—No —dijo—. No es la primera vez que tenemos problemas con el público. Tú no tienes la culpa.
Ayudé a Mr. Tall a anunciar nuestra partida por todo el campamento. Todo el mundo se lo tomó con calma. La mayoría parecían contentos de que les avisaran con tanto tiempo; muchas veces se les avisaba sólo una o dos horas antes de partir.
Para mí fue otro día ajetreado. Aparte de preparar la función, tuve que ayudar a los demás a recogerlo todo. Fui a ofrecerle mi ayuda a Truska para hacer su equipaje, pero cuando llegué, su tienda ya estaba vacía. Se limitó a hacerme un guiño cuando le pregunté cómo había recogido todo tan deprisa.
Cuando Mr. Crepsley despertó, le conté que nos íbamos. No pareció sorprenderse.
—Ya hemos estado demasiado tiempo en este lugar —dijo.
Le pedí que me dejara fuera del número de aquella noche, porque no me sentía muy bien.
—Me iré a la cama enseguida —dije—, y dormiré toda la noche.
—Eso no te hará ningún bien —me advirtió Mr. Crepsley—. Sólo hay una cosa que haría que te sintieras mejor, y ya sabes cuál es.
Cayó la noche y pronto llegó la hora del comienzo de la función. El público volvió a acudir en masa. Los coches bloqueaban la carretera en ambas direcciones. Todos en el Cirque estaban ocupados, ya fuera preparándose para salir a escena, acomodando a la gente o vendiendo cosas.
Los únicos que parecían no tener nada que hacer éramos Evra y yo, pues él no actuaba al estar enferma su serpiente. La dejó durante unos minutos para presenciar el inicio de la función. Nos quedamos en un rincón del escenario mientras Mr. Tall presentaba al hombre-lobo.
Allí estuvimos hasta el primer descanso, y entonces salimos fuera a contemplar las estrellas.
—Echaré de menos este lugar cuando nos vayamos —dijo Evra—. Me gusta el campo. En la ciudad, las estrellas no pueden verse tan bien.
—No sabía que te interesara la astronomía —dije.
—Y no me interesa —respondió—. Pero me gusta mirar las estrellas.
Al cabo de un rato me sentí mareado y tuve que sentarme.
—No te encuentras muy bien, ¿verdad? —preguntó Evra.
Sonreí débilmente.
—He estado mejor.
—¿Todavía no has bebido sangre humana? —Meneé la cabeza, y él se sentó junto a mí—. Nunca me has dicho
exactamente
por qué no quieres beberla —dijo—. No puede ser tan diferente de la sangre de los animales, ¿verdad?
—No lo sé —dije—. Y no quiero saberlo. —Hice una pausa—. Temo que si bebo sangre humana pueda volverme
malvado
. Mr. Crepsley dice que los vampiros no son malvados, pero yo creo que sí. Creo que cualquiera que considere a los seres humanos como animales
tiene
que ser malvado.
—Pero si eso te mantiene vivo... —dijo Evra.
—Así empezaría —repuse—. Me diría a mí mismo que lo haría para sobrevivir. Juraría que no bebería más que lo necesario. Pero, ¿y si no pudiera detenerme? Necesitaría cada vez más mientras voy creciendo. ¿Y si no pudiera controlar mi sed? ¿Y si matara a alguien?
—No creo que pudieras —dijo Evra—. Tú
no
eres malvado, Darren. No creo que una buena persona haga cosas malas. Si piensas que la sangre humana es algo así como una medicina, todo irá bien.
—Tal vez —convine, aunque no lo creía—. De cualquier modo, por ahora estoy bien. No tengo que tomar una decisión definitiva hasta dentro de un par de días más.
—¿De verdad preferirías morir antes que beber? —inquirió Evra.
—No lo sé —respondí sinceramente.
—Si te mueres, te echaría de menos —dijo Evra con tristeza.
—Bueno —repuse, incómodo—, tal vez no ocurra eso. Puede que haya alguna otra forma de sobrevivir, una que Mr. Crepsley no quiere decirme a menos que no tenga más remedio.
Evra lanzó un gruñido. Sabía tan bien como yo que no había ninguna otra forma.
—Voy a ver cómo sigue mi serpiente —dijo—. ¿Me acompañas y te sientas con nosotros un rato?
—No —dije—. Mejor será que me vaya a dormir. Tendremos que madrugar y estoy muy cansado.
Nos dimos la buenas noches. No fui directamente a la caravana de Mr. Crepsley, sino que vagué por el campamento, pensando en mi conversación con Evra, preguntándome qué se sentiría al morir. Ya había “muerto” una vez, y hasta me habían enterrado, pero no era lo mismo. Si moría de verdad, sería para siempre. Mi vida habría acabado, mi cuerpo se corrompería, y entonces...
Miré hacia las estrellas. ¿Sería
allí
a donde iría? ¿Al otro lado del universo? ¿Al Paraíso de los vampiros?
Fue un extraño momento. Cuando vivía en mi casa casi nunca pensaba en la muerte; era algo que sólo le ocurría a los viejos. Y ahora, aquí estaba yo, casi cara a cara con ella.
Si al menos alguien más pudiera decidir por mí... Yo sólo debería preocuparme por el colegio y por jugar al fútbol, no por beber sangre o dejarme morir. No era justo. Era demasiado joven. No debería tener que...
Vi pasar una sombra delante de la tienda más cercana, pero no le presté mucha atención. No fue hasta escuchar un seco chasquido que me pregunté quién podría ser. Nadie debería haber estado allí fuera. Todos estaban actuando bajo la gran carpa. ¿Sería alguien del público?
Decidí averiguarlo.
Dirigí mis pasos en la dirección que la sombra había tomado. La noche era oscura, y tras unas cuantas vueltas le perdí la pista. Estaba a punto de abandonar la búsqueda cuando escuché otro crujido, esta vez más cerca.
Miré a mi alrededor y supe inmediatamente de dónde provenía el sonido: ¡
de la jaula del hombre-lobo
!
Respiré profundamente para calmar mis nervios, y corrí hacia allí tan rápido como pude para confirmarlo.
La hierba estaba mojada y se doblaba sin ruido bajo mis pies. Cuando llegué a la última caravana, antes de la jaula del hombre-lobo, me detuve y escuché.
Se oía un leve sonido metálico, como el tenue estremecimiento de unas gruesas cadenas .
Avancé sigilosamente.
A cada lado de la jaula del hombre-lobo había unas débiles luces, de modo que podía verlo todo con detalle. Lo habían devuelto allí tras su actuación, como cada noche. Había un trozo de carne en la jaula, con el que, generalmente, estaría dándose un banquete. Pero no esta noche. Esta noche toda su atención se centraba en algo diferente.
Ante la jaula del hombre-lobo había un hombre corpulento. Llevaba unos enormes alicates y había cortado con ellos algunas de las cadenas que mantenían la puerta cerrada.
El hombre intentaba desenmarañar las cadenas, pero no era muy hábil. Maldijo por lo bajo y se dispuso a cortar otro eslabón con los alicates.
—¿Qué estás haciendo? —grité.
El hombre dio un brinco, sobresaltado, dejó caer los alicates y se giró en redondo.
Era, como ya suponía, R.V.
Su expresión inicial fue de culpabilidad y miedo, pero cuando vio que allí sólo estaba yo, recobró la confianza.
—¡No te acerques! —me advirtió.
—¿Qué estás haciendo? —pregunté con tono autoritario.
—Liberar a esta pobre criatura maltratada —dijo—. No puedo permitir que ni el más salvaje de los animales viva encerrado. Es inhumano y voy a soltarlo. He llamado a la policía (estarán aquí por la mañana), pero decidí hacer un trabajito antes por mi cuenta.
—¡No puedes hacerlo! —chillé—. ¿Estás loco? ¡Este tipo es un salvaje! ¡Matará todo lo que se mueva en cinco millas a la redonda si lo sueltas!
—Eso dices
tú
—se burló R.V. —, pero yo no me lo creo. Según mi experiencia, la reacción de un animal depende de cómo haya sido tratado. Si se les trata como a monstruos asesinos, así se comportarán. Pero si se les trata con amor, respeto y humanidad...
—No sabes lo que estás haciendo —dije—. El hombre-lobo no es como los demás animales. Apártate de ahí antes de que provoques una catástrofe. Podemos discutirlo. Podemos...
—¡No! —gritó—. ¡No hay nada que discutir!
Se volvió hacia las cadenas y empezó a forcejear de nuevo con ellas. Metió una mano en la jaula y tiró de las cadenas más gruesas a través de las rejas. El hombre-lobo observaba en silencio.
—¡R.V., detente! —grité, corriendo hacia él para impedirle abrir la puerta. Lo agarré por los hombros e intenté arrancarle de allí, pero ya no era lo bastante fuerte. Le golpeé en las costillas unas cuantas veces, pero él tan sólo gruñó y redobló sus esfuerzos.
Le sujeté las manos para apartárselas de las cadenas, pero los barrotes estaban en medio.
—¡Déjame en paz! —chilló R.V. Volvió la cabeza para hablarme de frente. Su mirada era salvaje—. ¡No me detendrás! —gritó—. ¡No impedirás que cumpla con mi deber! ¡Liberaré a esta víctima! ¡Se hará justicia! ¡Yo...!
Dejó de despotricar repentinamente. Su rostro palideció mortalmente y un estremecimiento sacudió su cuerpo, y luego se quedó rígido.
Se oyó un crujido y un ruido de desgarro y masticación, y cuando miré al interior de la jaula, comprendí que el hombre-lobo había hecho de las suyas.
Había cruzado la jaula de un salto mientras discutíamos, había agarrado los brazos de R.V., se los había metido en la boca ¡
y los había mordido por debajo de los codos
!
R.V. se apartó de la jaula a trompicones, conmocionado. Levantó sus brazos cercenados y miró cómo la sangre brotaba a borbotones de los muñones al final de los codos.
Intenté arrebatar de la boca del hombre-lobo sus brazos arrancados (si lograba recuperarlos, quizá fuera posible reimplantárselos), pero se movió demasiado rápido para mí, poniéndose fuera de mi alcance de un brinco, y empezó a masticarlos. En unos segundos los hizo trizas, y supe que ya no podrían ser utilizados nunca más.
—¿Dónde están mis manos? —lloriqueó R.V.
De nuevo centré en él mi atención. Se miraba los muñones donde antes habían estado sus brazos, con una expresión de extrañeza en su rostro, sin sentir todavía el dolor.
—¿Dónde están mis manos? —preguntó de nuevo—. Han desaparecido. Estaban ahí hace un minuto. ¿De dónde sale toda esta sangre? ¿Por qué veo huesos sobresaliendo de la piel? ¡¿
Dónde están mis manos
?! —preguntó una vez más, gritando a todo pulmón.
—Tienes que venir conmigo —le dije con desesperación—. Debemos ocuparnos de tus brazos antes de que mueras desangrado.
—¡Aléjate de mí! —chilló R.V. Intentó levantar una mano para empujarme, y entonces recordó que ya no tenía manos—. ¡Tú eres el responsable! —gritó—. ¡Tú me has hecho esto!
—No, R.V., fue el hombre-lobo —dije, pero no me escuchaba.
—Es culpa tuya —insistió—. Tú te has llevado mis manos. Eres un pequeño y maligno monstruo, y me has robado las manos. ¡Mis manos! ¡Mis manos!
Comenzó a gritar de nuevo. Me acerqué a él, pero esta vez me apartó de un empujón, se dio la vuelta y echó a correr. Cruzó el campamento dando gritos, agitando sobre su cabeza sus brazos cercenados empapados de sangre, chillando con todas sus fuerzas, hasta desaparecer en la noche.
—¡Mis manos! ¡Mis manos! ¡Mis manos!
Quise correr tras él, pero tuve miedo de que me atacara. Salí disparado en busca de Mr. Crepsley y Mr. Tall (ellos sabrían qué hacer), pero me detuve en seco al oír un inquietante rugido a mis espaldas.
Me di la vuelta lentamente. ¡El hombre-lobo estaba en la puerta de la jaula, abierta de par en par! De alguna forma había conseguido quitar la última cadena y salir.
Me quedé completamente inmóvil mientras se levantaba y sonreía ferozmente, con sus enormes y afilados colmillos centelleando en la tenue luz.
Miró a un lado y a otro, extendió las manos y agarró las rejas a cada lado, y entonces se agachó y tensó las piernas.
Saltó hacia mí.
Cerré los ojos y esperé que llegase mi fin.
Le oí y le sentí aterrizar a medio metro de mí. Comencé a rezar mis oraciones.
Entonces le escuché pasar por encima de mi cabeza y comprendí que pretendía aterrizar detrás de mí. Durante un par de terribles segundos esperé que sus dientes se clavasen en mi nuca y me arrancara la cabeza.
Pero no lo hizo.
Confundido, me di la vuelta, parpadeando. ¡Se alejaba corriendo de mí! Vi una figura delante de él, corriendo velozmente entre los remolques, y entonces me di cuenta de que iba tras alguien más. ¡Me había dejado por un bocado más apetitoso!
Avancé unos cuantos pasos tras el hombre-lobo, dando traspiés. Sonreí, dando gracias a los dioses silenciosamente. No podía creer lo cerca que había estado de la muerte. Cuando dio aquel brinco en el aire, estaba seguro de que...
Mis pies tropezaron con algo y me detuve.
Miré hacia el suelo y vi una mochila. La persona a la que el hombre-lobo perseguía debía haberla dejado caer, y por primera vez me pregunté tras quién iba la salvaje criatura.
Recogí la mochila. Era de las que suelen llevarse al hombro, y estaba llena de ropa, según pude apreciar a través de la tela. Del interior cayó un tarrito mientras le daba la vuelta. Lo recogí, lo abrí y me asaltó el penetrante olor... ¡de la cebolla picada!
Casi se me paró el corazón. Empecé a buscar furiosamente una etiqueta con un nombre, rezando para que la cebolla picada no significara lo que me temía.
Pero mis plegarias no fueron escuchadas.
Cuando la encontré, la letra era clara, aunque desigual. La escritura de un niño.
“Esta mochila es propiedad de Sam Grest”, decía, y justo debajo estaba su dirección. “¡¡Las manos fuera!!”, advertía al final, lo cual resultaba bastante irónico, después de lo que le había ocurrido a R.V. minutos antes.
Pero no tenía tiempo de reírme de mi chiste retorcido y macabro.
¡
Sam
! Por alguna razón había venido aquí esta noche (probablemente con la intención de viajar de polizón con el Cirque) y debió verme y seguirme. Era a Sam a quien el hombre-lobo había descubierto, parado detrás de mí. Era Sam quien corría por el campamento para salvar la vida.
¡
El hombre-lobo perseguía a Sam
!
No tenía que haberles seguido por mi cuenta. Debería haber ido a pedir ayuda. Fue una locura lanzarme a la oscuridad yo solo.
Pero estaba persiguiendo a Sam. Sam, que quería unirse al Cirque. Sam, que me había pedido que fuéramos hermanos de sangre. El inofensivo, amistoso y parlanchín Sam. El chico que me había salvado la vida.
No pensé en mi propia seguridad. Sam estaba en peligro y no había tiempo de ir a pedir ayuda a nadie más. Quizá corriera a los brazos de mi propia muerte, pero tenía que seguirlos y tratar de salvar a Sam. Se lo debía.