acantilado; fue por el modo en que cabalgaba, a horcajadas, furiosa y arriesgadamente, en un torbellino de crines castañas y melena rubia, de falda oscura y ribete blanco de enaguas, levantando arena y espuma a su paso. Cuando vio que la mujer aminoraba paulatinamente la marcha, volvió grupas.
Aquiles
resollaba y se estremecía, y Helena no sabía si era su propia respiración o la del caballo, castrado, viejo y ya un poco duro de oído, la que resonaba en sus tímpanos. La salvaje galopada contra el viento afilado del norte que cortaba los acantilados le había arrancado lágrimas a las que siguieron otras que tenían su causa en los acontecimientos de aquella tarde y de días anteriores. Soltó las riendas para pasarse la mano por las mejillas ardientes y húmedas.
Aquiles
, contento, avanzó a un paso más sosegado y acabó deteniéndose para recuperar el aliento. Helena no se lo impidió. Con un gesto amargo en su rostro joven se quedó mirando fijamente el mar, cuyo rítmico ruido de fondo la acompañaba día y noche desde que había perdido su tierra griega nativa y, con ella, a su madre y a su padre, tal como ella lo había conocido.
En una sola noche de enero, terriblemente fría, todo había quedado destrozado. Arthur y Celia habían ido al teatro y luego a cenar. Como Celia se sintió ligeramente indispuesta, abandonaron el local antes del segundo plato y tomaron un simón en la calle Broadwick. Acababa de nevar y la nieve reciente se acumulaba en las cornisas como azúcar en polvo. Nada daba a entender que, debajo de aquella superficie sedosa, se hubiera formado una capa de hielo brillante. Celia resbaló en los escalones de la puerta de entrada y, aunque Arthur trató de pararla, cayó al suelo. Tras el susto parecía que lo peor había pasado ya, pero más tarde, en casa, cuando Margaret, el alma fiel que había acompañado a Celia desde su fuga de la prisión de oro de la casa de su padre hasta Grecia y luego de vuelta, la desvistió y arregló para pasar la noche, comenzaron las contracciones, cuatro semanas antes de tiempo.
Envolvieron a Helena apresuradamente en mantas y se la llevaron, asustada y soñolienta, a casa de la hermana de la cocinera, que estaba de servicio dos calles más allá, para que la pequeña no tuviera que escuchar los angustiosos gritos de su madre, que desgarraron hora tras hora el silencio nocturno de la casa. Al despuntar la mañana, de un color azul plateado sobre la ciudad cubierta con un manto de nieve, Arthur Lawrence era padre de un hijo varón... y viudo.
Tras la muerte de Celia, se vino abajo enseguida; bebía demasiado y comía demasiado poco; no se preocupaba ni del bebé, diminuto y gritón, ni de Helena, que había quedado conmocionada.
Nada parecía afectarle ya. Solo lo arrancaron de su letargo los amigos, insistiendo en que volviera a casarse, al menos por los niños. En el plazo de una semana encontró inquilino para la casa, prendió fuego a las telas, los pinceles y las pinturas, empaquetó los bienes personales indispensables y se marcharon de Londres.
Viajaron hacia el oeste, hacia Cornualles, de donde era natural Margaret. La casa ladeada de piedra tosca, apartada de las pequeñas localidades costeras de Boscastle y Padstow, se convirtió en su nuevo hogar. Mientras Margaret se ocupaba de los dos niños, Arthur se sumergió en los clásicos de la Antigüedad buscando febrilmente consuelo para su dolor, huyendo de un mundo que se había vuelto insoportable para él.
Aquel cuadro, algunas alhajas de coral y cuentas de cristal veneciano y los imprecisos recuerdos de las caricias de Celia, que olía a lavanda y azahar, eran cuanto le había quedado a Helena de su madre. Pero por lo menos había podido conservar intactos esos recuerdos, no habían sido destruidos de una manera tan cruel como lo habían sido los de su padre, de ese padre tan distinto en otro tiempo. Con el paso del tiempo, a Helena le había ido costando cada vez más acordarse del padre que había tenido: de cómo se situaba frente al caballete, bajo el sol del sur, y, con movimientos unas veces enérgicos y otras delicados, pintaba aquellas maravillosas imágenes sobre el lienzo, tan hermosas que ella contenía el aliento para no perturbar la magia de aquellos momentos; de cómo bromeaba con ella jugando con las olas, alzándola hacia el sol hasta que casi podía tocarlo. Ese padre había dejado de existir de un día para otro; una fuerza inexplicable lo había arrancado de ella junto con Celia y le había devuelto a un hombre apesadumbrado, prematuramente envejecido y acompañado permanentemente por el olor empalagoso del alcohol, que iba embotando paulatinamente sus sentidos. Helena lo había odiado por no manifestarle otra cosa que indiferencia. Con frecuencia sacudía la casa hasta los cimientos vociferando y dando portazos; acto seguido ponía las manos, avergonzado, en la cabeza de sus hijos y los transportaba a un estado de dudosa felicidad. A ese hombre le habían dado sepultura el día anterior, allí, en la pedregosa tierra estéril de Cornualles, y Helena no sabía si debía afligirse o sentir alivio.
La amargura se apoderaba de ella cuando pensaba en la pobreza en la que habían estado viviendo, una pobreza que los marginaba incluso en aquella comarca tan austera, mientras su padre invertía cientos de libras a fondo perdido en proyectos intelectuales que eran como castillos en el aire, dejándolos a los dos al borde del abismo. El miedo por su futuro y por el de Jason le oprimía la garganta, y la impotencia la embargaba en contra de su voluntad.
Se consolaba con el hecho de que únicamente
Aquiles
, el mar y el viento sabían de sus lágrimas y no la delatarían.
—Es usted una amazona digna de admiración.
Gritó cuando
Aquiles
, asustado, se encabritó. Perdió momentáneamente el equilibrio y estuvo a punto de caerse de la silla, pero se agarró de nuevo rápidamente y permitió que el caballo diera algunos pasos torpes antes de frenarlo y volver grupas con un tirón enérgico de las riendas; notó la espuma que le salpicaba los cuartos traseros temblorosos.
—¿Está usted loco? —le gritó al jinete forastero que había surgido de la nada detrás de ella—. ¿Cómo diablos se le ocurre acercarse con tanto sigilo? —Con un gesto de rabia, se apartó el pelo de la cara, que le había caído sobre los ojos impidiéndole la visión.
En un primer momento creyó tener delante un centauro. Apenas se distinguía dónde acababa el cuerpo del caballo y empezaba la figura del jinete, embutido en un abrigo oscuro. El viento le alborotaba el cabello, a su parecer demasiado largo; el rostro, de rasgos marcadamente sureños, con un bigote espeso, la tez negra como la noche y como la piel brillante de su semental, al que
Aquiles
examinaba inmóvil y con los ollares dilatados. A Helena le vino a la mente el recuerdo de los innumerables cuervos y cornejas que se posaban en los árboles raquíticos para luego levantar el vuelo con un ronco graznido que parecía decir: «¡Ten cuidado! ¡Ten cuidado!», provocando un escalofrío en la espalda de cualquiera. El jinete realizó una ligera reverencia en su silla de montar.
—Le ruego que me disculpe, señorita. No era mi intención asustarla a usted ni a su caballo ni exponerla a ningún peligro. —Su voz era grave, con un acento apenas perceptible, como si hubiera pasado muchos años en el extranjero—. Pensé que podría servirle quizá de ayuda. —Le tendió un pañuelo doblado con gesto más de invitación que de compasión.
A Helena se le agolpó la sangre en el rostro. Estaba molesta por el hecho de que un forastero la hubiera visto llorar, vulnerable y débil. Con un gesto enérgico se retiró el pelo que el viento seguía empujando hacia su cara con expresión orgullosa.
—¡Muchas gracias —replicó con desdén—, pero no es necesario!
—Como quiera —contestó él, risueño, guardándose el pañuelo. Con gesto indolente se apoyó en el borrén de la silla de montar y escudriñó a Helena, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo. Ella se sintió incómoda bajo su mirada impertinente, casi dictaminadora. De entrada se había percatado de que el forastero vestía con elegancia, a la moda, con prendas de buen corte y tejidos caros.
Ella no se había preocupado jamás por su aspecto. La ropa tenía que ser práctica y no apretar en exceso; un pequeño roto de más o de menos, unas botas de montar sucias o unas salpicaduras de barro en el dobladillo de sus faldas eran cosas que nunca le habían quitado el sueño. Sin embargo, en aquel momento se vio con otros ojos. El vestido de luto, confeccionado con crespón de lana y que había pertenecido antes a una prima de Margaret, con aquel amplio faldón completamente pasado de moda, demasiado corto de mangas; el pelo indómito y desgreñado; las manos enrojecidas y agrietadas con las que agarraba la fusta y las riendas... Sintió el deseo punzante de poder causar mejor impresión. Avergonzada, apartó la mirada y se pasó disimuladamente el dorso de la mano por las mejillas húmedas.
—Verdaderamente digna de admiración —dijo el forastero, resumiendo finalmente el resultado de su observación.
Helena levantó la vista. En sus ojos negros había un destello de jactancia burlona que tiñó su rostro de persona acostumbrada al tedio de una vida segura en lo material y que ahora tenía la posibilidad de echar un vistazo a un escenario con los colores apagados de la pobreza. La cólera y el pudor intensificaron la rojez en las mejillas de Helena, que replicó con un lóbrego gesto a la mirada de él. Su boca, debajo del bigote, se arqueó en una sonrisa, graciosa y burlona a partes iguales.
—Estaba seguro de haber contemplado el rostro de todas las bellezas de este páramo, pero por lo que parece usted se ha mantenido todo este tiempo oculta a mis ojos.
Le vinieron a la mente las advertencias de Margaret, que había intentando inútilmente disuadir a Helena de pasear a caballo por la playa desierta hablándole de hombres inmorales que acechaban a muchachas jóvenes como ella para ocasionarles un sufrimiento indecible. Hasta entonces se había reído despreocupadamente de aquella advertencias. Sin moverse, como si existiera una conexión telepática entre él y su caballo, el forastero dio un paso hacia Helena. Estaba tan cerca que percibía el olor del caballo negro, y
Aquiles
, paralizado por el temor, hundió los cascos en la arena. Levantó instintivamente la fusta con intención de golpear, y apenas pudo reprimir un grito de dolor cuando el forastero, respondiendo a su movimiento, la agarró de la muñeca, tan rápido que dio la sensación de no haberse movido en absoluto, y con tanta fuerza que ella estuvo a punto de caer de su silla de montar.
—Cuidado, señorita —dijo con frialdad—, ya tengo una cicatriz en la cara... No necesito ninguna más.
Fue entonces cuando Helena se percató de la cicatriz que recorría transversalmente su mejilla izquierda. Volvieron a subírsele los colores y se sintió avergonzada y confusa, insegura de cómo reaccionar.
—Puede estar tranquila —prosiguió él en tono sosegado pero sin aflojar la presión de sus dedos—. No tengo la más mínima intención de violentarla. Hasta hoy no he necesitado cometer una acción tan insensata y, con toda seguridad, tampoco la cometeré ahora. Aunque bien mirado... —La repasó con descaro de pies a cabeza—. Tal vez merezca la pena que me lo plantee...
Volvió a mirarla a los ojos y su sonrisa burlona se hizo más profunda. Hechizada, Helena se quedó mirándolo fijamente a los ojos, que parecían atraer los suyos como la resaca marina, y se sintió resbalar de lado en su montura. Sentía calor y, al mismo tiempo, tenía la carne de gallina. Un extraño sentimiento inexplicable le contrajo el estómago y la invadió. El pulso se le desbocó, respiraba aceleradamente. Entonces vio las chispitas en aquellos ojos, la elevación de la comisura de sus labios, y se dio cuenta de que él sabía perfectamente lo que le estaba sucediendo y que estaba disfrutando de ese momento.
Con un ardiente arrebato de cólera volvió a erguirse, trató de zafarse de él y le devolvió impertérrita la mirada.
—¡Suélteme ahora mismo! —exigió en voz baja pero con decisión, y añadió con la voz ronca—: ¡Usted, vanidoso petimetre... Es usted un esnob!
Una amplia sonrisa iluminó el rostro, tan impertinente como encantador, del hombre. Helena esperó conteniendo el aliento una réplica o incluso cierta violencia por su parte, pero le soltó la muñeca con la misma celeridad con que se la había agarrado. Los dedos le dejaron unas marcas rojas en la piel.
Levantó la barbilla en actitud retadora y tiró de las riendas de
Aquiles
para alejarse del forastero, quien, con naturalidad, hizo avanzar a su semental y le cortó el paso. Helena tragó saliva, esforzándose por que no se le notara la inseguridad, sí, el miedo. Presentía que no la dejaría marcharse tan fácilmente. Poco importaba si trataba de ir directamente hacia la cuesta empinada del acantilado o si seguía el contorno de la playa; él sería siempre un poco más rápido, lo sabía, tan seguro como que estaba ahora montado en su caballo. Sus ojos refulgían con un aire divertido, y Helena comprendió que estaba jugando con ella, consciente de su superioridad.