Ella lo observó entonces furtivamente por encima del borde de su taza. Con qué familiaridad estaban sentados allí los dos... Richard tenía una discreta buena planta, con su caro traje de corte perfecto y la corbata a juego. ¿Cómo sería la vida tomando el desayuno cada mañana uno frente al otro? Agradable, tranquila, como nunca había sido con Ian. La asustó no sentir nada imaginándoselo salvo un raro vacío opresor. Volvió a bajar los ojos rápidamente, confusa por sus sensaciones y sus pensamientos extraños.
Cuando ya estaba picando las últimas migas de su plato, el crujido del periódico le hizo levantar la mirada. Richard lo estaba doblando ceremoniosamente y lo dejó.
—Me permití cogerte eso —señaló hacia la repisa de la chimenea, donde estaba el cañón plateado del revólver—. Cuando te quedaste dormida. —La miró escrutador—. No quiero ni imaginarme la vida que has debido llevar para haber tenido que procurarte un objeto como ese.
Helena levantó una mano en señal de protesta, quería objetar. «No, no es lo que estás pensando», pero una voz interior le susurró: «Ian es un asesino, Helena... un asesino...», y dejó caer nuevamente la mano sin decir nada.
—No conozco a tu... No conozco al señor Neville. Pero, por lo que he oído decir, parece que es... digamos que es una persona difícil.
Con gesto meditabundo, Helena desplazaba de un lado a otro de la mesa unas migas dispersas con la punta de los dedos.
—Hasta ayer mismo ni yo sabía cuánto —murmuró.
Richard la miró a la cara, muy seria.
—Nadie puede obligarte a permanecer casada con él. Por suerte no vivimos en el siglo pasado; te puedes divorciar si quieres. No resulta fácil y, si no procede uno con astucia, puede significar la muerte en sociedad. Pero es posible. —Hizo una pequeña pausa, y Helena vio en su cara cómo se esforzaba en ponderar sus palabras—. Yo te ayudaría con mucho gusto, si así lo deseas. Conozco a buenos abogados, y con todo lo que te ha hecho él, seguramente existen muchas opciones para conseguir el divorcio. Pero te voy a ser sincero: en ese asunto no me hallo exento de esperanza. —Se quedó atascado, se pasó la mano por el pelo, nervioso—. Tengo la esperanza de que quieras iniciar una nueva vida conmigo. —Helena se disponía a replicar y él le hizo un gesto tranquilizador—. Sigue intacta mi oferta de ayudarte. No voy a poner ninguna condición, Helena. —Su mirada se dulcificó—. Pero esto es lo que yo quiero por encima de todo. Yo... lo que deseo es que seas mi mujer.
¿Por qué parecía que con Richard las cosas eran como Helena había creído siempre que tenían que ser? Sus palabras, su comportamiento con ella... Con él todo parecía sencillo, sin coacciones, sin resistencias.
—Y lo que más deseo es que confíes en mí —penetró la voz de él en sus pensamientos—. Pero la confianza requiere sinceridad y... y hay algo que no te he dicho. —Se miró las manos juntas—. No me resulta nada fácil hablar de este asunto porque todavía no se lo he contado a nadie. Pero no puedo permitir que tomes una decisión sin conocer antes la verdad.
Helena tragó saliva. Quería interrumpirle, no quería escuchar más historias del pasado, no allí, no en aquel momento. Sin embargo, como si estuviera hechizada, no fue capaz de pronunciar palabra y se lo quedó mirando como paralizada en el sillón. Se sentía obligada a escucharle contra su propia voluntad.
Él se levantó sin mirarla, se fue al otro extremo del cuarto y se sirvió media copa de un licor ámbar. Con la copa en la mano se acercó a la chimenea y se quedó mirando fijamente las llamas. Se apresuró a beber un trago, a continuación la miró brevemente y habló con una voz ronca, en un tono que no le había escuchado hasta entonces, temeroso y distante a la vez, con un deje metálico.
—Yo fui otra persona en otro tiempo, tuve otra vida. Aquí, en la India.
Se volvió de nuevo a mirar el fuego crepitante, apoyó una mano en la repisa de la chimenea y prosiguió con un hilo de voz.
—Nací en una pequeña aldea de Gales. En mi partida de nacimiento consta el nombre de Richard James Deacon, apodado Dick. Como tantos otros, yo también soñaba con el gran mundo, con la fama y el honor, y me alisté en el Ejército. Era un muchacho muy joven cuando llegué a la India, a la gloriosa India, la joya de la Corona británica... ¡Dios mío, qué ingenuo era! —Se rio con amargura, sacudió la cabeza y bebió un trago largo de su copa—. Me gustaba el Ejército, me gustaba la vida que llevaba en él, el compañerismo. Incluso me gustaban la India y sus gentes.
Pero el 12 de mayo de 1857 cambió todo cuando él y los demás soldados de su compañía en Calcuta se enteraron del comienzo de la rebelión en Meerut y del asalto a Delhi. Les costó desarmar y tener que estar vigilando con mil ojos a los cipayos, a quienes les unía algo parecido a una amistad. Esa noche se abrió entre ellos una fosa de desconfianza y comenzó una espera temerosa, con la esperanza de que los levantamientos fueran una excepción, un foco muy localizado. Esa esperanza resultó ser vana.
Le llegó el turno a Kanpur, la ciudad cuyo nombre se convertiría en símbolo de la crueldad de los rebeldes. Kanpur, la plaza militar en la que habían buscado refugio cientos de personas de los alrededores e incluso de Delhi, situada a casi cuatrocientos cincuenta kilómetros, estaba sitiada por los sublevados y había en ella violentos combates. Finalmente, al cabo de varias semanas, el general Hugh Wheeler, comandante de la plaza, pudo negociar un salvoconducto para los ingleses encerrados allí de Nana Sahib, el soberano de Bhithur, a cuyo mando supremo se habían acogido los amotinados. Cuando aquellas mil almas, un tercio de ellas mujeres y niños, subieron a las barcas que debían llevarlos Ganges abajo hasta Allahabad, fueron abatidos a tiros en una emboscada por orden de Nana Sahib; muchos de ellos perecieron ahogados. Unos pocos lograron escapar por los pelos. Los últimos supervivientes, apenas doscientos, entre ellos ciento veinticinco mujeres y niños, fueron encarcelados en el Bibighar, aquel bungalow en el que en su día, en una época diferente al parecer, un oficial británico había alojado a su amante hindú. Entre burlas y vejaciones, las mujeres fueron obligadas a moler con las manos el grano para sus guardianes hindúes. La disentería y el cólera se propagaron en aquel infierno que duró dos semanas, cobrándose muchas víctimas, igual que el calor insoportable. En la noche del 15 de julio, Nana Sahib hizo que un grupo de carniceros del lugar matara a todos los prisioneros. No sobrevivió nadie.
—Un día más tarde, llegamos a Kanpur bajo las órdenes del general Havelock. Nana Sahib debió de enterarse de que nos aproximábamos y que haríamos todo lo posible para liberar a los prisioneros de Bibighar. —Se volvió a mirar a Helena y vio una expresión salvaje en sus ojos—. Yo estuve allí, Helena. Yo lo vi. Todos aquellos... —Hizo un gesto abarcador con las manos, un gesto de impotencia—. Aquellos cadáveres o lo que quedaba de ellos; las mujeres ultrajadas y los niños muertos en los
ghats
. Una cosa así no se olvida nunca. —Dejó la copa vacía en la repisa y se quedó mirando las llamas—. No lo he olvidado, ni lo olvidaré nunca. —Hizo una breve pausa y tragó saliva varias veces con esfuerzo—. Estábamos llenos de rabia, llenos de odio, y cuando uno de los nuestros parecía que se reblandecía, los demás le gritábamos: «Piensa en Kanpur, piensa en el 15 de julio», y continuábamos deteniendo, ahorcando, fusilando, saqueando. Ninguno de los implicados en la matanza debía quedar impune. —Agarró la copa y cruzó la habitación para llenársela de nuevo—. Un nombre salía siempre a relucir, un nombre hindú, pero a todos aquellos a quienes preguntábamos nos juraban que era uno de los nuestros. Al principio pensamos que era mentira, una argucia o un error. Pero las acusaciones se repetían obstinadamente y, cuando la situación se tranquilizó en el país, un destacamento de mi regimiento fue enviado tras la pista de ese hombre. Éramos ocho hombres y el coronel. Estuvimos casi un año recorriendo la India de parte a parte. En un par de ocasiones se nos escapó por los pelos. Por fin dimos con él en el desierto, en una zona despoblada de Rajputana. ¡Dios sabe lo que se le habría perdido justamente allí! —Richard se rio, pero su risa sonó amarga. Tomó un trago largo, como si tuviera que empujar abajo un sabor asqueroso—. Era un hombre flaco de aspecto muy descuidado, al límite de sus fuerzas, pero su espíritu y su voluntad eran inquebrantables. Intentamos sonsacarle por todos los medios su verdadero nombre, su procedencia, su regimiento. Voy a ahorrarte los detalles de cómo lo intentamos. No fue nada agradable. ¡Pero lo odiábamos tanto, teníamos la confirmación por tantas fuentes diversas de que él era la mano derecha militar de Nana Sahib, de que estaba más que implicado en los asesinatos de Ghat y Bibighar! Además, ¡él lo admitió abiertamente! Yo fui el último que intentó una vez más sacarle su verdadera identidad. —Richard vació la copa de un trago—. Tal vez porque ya no le quedaban fuerzas después de lo que le habíamos hecho, o porque sabía que de todas maneras estaba llegando el final de sus días, el caso es que me habló de su esposa muerta, una hindú. Afirmó que era una princesa. No sé si era verdad o no. Me enseñó incluso una foto suya y de sus hijos. Era muy bella. Había muerto en Delhi, y todo lo que él había hecho tenía como finalidad vengarla. Puede parecer raro, pero le comprendí bien, porque ¿qué estábamos haciendo nosotros sino vengar a nuestras mujeres y a nuestros hijos? De un modo extraño llegó a gustarme ese hombre. Estábamos en bandos distintos, pero en otra época, en otro lugar, habríamos podido llegar a ser amigos.
Richard se quedó mirando un buen rato fijamente un punto inconcreto de la habitación, luego se aflojó la corbata y se desabotonó los primeros botones de la camisa.
—Lo ahorcamos allí mismo y lo enterramos. —Hizo una mueca—. Por haber ejecutado con éxito las órdenes recibidas me dieron incluso una medalla al mérito militar. La tiré cuando poco después me di de baja del Ejército. No quería tener nada más que ver con aquello. Solo quería marcharme lo más lejos posible, y emigré a Estados Unidos, comencé allí de nuevo desde cero. Pero fíjate qué ironía: el país en el que esperaba encontrar la paz estaba a punto de iniciar una sangrienta guerra poco tiempo después. Escapé de la Costa Este justo a tiempo. Me instalé en California y adopté el apellido de un muerto que se llamaba igual que yo, Richard, como si eso fuera un guiño del destino. Primero usé documentación falsa y posteriormente documentación legal. Nunca tuve remordimientos por ese hecho. Richard Deacon murió efectivamente en la guerra, en suelo hindú. Siendo Richard Carter he conseguido construirme una nueva vida, con éxito, tal como ya sabes. —Se esforzó por sonreír, pero no lo consiguió—. No obstante... —bajó la vista toqueteándose torpemente el cuello—, no puedo olvidar nada. —Se sacó el colgante que llevaba, se lo puso a Helena en la mano y se la mantuvo apretada mientras añadía en voz baja—: Solo espero que no pienses demasiado mal acerca de mí. Lamento profundamente todo lo sucedido, pero no puedo deshacerlo. —Soltó la mano que mantenía apretada fuertemente en torno al colgante, como si temiera que pudiera escurrírsele entre los dedos—. Caprichos del destino, me encontré en mi hotel de Calcuta hace algunos meses con uno de mis antiguos compañeros de aquellos días y me contó una historia disparatada sobre una maldición que pesa sobre nosotros desde la ejecución de aquel traidor. Es cierto. Nos maldijo antes de morir, pero yo no creo en maldiciones. Sin embargo, he realizado mis pesquisas y, efectivamente, todos hemos tenido un destino desgraciado. Todos, excepto yo. Al parecer, alguien está vengándose tardíamente en favor de un traidor. Creo que deberías estar también al corriente de esto. —Titubeó un instante y a continuación señaló el colgante que ella seguía teniendo en la mano—. Eso me lo regaló Kala Nandi antes de su ejecución, y desde entonces lo he llevado puesto. Quizá sea eso lo que me ha protegido todo este tiempo. —Inspiró profundamente y le hizo una seña breve con la cabeza—. Si me buscas, estoy abajo, en el bar. —Rozó ligeramente su hombro al pasar, luego cerró la puerta y Helena se quedó a solas.
Conmocionada, Helena se quedó mirando su puño fijamente, en silencio y sin moverse; tuvo que hacer un esfuerzo para abrir los dedos. El medallón se abrió como si tuviera un resorte y las lágrimas afloraron a sus ojos. En la parte izquierda se veía el rostro de una mujer joven y hermosa, de piel casi blanca y grandes ojos negros: el mismo rostro que vio en su día en la torre prohibida de Surya Mahal. Llena de amor parecía mirar esa joven mujer al mismo tiempo al observador y a los dos niños de la parte derecha del medallón: una niña pequeña calcada a su madre pero con la piel mucho más blanca, de cabello y ojos castaños, y un chico algo mayor. Era Ian. Sus rasgos faciales, sus ojos, los mismos ojos que su madre, que Mohan Tajid; Rajiv antes de volverse un camaleón, antes de que lo trataran como a un bastardo. Dio la vuelta al medallón y pasó el dedo con ternura por las tres letras mayúsculas entrelazadas grabadas en la tapa: «RAS», de Rajiv, Ameera y Sitara.
Ras
o
rasa
podía significar «médula» en hindustaní, dependiendo del dialecto y del contexto: lo mejor de algo, belleza, amor, pero también veneno. De esta raíz se derivaba
rasendra
, la piedra legendaria de los sabios, de la que los alquimistas creían que podía transformar en oro cualquier metal.
«Como si contuviera su corazón que amenazaba con quebrarse», había dicho Mohan Tajid sobre Winston, y Helena comprendió por qué en aquel momento, en aquel día de mayo de hacía veinte años, Winston se había convertido en Kala Nandi. No había ninguna justificación para todas las crueldades que había cometido y de las cuales se reconoció culpable y por las cuales acabó muriendo, pero Helena comprendió que ese medallón contenía en efecto el corazón de Winston, lo mejor de todo aquello que había sido importante en su vida y que se había convertido en un veneno mortal al quebrarse su corazón en aquel instante, con la onda expansiva de la explosión.