—Creí... que iba a... morir —gemí, pronunciando a duras penas las palabras. Estaba cubierto de magulladuras y en estado de shock—. Tenía la seguridad de... Pensaba que... nadie vendría. Yo...
Rodeé a Mr. Crepsley con el brazo sano y lo abracé fuerte.
—Gracias —sollocé—. Gracias, gracias, gracias...
Me detuve de repente, recordando a mi amigo caído.
—¡Sam! —grité. Solté a Mr. Crepsley y me precipité hacia el lugar donde yacía.
El hombre-lobo le había abierto a Sam el estómago y devorado gran parte de sus entrañas. Sorprendentemente, Sam aún vivía cuando llegué junto a él. Sus párpados se agitaban y respiraba débilmente.
—Sam, ¿estás bien? —musité. Era una pregunta estúpida, pero fue la única que mis trémulos labios consiguieron formular—. ¿Sam? —Acaricié su frente con los dedos, pero no dio señales de escucharme ni sentirme. Sólo yacía allí, con los ojos clavados en mí.
Mr. Crepsley se arrodilló junto a mí y examinó el cuerpo de Sam.
—¿Puede salvarle? —lloriqueé. Él meneó la cabeza lentamente—. ¡Tiene que hacerlo! —grité—. ¡Usted puede cerrarle las heridas! ¡Podemos llamar a un médico! ¡Puede darle alguna poción! ¡Tiene que haber algún modo de...!
—Darren —dijo suavemente—, no hay nada que podamos hacer. Se está muriendo. Las heridas son demasiado graves. Un par de minutos y... —Suspiró—. Al menos, ya no siente nada. No sufrirá.
—¡No! —grité, y me eché sobre Sam, llorando amargamente, con un llanto tan intenso que dolía—. ¡Sam! ¡No puedes morir! ¡Resiste! ¡Podrás unirte al Cirque y viajar con nosotros por todo el mundo! Tú puedes... Tú...
No pude seguir hablando, sólo bajar la cabeza, aferrarme a Sam y dejar que las lágrimas corrieran sin parar por mis mejillas.
En el patio de la estación abandonada, el hombre-lobo yacía inconsciente a mis espaldas. Mr. Crepsley se sentó a mi lado en silencio. Debajo de mí, Sam Grest (el que había sido mi amigo y salvado mi vida) seguía tendido en una paz absoluta, sumiéndose cada vez más profundamente en el sueño definitivo al que le llevaba aquella injusta y horrible muerte.
Al cabo de un rato, sentí que alguien me tiraba de la manga. Me volví. Mr. Crepsley estaba detrás de mí, con expresión afligida.
—Darren —dijo—, sé que no es buen momento, pero hay algo que debes hacer. Por Sam y por ti.
—¿De qué me habla? —Me sequé las lágrimas con el dorso de la mano y le miré intensamente—. ¿Podemos salvarle? Dígame que sí. Haré lo que sea.
—No hay nada que podamos hacer para salvar su
cuerpo
—dijo Mr. Crepsley—. Se está muriendo, y nada puede cambiar eso. Pero sí hay algo que podemos hacer por su
espíritu
. Darren...
Debes beber la sangre de Sam
.
Me quedé mirándolo, pero ahora con incredulidad en lugar de esperanza.
—¿Cómo se atreve? —murmuré, indignado—. Uno de mis mejores amigos se está muriendo, y lo único que se le ocurre es... ¡Es usted un enfermo! Un monstruo enfermo y retorcido... Debería haber muerto usted, y no Sam. Le odio. Váyase de aquí...
—No lo entiendes —dijo.
—¡Sí que lo entiendo! —grité—. ¡Sam se está muriendo, pero lo único que a usted le preocupa es hacerme beber sangre! ¿Sabe qué es usted? Un mal...
—¿Recuerdas nuestra charla acerca de la capacidad de los vampiros de absorber parte del espíritu de una persona? —preguntó.
Estuve a punto de decirle algo desagradable, pero su pregunta me dejó confuso.
—¿A qué viene eso ahora? —inquirí.
—Darren, es importante. ¿La recuerdas?
—Sí —respondí en voz baja—. ¿Y qué?
—Sam se muere —dijo Mr. Crepsley—. Dentro de unos minutos se habrá ido. Para siempre. Pero puedas mantener viva una parte de él dentro de ti si bebes de él ahora y tomas su vida antes de que las heridas que le hizo el hombre-lobo acaben con ella.
No podía creer lo que estaba oyendo.
—¿Quiere que
yo
mate a Sam? —grité.
—No —suspiró—. A Sam ya le han matado. Pero si acabas con él antes de que muera por las mordeduras del hombre-lobo, salvarás algunos de sus recuerdos y sus sentimientos, y seguirán vivos en ti.
Sacudí la cabeza.
—No puedo beber su sangre —susurré—. La de Sam, no. —Miré el pequeño cuerpo destrozado—. No puedo.
Mr. Crepsley suspiró.
—No voy a obligarte —dijo—. Pero piénsalo bien. Lo que ha ocurrido esta noche es una tragedia que te perseguirá durante mucho tiempo, pero si bebes la sangre de Sam y absorbes parte de su esencia, afrontar su muerte será más fácil. Perder a un ser querido es duro. Pero de esta forma, no lo perderás del todo.
—No puedo beber de él —sollocé—. Es mi amigo.
—Precisamente porque
es
tu amigo, debes hacerlo —dijo Mr. Crepsley, dándose la vuelta y dejándome a mí aquella decisión.
Miré a sam. Parecía tan inánime, tan vacío de todo aquello que hacía de él un ser humano, vivo y único... Pensé en sus bromas, en sus palabras rimbombantes, en sus sueños y esperanzas, y en lo terrible que sería que todo ello desapareciera con su muerte.
Arrodillado junto a él, posé los dedos sobre el cuello enrojecido de Sam.
—Lo siento, Sam —gemí, y clavé mis uñas en la su tierna carne, me incliné sobre la herida y la cubrí con mi boca.
La sangre fluyó a borbotones y me atraganté. Estuve a punto de apartarme, pero me obligué a seguir allí y a continuar tragando. Su sangre caliente y salada se deslizó por mi garganta como densa y cremosa mantequilla.
El pulso de Sam se hizo más lento mientras bebía, y finalmente se detuvo. Pero yo seguí bebiendo, apurando hasta la última gota, absorbiendo.
Cuando al fin le dejé seco, me aparté y lancé un aullido al cielo como había hecho el hombre-lobo. Durante un largo rato eso fue todo lo que pude hacer, aullar, y gritar, y llorar, como el salvaje animal nocturno en el que me había convertido.
Mr. Tall y un puñado de gente del Cirque Du Freak (incluidas cuatro Personitas) llegaron un poco más tarde. Yo estaba sentado junto a Sam, demasiado cansado para seguir aullando, mirando al vacío inexpresivamente, sintiendo su sangre asentarse en mi estómago.
—¿Y bien? —le preguntó Mr. Tall a Mr. Crepsley—. ¿Cómo consiguió escapar el hombre-lobo?
—No lo sé, Hibernius —respondió Mr. Crepsley—. No se lo he preguntado, y no tengo intención de hacerlo, al menos hasta que pasen un par de noches. Darren no está en condiciones de soportar un interrogatorio.
—¿Está muerto el hombre-lobo? —preguntó Mr. Tall.
—No —dijo Mr. Crepsley—. Sólo fuera de combate.
—Gracias al Cielo por los pequeños milagros —suspiró Mr. Tall. Chasqueó los dedos y las Personitas encadenaron al inconsciente hombre-lobo, y lo metieron sin miramientos en una caravana del show.
Pensé en pedir que lo mataran, pero ¿qué solucionaría eso? El hombre-lobo no era malo, sólo estaba loco. Matarlo habría sido insensato y cruel.
Tras poner a buen recaudo al hombre-lobo, las Personitas dirigieron su atención a los triturados restos de Sam.
—Un momento —dije, cuando se inclinaron sobre él con la intención de llevárselo—. ¿Qué pensáis hacer con Sam?
Mr. Tall carraspeó, incómodo.
—Imagino... hum... que pretenden
disponer
de él —dijo.
Tardé un instante en comprender lo que quería decir.
—¿Quieren
comérselo
? —chillé.
—No podemos dejarlo aquí —razonó Mr. Tall—, y no tenemos tiempo de enterrarlo. Es el modo más sencillo de...
—No —negué rotundamente.
—Darren —dijo Mr. Crepsley—, no deberíamos interferir...
—¡No! —grité, apartando a empujones a las Personitas—. ¡Si quieren comerse a Sam, tendrán que comerme a mí primero!
Las Personitas me miraron en silencio, con sus hambrientos ojos verdes.
—Creo que no tendrían el menor problema en complacerte —dijo Mr. Tall con sequedad.
—Lo digo en serio —gruñí—. No dejaré que se coman a Sam. Merece un entierro digno.
—¿Y que se lo coman los gusanos? —inquirió Mr. Tall. Lanzó un suspiro cuando clavé los ojos en él y sacudió la cabeza con irritación.
—Deja que el muchacho lo haga a su manera, Hibernius —dijo suavemente Mr. Crepsley—. Puedes volver al Cirque con los demás. Yo me quedaré para ayudarle a cavar la tumba.
—Muy bien —accedió Mr. Tall, encogiéndose de hombros. Dio un silbido e hizo un gesto con el dedo a las Personitas. Vacilaron un instante, y luego dieron media vuelta y se agolparon en torno al dueño del Cirque Du Freak, dejándome solo con el cadáver de Sam Grest.
Mr. Tall y sus ayudantes se marcharon. Mr. Crepsley se sentó a mi lado.
—¿Cómo estás? —preguntó.
Meneé la cabeza. No era fácil responder a eso.
—¿Te sientes más fuerte?
—Sí —dije suavemente. Aunque no hacía mucho que había bebido la sangre de Sam, ya notaba cierta diferencia. Mi visión se había incrementado, al igual que mi oído, y mi maltratado cuerpo ya casi no me dolía tanto como lo habría hecho si hubiera sido un ser humano normal.
—No tendrás que volver a beber durante mucho tiempo —dijo él.
—Me da igual. No lo hice por mí, sino por Sam.
—¿Estás enfadado conmigo? —preguntó.
—No —repuse lentamente.
—Darren —dijo—, espero que...
—¡No quiero hablar de ello! —le corté—. Tengo frío, y me siento dolorido, miserable y solo. Quiero pensar en Sam, no perder el tiempo hablando con usted.
—Como desees —dijo, y comenzó a cavar en el suelo con los dedos.
Cavé a su lado en silencio durante unos minutos, y entonces me detuve y lo miré.
—Ahora soy un verdadero asistente de vampiro, ¿verdad? —pregunté.
Él asintió tristemente.
—Sí. Lo eres.
—¿Ya está contento?
—No —dijo—. Avergonzado.
Mientras lo miraba, confuso, una figura se irguió ante nosotros. Era aquella Personita coja.
—Si crees que vas a llevarte a Sam... —le advertí, levantando una mano mugrienta.
Antes de que yo pudiera hacer algo más, saltó dentro del aún poco profundo agujero, y sus anchos dedos grises entraron en acción, arrancando grandes terrones de tierra.
—¿Nos está ayudando? —pregunté, perplejo.
—Eso parece —dijo Mr. Crepsley, y puso una mano en mi espalda—. Descansa —me aconsejó—. Podremos cavar más rápido entre él y yo. Te avisaré cuando llegue el momento de enterrar a tu amigo.
Asentí, me arrastré fuera del agujero y me dejé caer sobre el montón de tierra que se iba formando rápidamente junto a la tumba. Al cabo de un rato, me aparté de allí y me senté a esperar entre las sombras de la vieja estación ferroviaria, sólo yo y mis pensamientos. Y la sangre de Sam, oscura y roja, en mis labios y en mis dientes.
Enterramos a Sam sin demasiada ceremonia (no se me ocurría qué decir) y llenamos la tumba. No hicimos nada por ocultarla, para que así la policía pudiera encontrarla y le dieran pronto a Sam un entierro decente. Quería que sus padres pudieran ofrecerle una adecuada ceremonia, pero de momento estaría a salvo de los animales carroñeros (y de las Personitas).
Levantamos el campamento antes del amanecer. Mr. Tall le dijo a todo el mundo que teníamos un largo camino por delante. La desaparición de Sam causaría un gran alboroto, y debíamos marcharnos tan lejos como nos fuera posible.
Me pregunté, mientras partíamos, qué habría sido de R.V. ¿Habría muerto desangrado en el bosque? ¿Habría acudido a tiempo a un médico? ¿O aún seguía corriendo y gritando “¡Mis manos! ¡Mis manos!”?
No me importaba. Aunque R.V. había intentado hacer lo que creía correcto, todo era culpa suya. Si no hubiera estado enredando con los candados de la jaula del hombre-lobo, Sam aún seguiría vivo. No esperaba que R.V. muriera, pero tampoco recé por él. Le abandoné a su destino, cualquiera que fuese.
Evra se sentó a mi lado en el fondo de la caravana mientras el Cirque se ponía en marcha. Empezó a decirme algo. Se detuvo. Se aclaró la garganta. Y luego puso una mochila en mi regazo.
—Encontré esto —murmuró—. Pensé que te gustaría tenerla.
En medio del escozor de mis ojos, leí el nombre (“Sam Grest”), y entonces me eché a llorar amargamente sobre ella. Evra me estrechó fuertemente entre sus brazos y lloró conmigo.
—Mr. Crepsley me contó lo que pasó —musitó Evra al final, recobrándose un poco y enjugándose las lágrimas—. Me dijo que bebiste la sangre de Sam para mantener vivo su espíritu.
—Aparentemente —respondí débilmente, sin mucha convicción.
—Mira —dijo Evra—, sé cuánto rechazabas la idea de beber sangre humana, pero lo hiciste por Sam. Fue un acto bondadoso, no malvado. No debes sentirte mal por haber bebido de él.
—Supongo que no —dije, y entonces lancé un gemido al recordarlo y me eché a llorar una vez más.
El día transcurrió, y el Cirque Du Freak continuó su camino, pero los recuerdos de Sam no quedaron atrás. Cuando cayó la noche, nos detuvimos a un lado del camino para descansar un poco. Evra fue en busca de comida y bebida.
—¿Quieres algo? —preguntó.
—No —dije, con el rostro apoyado en el cristal de la ventanilla—. No tengo hambre.
Él se dispuso a irse.
Entonces le llamé.
—Espera un segundo.
Sentía un sabor extraño en la boca. La sangre de Sam aún estaba caliente en mis labios, salada y terrible, pero no era eso lo que había empezado a estimular mi paladar. Había algo que quería y que nunca antes me había apetecido. Durante unos segundos de confusión no supe lo que era. Entonces identifiqué al fin el extraño deseo y me las arreglé para esbozar la más tímida de las sonrisas. Busqué dentro de la mochila de Sam, pero el tarrito debió haberse quedado atrás cuando nos fuimos.
Miré a Evra, me sequé las lágrimas, me pasé la lengua por los labios, y pregunté con una voz muy parecida a la de aquel chico tan sabihondo que había conocido:
—¿Tenemos cebolla picada?
El olor de la sangre es nauseabundo. Cientos de reses muertas colgando de ganchos plateados, rígidas, brillantes en su sangre helada. Sé que sólo son animales (vacas, cerdos, ovejas) pero continúo pensando que son seres humanos.
Avanzo cautelosamente. Las potentes luces del techo iluminan el lugar como si fuera de día. Debo andar con pies de plomo. Oculto tras los animales muertos. Moviéndome despacio. El suelo está resbaladizo por el agua y la sangre, que discurren en complejos regueros.