El circo de los extraños (20 page)

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Authors: Darren Shan

Tags: #Terror, Infantil y Juvenil

BOOK: El circo de los extraños
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—¿Está... muerto? –preguntó el vecino.

Al oír esas palabras, mamá gimió y enterró la cara entre las manos.

Papá negó suavemente con la cabeza.

—No –dijo, dándole a mamá un ligero apretón en el hombro—. Sólo está paralizado, igual que su amigo.

Mamá dejó caer las manos.

—¿Cómo Steve? –preguntó medio esperanzada.

—Sí –sonrió papá—. Y saldrá de ésta igual que Steve. Y ahora id a buscar ayuda, ¿de acuerdo?

Mamá asintió y se marchó a toda prisa acompañada del vecino. Papá mantuvo la sonrisa hasta que ella estuvo fuera del alcance de su vista, luego se inclinó sobre mí, me examinó los ojos y me buscó el pulso. Al no encontrar signos de vida, volvió a tenderme en el suelo, me apartó un mechón de pelo de los ojos y luego hizo algo que yo nunca habría imaginado que vería.

Se echó a llorar.

Y así es como se inició una nueva, desdichada etapa de mi vida... La de la muerte.

CAPÍTULO 30

Los médicos no tardaron mucho en pronunciarse. No respiraba ni había pulso, ni movimiento. En su opinión era un caso clarísimo.

Lo peor era ser consciente de lo que sucedía a mi alrededor. Deseé haber perdido a míster Crepsley que me diera otra pócima para dormir. Era terrible oír a mamá y papá llorando, a Annie chillando que volviera en mí.

Al cabo de un par de horas empezaron a llegar los amigos de la familia, provocando con su presencia un nuevo estallido de sollozos y gemidos.

Me habría gustado evitarlo. Hubiera preferido escapar con míster Crepsley en mitad de la noche, pero él me había dicho que eso era imposible.

—Si huyes –había dicho—, nos seguirán. Colgarán pósters por todas partes, proporcionarán fotografías tuyas a la policía y las publicarán en los periódicos. No tendremos ni un instante de paz.

La única manera era fingir mi muerte. Si me creían muerto, sería libre. Nadie se pone a buscar a una persona muerta.

Ahora, al oír la tristeza que había provocado, maldecía tanto a míster Crepsley como a mí mismo. No hubiera debido hacerlo. No tenía que haberles hecho pasar por todo aquello.

De todas formas, si uno lo miraba por el lado positivo, aquello significaría una especie de punto y final. Estaban tristes, y seguirían estándolo durante algún tiempo, pero acabarían superándolo (eso esperaba). Si hubiera huido, su aflicción podría haber durado para siempre: quizás hubieran vivido el resto de sus vidas esperando mi vuelta, buscándome, creyendo que algún día volvería.

Apareció el encargado de pompas fúnebres e hizo salir de la habitación a todas las visitas. Entre él y una enfermera, me desnudaron y examinaron mi cuerpo. Estaba recuperando en parte mis sentidos; noté sus frías manos palpando y pellizcando.

—Está en excelentes condiciones –dijo en voz baja la enfermera—. Terso, fresco, sin marcas, ileso. Éste me va a dar muy poco trabajo. Sólo un poco de colorete rojo en las mejillas y ya está.

Me levantó los párpados. Era un hombre rechoncho y de aspecto alegre. Temí que detectara rastros de vida en mis ojos, pero no fue así. Se limitó a girarme la cabeza suavemente de un lado a otro, lo que hizo crujir los huesos rotos del cuello.

—Qué criatura tan frágil es el hombre –suspiró, y continuó con su exploración.

Aquella misma noche me llevaron de vuelta a casa y me tendieron sobre una larga mesa cubierta con una enorme tela, de modo que la gente pudiera pasar a darme el último adiós.

Era extraño, oír a toda aquella gente hablando de mí como si yo no estuviera presente, especulando acerca de mi vida y de cómo había sido de bebé, de lo buen chico que era y del buen hombre en que me habría convertido de haber vivido lo bastante.

Menudo susto se habrían llevado si me hubiera incorporado gritando: “¡Buuu!”.

El tiempo iba pasando lentamente. Creo que no soy capaz de explicar lo tedioso que fue permanecer allí tendido y en silencio hora tras hora, sin poder moverme, ni reír, ni rascarme la nariz. ¡Ni siquiera podía mirar fijamente al techo porque tenía los ojos cerrados!

Tenía que tener cuidado, puesto que poco a poco iba recuperando los sentidos. Míster Crepsley me había avisado de que eso pasaría, de que empezaría a sentir picores y hormigueo mucho antes de recobrarme del todo. No podía moverme, pero el menor esfuerzo por mi parte podía provocar una sacudida o un espasmo, con lo que corría el riesgo de dar al traste con toda aquella farsa.

La picazón casi me volvió loco. Yo intentaba no pensar en ello, pero era imposible. Tenía picores por todas partes, recorriendo mi cuerpo de arriba abajo como diminutas arañas. Lo peor era en la cabeza y el cuello, donde tenía los huesos rotos.

La gente empezó por fin a marcharse. Debía de ser bastante tarde, porque la estancia pronto quedó vacía y completamente silenciosa. Me quedé un rato allí tumbado, solo, disfrutando del silencio.

Y entonces oí un ruido.

Alguien estaba abriendo la puerta de la habitación, muy lenta y cautelosamente.

Oí pasos que avanzaban por la estancia hasta detenerse junto a la mesa. Se me heló la sangre en las venas, y no precisamente a causa de la pócima. ¿Quién andaba allí? Por un momento pensé que podría tratarse de míster Crepsley, pero él no tenía por qué merodear por el interior de la casa. Habíamos establecido una cita para más adelante.

Fuera quien fuese, hombre o mujer, mantenía un silencio absoluto. Pasaron dos minutos sin que se oyera el menor sonido.

Luego sentí unas manos en mi cara.

Me levantó los párpados y enfocó mis pupilas con una pequeña linterna. La habitación estaba demasiado oscura como para que pudiera ver quién era. Emitió un gruñido, me cerró los párpados y, abriéndome la boca con esfuerzo, depositó algo en la lengua: por la textura parecía un pedazo de papel muy fino, pero tenía un extraño sabor amargo.

Tras retirar aquello de mi boca, me cogió las manos y examinó las yemas de los dedos. A continuación oí el sonido de una cámara tomando fotografías.

Finalmente, me clavó un objeto afilado que me pareció una aguja. Tuvo cuidado de no pincharme en lugares en los que pudiera sangrar y no se acercó a ninguno de mis órganos vitales. Había recobrado parcialmente la sensibilidad, aunque no del todo, así que la aguja no me dolió mucho.

Hecho esto, se marchó. Oí sus pasos cruzar la habitación, tan cautelosamente como antes, después cómo se abría y volvía a cerrar la puerta, y eso fue todo. El visitante, quienquiera que fuese, se había ido, dejándome perplejo y un poco asustado.

A primera hora de la mañana siguiente apareció papá y se sentó conmigo. Habló largo y tendido, explicándome todo lo que había proyectado con respecto a mí, el colegio al que habría ido, el trabajo que hubiera querido para mí. Lloró un montón.

Casi al final, entró mamá y se sentó con él. Lloraron uno en brazos del otro intentando consolarse mutuamente. Dijeron que todavía tenían a Annie y que quizá podrían tener otro hijo o adoptarlo. Por lo menos había sido una muerte rápida y sin dolor. Y siempre les quedarían sus recuerdos.

Detesté ser la causa de tanto dolor. Hubiera dado cualquier cosa por ahorrárselo.

Aquel día, más tarde, hubo un montón de actividad. Trajeron un ataúd y me colocaron dentro. Vino un sacerdote y se sentó con la familia y sus amigos. No paraba de entrar y salir gente de la habitación.

Oí gritar a Annie que dejara de hacer el tonto y me incorporara de una vez. Habría sido mucho mejor que se la hubieran llevado de allí, pero supongo que no querían que creciera pensando que le habían negado la oportunidad de despedirse de su hermano.

Finalmente, pusieron la tapa al ataúd y la fijaron con tornillos. Me levantaron de la mesa y me sacaron hasta el coche fúnebre. Nos dirigimos lentamente hacia la iglesia, don de no pude oír casi nada de lo que se decía. Después, acabada la misa, me llevaron al cementerio, y allí sí escuché hasta la última palabra de la prédica del sacerdote, mezclada con los sollozos y gemidos de los deudos.

Y luego me enterraron.

CAPÍTULO 31

Todos los sonidos se fueron apagando a medida que me iban bajando por aquel oscuro y húmedo agujero. Noté una sacudida cuando el ataúd golpeó contra el fondo, luego el sonido, parecido al de la lluvia, de los primeros puñados de tierra arrojados sobre la tapa.

Después hubo un largo silencio, hasta que los sepultureros empezaron a echar paladas de tierra en la tumba.

Los primeros terrones sonaron como ladrillos. Eran golpes sordos, lo bastante fuertes como para hacer que el sarcófago vibrara. A medida que la fosa se fue llenando de tierra que se iba apilando entre mí y el mundo de la superficie, los sonidos de los vivos se fueron amortiguando hasta convertirse en lejanos, remotos murmullos.

Al final eran sólo débiles ruidos de golpes, cuando aplanaban el montículo de tierra.

Y luego, silencio absoluto.

Yacía en la silenciosa oscuridad, escuchando cómo se asentaba la tierra, imaginando el ruido que hacían los gusanos reptando hacia mí por entre el lodo. Había imaginado que sería espantoso, pero en realidad resultaba bastante apacible. Allí abajo me sentía protegido, a salvo del mundo.

Para pasar el rato, me puse a pensar en las últimas semanas, el cartel anunciador del espectáculo freak, la extraña fuerza que me empujó a conseguir una entrada con los ojos cerrados, mi primera imagen del oscuro teatro, la fresca y tranquila galería en la que había visto a Steve hablando con míster Crepsley.

Había demasiados momentos decisivos. Si me hubiera quedado sin entrada, ahora no estaría aquí. Si no hubiera ido al espectáculo, ahora no estaría aquí. Si no hubiera remoloneado por ahí para enterarme de qué tramaba Steve, ahora no estaría aquí. Si no hubiera robado a Madam Octa, ahora no estaría aquí. Si no hubiera aceptado la oferta de míster Crepsley, ahora no estaría aquí.

Todos los “si...”, “si...”, “si...” del mundo, pero eso no cambiaba nada. Lo hecho, hecho estaba. Si pudiera retroceder en el tiempo...

Pero no podía. El pasado había quedado atrás. Lo mejor que podía hacer ahora era dejar de pensar en lo ocurrido. Había llegado el momento de olvidar el pasado y pensar en el presente y el futuro.

A medida que iban pasando las horas, recobraba el movimiento. Primero en los dedos, que se cerraron en un puño y se separaron del pecho, donde me los había colocado entrecruzados el encargado de pompas fúnebres. Los flexioné varias veces, lentamente, rascándome para aliviar el picor que sentía en las palmas de las manos.

A continuación abrí los ojos, pero no fue de gran ayuda. Abiertos o cerrados, allí abajo daba igual: todo era absoluta oscuridad.

Con la recuperación de la sensibilidad vino el dolor. Me hacía daño la espalda en el punto en que me había golpeado al caer por la ventana. Los pulmones y el corazón –tras haber permanecido un tiempo sin respirar y latir— dolían. Tenía las piernas agarrotadas, el cuello rígido. ¡Lo único que no me dolía era el dedo gordo del pie derecho!

Fue al recuperar la respiración cuando empecé a preocuparme por el aire del ataúd. Míster Crepsley había dicho que podría sobrevivir más de una semana en aquel estado parecido al coma. No necesitaba comer, ni ir al lavabo, ni respirar. Pero ahora que había recuperado la respiración, fui consciente de la escasa cantidad de aire de que disponía y de lo rápidamente que iba a consumirla.

No me dejé llevar por el pánico. Eso me habría hecho jadear y gastar más aire. Mantuve la calma y respiré lentamente. Permanecí allí tendido lo más quieto posible; el movimiento le obliga a uno a respirar más aire.

No tenía forma de calcular el tiempo. Intenté contarlo mentalmente, pero me perdía una y otra vez, y tenía que empezar de nuevo.

Canté en silencio y me expliqué historias entre dientes. Ojalá me hubieran enterrado con una tele o una radio, pero supongo que no hay mucha demanda de ese tipo de cosas entre los muertos.

Al fin, tras lo que me parecieron siglos y siglos, llegaron a mis oídos ruidos indicadores de que alguien estaba cavando.

Excavaba más deprisa que cualquier ser humano, tan rápido que ni siquiera parecía que estuviese cavando, sino más bien succionando la tierra. Llegó hasta mí en lo que debió de ser un tiempo récord, menos de un cuarto de hora. Por lo que a mí concernía, no era ni una décima de segundo demasiado pronto.

Dio tres golpes en la tapa del ataúd, luego empezó a destornillar. Tardó un par de minutos, tras lo cual abrió la tapa por completo y yo me encontré admirando el cielo nocturno más bello que hubiera visto nunca.

Respiré hondo y me senté, tosiendo. Era una noche realmente oscura, pero después de haber pasado tanto tiempo bajo tierra, a mí me parecía luminosa como el día.

—¿Estás bien? –preguntó míster Crepsley.

—Muerto de cansancio –sonreí débilmente.

Se rió del chiste.

—Ponte de pie, que pueda examinarte –dijo.

Hice una mueca de dolor al levantarme: tenía agujetas por todo el cuerpo. Me pasó los dedos suavemente por la espalda, luego por la frente.

—Has tenido suerte –dijo—. Ningún hueso roto. Sólo unas cuantas contusiones que estarán curadas en un par de días.

Se aupó fuera de la tumba, luego se agachó y me tendió la mano. Yo todavía estaba bastante rígido y dolorido.

—Me siento como un alfiletero aplastado –me quejé.

—Las secuelas tardarán unos cuantos días en desaparecer –dijo—. Pero no te preocupes: estás en buena forma. Tenemos suerte de que te hayan enterrado hoy. Si hubieran tardado un día más en meterte bajo tierra te encontrarías mucho peor.

Saltó de nuevo al interior de la fosa y cerró la tapa del ataúd. Cuando salió, cogió su pala y empezó a echar tierra dentro.

—¿Quiere que le ayude? –pregunté.

—No –dijo él—. Sólo me haría ir más despacio. Date un paseo e intenta desentumecer los huesos. Te llamaré cuando todo esté listo para marcharnos.

—¿Ha traído mi bolsa? –pregunté.

Asintió indicándome con la cabeza una lápida cercana de la que colgaba la bolsa.

La cogí y comprobé que no hubiera hurgado en ella. No había indicios de que hubiera vulnerado mi intimidad, aunque no podía estar seguro. No me quedaba otro remedio que confiar en su palabra. En cualquier caso, tampoco importaba demasiado: no había nada en mi diario que él no supiera ya.

Fui a dar un paseo por entre las tumbas, ejercitando las extremidades, agitando brazos y piernas, disfrutándolo. Cualquier sensación, aunque fueran agujetas, era mejor que la ausencia total de sensaciones.

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