Me costó un buen rato encontrar el sótano. Llevaba una linterna, pero las pilas estaban casi agotadas y a los dos minutos empezó a parpadear hasta apagarse, dejándome en la más completa oscuridad, mientras me movía a tientas como un topo. Cuando encontré los escalones, empecé a bajar sin pensármelo dos veces y así no darle tiempo al miedo.
Cuanto más descendía, más aumentaba la claridad, hasta que llegué abajo y vi cinco grandes cirios encendidos. Eso me sorprendió —¿acaso no se suponía que los vampiros le tenían pavor al fuego?—, pero también me alegró.
Míster Crepsley me esperaba en el otro extremo del sótano. Estaba sentado frente a una mesita jugando un solitario.
—Buenos días, señor Shan –dijo sin levantar la vista.
Me aclaré la garganta antes de replicar.
—No es por la mañana –dije—. Estamos en mitad de la noche.
—Para mí es por la mañana –dijo; luego alzó la mirada y sonrió.
Sus dientes eran largos y afilados. Nunca había estado tan cerca de él como entonces, y había albergado la esperanza de descubrir todo tipo de detalles –dientes rojos, orejas largas, ojos sesgados—, pero tenía el mismo aspecto que cualquier otro ser humano, aunque tremendamente feo.
—Me estaba esperando, ¿no? –pregunté.
—Sí –asintió.
—¿Cuánto tiempo tardó en descubrir dónde estaba Madam Octa?
—La encontré la misma noche en que la robaste –dijo.
—¿Y entonces por qué no se la llevó?
Se encogió de hombros.
—Iba a hacerlo, pero me dio por pensar en qué clase de chico se atrevería a robarle a un vampiro, y decidí que quizás más adelante pudieras serme útil.
—¿Para qué? –pregunté, intentando disimular que me temblaban las rodillas.
—Ésa es la cuestión, ¿para qué? –replicó burlonamente.
Chascó los dedos y las cartas que había sobre la mesa se apilaron y metieron en su caja por sí solas. Él las dejó a un lado e hizo crujir los nudillos.
—Dime, Darren Shan, ¿para qué has venido? ¿Para volverme a robar? ¿Todavía deseas poseer a Madam Octa?
Negué con la cabeza.
—¡No quiero volver a ver a ese monstruo jamás! –bufé.
Se echó a reír.
—Pobrecita, se va a poner muy triste si oye esas palabras.
—No se burle de mí –le advertí—. No me gusta que me tomen el pelo.
—¿Ah, no? –preguntó— ¿Y qué piensas hacer si continúo?
Saqué el crucifijo y la botella de agua bendita y los alcé en el aire.
—¡Le atacaré con esto! –bramé, esperando que él cayera hacia atrás paralizado de miedo.
Pero no fue así. En lugar de eso, sonrió, volvió a chascar los dedos y, de repente, el crucifijo y la botella de plástico habían desaparecido de mis manos. Estaban en las suyas.
Observó detenidamente el crucifijo, soltó una risita y lo arrugó como si fuera de papel de aluminio hasta convertirlo en una pelotita. Luego destapó la botella de agua bendita y se la bebió de un trago.
—¿Sabes lo que más me gusta? –preguntó— Me encanta la gente que ve montones de películas de terror y lee libros de miedo. Porque se creen lo que leen y oyen, y aparecen cargando cosas estúpidas, como crucifijos y agua bendita en lugar de traer armas capaces de hacer daño de verdad, como pistolas o granadas de mano.
—¿Quiere decir que... los crucifijos... no le hacen ningún daño? –balbuceé.
—¿Y por qué iban a hacérmelo? –preguntó.
—Porque usted es... el mal –dije.
—¿Ah, sí? No deberías creer todo lo que te dicen. Es cierto que nuestros gustos son un tanto exóticos. Pero que nos guste beber sangre no significa que seamos malvados. ¿Acaso los murciélagos vampiro son malvados cuando le chupan la sangre a las vacas y los caballos?
—No –dije—. Pero eso es distinto. Son animales.
—También los humanos son animales –me dijo—. Si un vampiro mata a un ser humano, entonces sí es la personificación del mal. Pero el que se limita a chupar un poco de sangre para llenar su pobre estómago hambriento... ¿Qué tiene eso de malo?
No encontré respuesta. Me sentía aturdido y ya no sabía en qué creer. Estaba a su merced, solo e indefenso.
—Ya veo que no estás de humor para disquisiciones filosóficas –dijo—. Muy bien. Reservaremos las discusiones para otro momento. Pero dime, Darren Shan, si no se trata de mi araña, ¿qué es lo que quieres?
—Le picó a Steve Leonard –le dije.
—Al que todos conocen por Steve Leopard –dijo él, asintiendo—. Un asunto feo. En cualquier caso, los chicos pequeños que juegan con cosas que no entienden, difícilmente pueden quejarse si luego...
—¡Quiero que usted le ayude! –le interrumpí, gritando.
—¿Yo? –preguntó, haciéndose el sorprendido— Pero si yo no soy médico. No soy un especialista. No soy más que un artista de circo. Un freak. ¿Recuerdas?
—No –dije—. Usted es más que eso. Sé que usted puede salvarle. Sé que tiene poder suficiente para hacerlo.
—Es posible –dijo—. La picadura de Madam Octa es mortal, pero siempre hay un antídoto para cada veneno. Quizá yo tenga la cura. Quizá tenga un frasco de suero capaz de hacer que tu amigo recupere sus funciones vitales.
—¡Sí! –grité lleno de júbilo— ¡Lo sabía! ¡Lo sabía! ¡Lo...!
—Pero puede que sea un frasco pequeño –dijo míster Crepsley, levantando un largo y huesudo dedo para hacerme callar—. Puede que sólo tenga una pequeña cantidad de suero. Quizá sea un líquido precioso. Quizá quiera guardarlo para una auténtica emergencia, por si acaso Madam Octa me pica alguna vez a mí. Puede que no quiera malgastarlo con un crío.
—No –dije en voz baja—. Tiene que dármelo. Tiene que utilizarlo con Steve. Se está muriendo. No puede permitir que muera.
—Pues claro que puedo –rió míster Crepsley—. ¿Qué tengo yo que ver con tu amigo? Ya oíste lo que dijo la noche que estuvo aquí: ¡dijo que cuando fuera mayor se haría cazador de vampiros!
—No hablaba en serio –balbuceé—. Sólo lo dijo porque estaba enfadado.
—Quizá –musitó míster Crepsley, acariciándose la barbilla y la cicatriz, pensativo—. Pero te lo volveré a preguntar: ¿por qué razón tendría yo que salvar a Steve Leopard? Pagué muy caro el suero y no puedo reponerlo.
—¡Pagaré por él lo que me pida! –grité.
Y al parecer, eso era lo que había estado esperando oír. Se lo noté en los ojos, en la forma en que los entornó, en cómo se encorvó hacia delante, sonriendo. Por eso no había querido recuperar a Madam Octa aquella primera noche. Por eso no había abandonado la ciudad.
—¿Pagar? –preguntó maliciosamente— Pero si no eres más que un crío. Es imposible que tengas suficiente dinero para comprar el remedio.
—Le pagaré poco a poco –prometí—. Cada semana durante cincuenta años, o el tiempo que usted me diga. Cuando sea mayor tendré trabajo, y le entregaré todo mi dinero. Se lo juro.
Negó con la cabeza.
—No –dijo suavemente—. Tu dinero no me interesa.
—¿Y qué es lo que le interesa? –pregunté en voz baja— Estoy seguro de que tiene un precio. Por eso me ha estado esperando, ¿no es cierto?
—Eres un jovencito muy inteligente –dijo—. Lo supe en cuanto me desperté y vi tu nota en lugar de la araña. Me dije a mí mismo: “Larten, este chico es de lo más notable, un auténtico prodigio. Llegará lejos.”
—Ahórrese toda esa mierda y dígame cuánto quiere –bufé.
Se echó a reír groseramente, luego se puso serio.
—¿Recuerdas de qué hablamos Steve Leopard y yo? –preguntó.
—Naturalmente –repliqué—. Él quería convertirse en vampiro. Usted le dijo que era demasiado joven, así que él le propuso convertirse en su aprendiz. A usted en principio le pareció bien, pero luego descubrió que era una persona malvada y se negó.
—Más o menos –convino—. Excepto, acuérdate, que no me entusiasmaba la idea de tener un ayudante. Pueden resultar útiles, pero también ser una carga.
—¿A dónde quiere llegar? –pregunté.
—Lo he pensado mejor desde entonces –dijo—. He decidido que no es tan mala idea después de todo, especialmente ahora que me he desvinculado del Cirque du Freak y tendré que arreglármelas por mi cuenta. Un aprendiz de vampiro podría ser justo lo que me recomendaría el médico hechicero.
Sonrió por el pequeño chiste que acababa de hacer.
Yo fruncí el ceño.
—¿Quiere decir que ahora sí permitiría que Steve se convirtiera en su ayudante?
—¡Por todos los cielos, no! –gritó— ¿Aquel monstruo? No quiero ni imaginar las atrocidades que cometería cuando fuera adulto. No, Darren Shan, no quiero que Steve Leopard sea mi asistente.
Me señaló con su largo y huesudo dedo una vez más, y supe lo que iba a decir unos instantes antes de que lo dijera.
—¡Me quiere a mí! –susurré, adelantándome a sus palabras.
Y su oscura, siniestra sonrisa me indicó que había dado en el clavo.
—¡Está loco! –grité, tambaleándome hacia atrás— ¡De ninguna manera me convertiré en su ayudante, aprendiz o lo que sea! ¡Debe de estar loco para haber pensado una cosa así!
Míster Crepsley se encogió de hombros.
—Entonces, Steve Leopard morirá –dijo, simplemente.
Dejé de retroceder.
—Por favor –supliqué —, tiene que haber alguna otra manera.
—Esto no admite discusión –dijo—. Si quieres salvar la vida de tu amigo, tendrás que unirte a mí. Si te niegas, no tenemos nada más que hablar.
—¿Y si yo...?
—¡No me hagas perder más tiempo! –gritó, dando un golpe sobre la mesa—. Llevo dos semanas viviendo en este sucio agujero lleno de pulgas, cucarachas y piojos. Si no te interesa mi oferta, dilo y márchate. Pero no me hagas perder el tiempo con otras posibilidades, porque no las hay.
Asentí lentamente y me acerqué un poco más a él.
—Cuénteme más detalles de lo que supone ser un aprendiz de vampiro –dije.
Él sonrió.
—Serás mi compañero de viaje –me explicó—. Viajarás conmigo por todo el mundo. Serás mis ojos y mis manos durante el día. Vigilarás mientras yo duerma. Buscarás alimento para mí cuando escasee. Me llevarás la ropa a la lavandería. Lustrarás mis zapatos. Cuidarás de Madam Octa. En pocas palabras, te ocuparás de todas mis necesidades. A cambio, yo te introduciré en los hábitos de los vampiros.
—¿Tengo que convertirme obligatoriamente en vampiro? –pregunté.
—En su día –respondió—. Al principio sólo tendrás parte de los poderes de los vampiros. Te convertiré en un “vampiro a medias”. Eso significa que podrás moverte libremente durante el día. No necesitarás mucha sangre para mantenerte. Disfrutarás de ciertos poderes, pero no de todos. Y envejecerás a un ritmo una quinta parte más lento que la media, en lugar de una décima parte como los vampiros completos.
—¿Y qué significa eso? –pregunté, confuso.
—Los vampiros no vivimos eternamente –explicó—, pero somos mucho más longevos que los humanos. Envejecemos diez veces más lentamente de lo habitual. Es decir, cada diez años envejecemos uno. Siendo sólo medio vampiro, envejecerás un año de cada cinco.
—¿Quiere decir que por cada cinco años que pasen yo sólo creceré uno? –pregunté.
—Exacto.
—No sé –murmuré—. Me suena peligroso.
—Tú decides –dijo—. No puedo obligarte a ser mi asistente. Si decides que no quieres hacerlo, eres libre de irte.
—¡Pero si me niego, Steve morirá! –chillé.
—Sí –confirmó—. Se trata de tu compromiso como ayudante contra su vida.
—Casi no me deja elección –protesté.
—No –convino—, no tienes mucho donde elegir. Pero es la única oferta posible. ¿Aceptas?
Me paré a pensarlo. Quería decir que no, escapar de allí para no volver nunca. Pero sí hacía eso, Steve moriría. ¿Era su vida lo bastante valiosa como para hacer un trato como aquél? ¿Me sentía yo lo bastante culpable como para ofrecer mi vida a cambio de la suya? La respuesta era...
Sí.
—De acuerdo –suspiré—. No me gusta la idea, pero estoy atado de pies y manos. Sólo quiero que sepa una cosa: si alguna vez tengo ocasión de traicionarle, lo haré. Si surge la oportunidad de vengarme, no la dejaré pasar. Nunca podrá confiar en mí.
—Muy bien –dijo.
—Hablo en serio –le advertí.
—Lo sé –dijo él—. Por eso te quiero a ti. El ayudante de un vampiro debe tener temple. Precisamente tu espíritu combativo fue lo que me hizo elegirte. Será peligroso tenerte cerca, no me cabe duda, pero tampoco me cabe duda de que en una pelea serías un buen aliado.
Respiré hondo.
—¿Cómo lo hacemos? –pregunté.
Se puso en pie y apartó la mesa a un lado. Se me fue acercando hasta detenerse a un medio metro de distancia. Parecía tan alto como un edificio. Emanaba un repugnante olor que yo no había notado hasta entonces. El olor de la sangre.
Alzó la mano derecha y me mostró el dorso. No tenía las uñas exageradamente largas, pero parecían afiladas. Levantó la mano izquierda y presionó sobre las carnosas yemas de los dedos con las uñas de la derecha. Luego marcó los dedos de la mano derecha de la misma forma que lo había hecho con la izquierda. No pudo reprimir una mueca de dolor.
—Levanta las manos –gruñó. Yo estaba observando fascinado la sangre que goteaba de sus dedos y no obedecí su orden—. ¡Ahora! –gritó, agarrándome las manos y levantándomelas de un tirón.
Hundió las uñas en las tiernas yemas de mis dedos, las diez al mismo tiempo. Grité de dolor y caí hacia atrás, apretando la manos contra los costados, frotándomelas contra la chaqueta.
—No seas tan miedica, pareces un bebé –se burló, obligándome a dejar libres las manos.
—¡Me duele! –aullé.
—Pues claro que duele –se rió él—. También a mí me hace daño. ¿Acaso creías que convertirse en vampiro resulta fácil? Ve acostumbrándote al dolor. Te queda mucho por delante.
Se llevó mis dedos a la boca y chupó un poco de sangre. Le observé enjuagándose la boca con ella para comprobar su calidad. Por fin asintió y se la tragó.
—Es sangre buena –dijo—. Podemos proceder.
Apretó sus dedos contra los míos. Durante unos segundos sentí que se me adormecían los extremos de los brazos. Entonces noté que la sangre pasaba de mi cuerpo al suyo a través de mi mano izquierda, mientras que por la derecha me entraba la sangre de él.
Fue una extraña sensación de hormigueo. Notaba cómo s sangre me subía por el brazo derecho, luego bajaba por el costado y volvía a subir por la izquierda. Cuando me llegó al corazón sentí un lacerante dolor que casi hizo que me desmayara. Lo mismo le sucedía a míster Crepsley; vi cómo se apretaba los dientes, sudoroso.