Experimentamos con vendas y pintura de color carne antes de dar con la solución: ¡una barba falsa! La compramos en una tienda de artículos de broma, y aunque parecía una tontería (nadie la confundiría con una de verdad), funcionó.
—Menudo par debemos parecer —dijo Evra con una risita un día en que dábamos una vuelta por el zoo—. Tú con tu traje de pirata, y yo con esta facha. Es posible que la gente piense que somos un par de locos fugados.
—La gente del hotel, definitivamente sí —reí—. He escuchado a los botones y a las doncellas hablando de nosotros... Piensan que Mr. Crepsley es un doctor loco y nosotros dos de sus pacientes.
—¿Sí? —Evra se echó a reír—. Imagínate si supieran la verdad... ¡Que vosotros sois un par de vampiros y yo un niño-serpiente!
—No creo que importe —dije—. Mr. Crepsley da buenas propinas, y eso es lo importante. ‘El dinero compra la privacidad’, como escuché decir a uno de los gerentes cuando una doncella se quejó de un tipo que había estado caminando desnudo por los pasillos.
—¡Yo lo vi! —exclamó Evra—. Pensaba que se le había cerrado la puerta de su habitación y se había quedado fuera.
—Nope —sonreí—. Al parecer, estuvo andando así durante cuatro o cinco días. Según el gerente, viene cada año por un par de semanas y se pasa todo el tiempo vagando por ahí desnudo como un bebé.
—¿Y le dejan? —preguntó Evra, asombrado.
—‘El dinero compra la privacidad’ —repetí.
—Y yo que pensaba que el Cirque Du Freak era un extraño lugar para vivir —murmuró Evra con ironía—. ¡Los humanos son aún más raros que nosotros!
* * *
Con el paso de los días, la ciudad cobró un aspecto cada vez más navideño a medida que la gente hacía los preparativos para el veinticinco de Diciembre. Aparecieron los árboles de Navidad; las luces y los adornos iluminaban calles y ventanas cada noche; Papá Noel había aterrizado y tomaba nota de los pedidos; juguetes de todas las formas y tamaños llenaban las tiendas desde el suelo hasta el techo.
Yo estaba deseando que llegara la Navidad: el último año me pasó desapercibida, pues la Navidad era algo que difícilmente se podría relacionar con Cirque Du Freak, una molesta celebración.
Evra no podía entender que fuera motivo de tanto alboroto.
—¿A
qué
viene todo esto? —preguntaba sin cesar—. La gente se gasta un montón de dinero en regalarse cosas que en realidad no necesitan; se vuelven medio locos por conseguir tener a punto una gran cena; se cultivan árboles y se crían pavos que luego se sacrifican masivamente. ¡Es ridículo!
Traté de decirle que era un día de paz y buena voluntad, en que las familias se reunían con alegría, pero no escuchaba. Por lo que a él se refería, era una disparatada y rentable estafa.
Mr. Crepsley, por supuesto, se limitaba a resoplar cada vez que se tocaba el tema.
—Una estúpida costumbre humana. —Así lo consideraba y no quería tener nada que ver con la fiesta.
Sería una Navidad muy solitaria sin mi familia (los echaba más de menos en estas fechas que el resto del año, especialmente a Annie), pero al mismo tiempo, la esperaba ansiosamente. El personal del hotel iba a dar una gran fiesta para los huéspedes. Habría pavo y jamón y pastel navideño y galletas. Yo estaba decidido a inculcarle a Evra el espíritu navideño: estaba seguro de que cambiaría de opinión cuando experimentara directamente la Navidad.
—¿Quieres ir de compras? —le pregunté una fría tarde, envolviéndome una bufanda alrededor del cuello (no la necesitaba, ya que mi sangre de vampiro me mantenía caliente, ni tampoco el grueso abrigo ni el pesado jersey, pero llamaría la atención si fuera sin ellos).
Evra echó un vistazo por la ventana. Había estado nevando antes y el mundo exterior era de un blanco glacial.
—Nah —dijo—. No tengo ganas de volver a ponerme esa ropa tan gruesa. —Habíamos salido esa mañana, y lanzado bolas de nieve el uno al otro.
—De acuerdo —dije, contento de que no viniera: quería mirar algunos regalos para él—. No estaré fuera más de una o dos horas.
—¿Volverás antes de que oscurezca? —preguntó Evra.
—Tal vez —dije.
—Más vale que lo hagas. —Movió la cabeza hacia la habitación donde Mr. Crepsley estaba durmiendo—. Ya sabes cómo es: la noche en que no estés aquí cuando despierte, será cuando te necesite.
Me eché a reír.
—Me arriesgaré. ¿Quieres que te traiga algo a la vuelta? —Evra negó con la cabeza—. De acuerdo. Te veré enseguida.
Caminé entre la nieve, silbando para mí mismo. Me gustaba la nieve: cubría la mayor parte de los olores y atenuaba muchos ruidos. Algunos chicos del barrio estaban fuera, haciendo un muñeco de nieve. Me detuve a observarlos, pero me fui antes de que pudieran invitarme a unirme a ellos: era mejor no mezclarme con humanos.
Mientras estaba plantado ante unos grandes almacenes, estudiando el escaparate, preguntándome qué podía comprarle a Evra, una chica casi chocó conmigo y se paró junto a mí. Tenía la piel oscura, y largos cabellos negros. Parecía tener mi edad y era un poco más baja que yo.
—Ahoy, capi —dijo, a modo de saludo.
—¿Perdón? —repliqué, sorprendido.
—El traje —sonrió ampliamente, tirando de mi abrigo abierto—. Creo que es muy guay, pareces un pirata. ¿Vas a entrar o sólo estás mirando?
—No lo sé —dije—. Estoy buscando un regalo para mi hermano, pero no estoy seguro de qué comprarle. —Ésa era nuestra historia, que Evra y yo éramos hermanos, y Mr. Crepsley nuestro padre.
—Oh —asintió—. ¿Cuántos años tiene?
—Uno más que yo —dije.
—Aftershave —respondió sin dudarlo.
Sacudí la cabeza.
—Aún no ha empezado a afeitarse. —Y no lo haría nunca: el pelo no crecería en las escamas de Evra.
—Muy bien —dijo ella—. ¿Qué tal un CD?
—No suele escuchar música —dije—. Aunque si le compro un lector de CD, podría empezar a hacerlo.
—Son muy caros —apuntó la chica.
—Es mi único hermano —dije—. Él lo merece.
—Entonces ve a por él —y me tendió la mano. No llevaba guantes, a pesar del frío—. Me llamo Debbie.
Se la estreché (la mía era muy blanca, comparada con su oscura piel) y le dije mi nombre.
—Darren y Debbie —sonrió—. Suena bien, como Bonnie y Clyde.
—¿Siempre hablas así con los extraños? —pregunté.
—No —dijo—. Pero nosotros no somos extraños.
—¿No lo somos? —Fruncí el ceño.
—Te he visto por ahí —dijo ella—. Vivo en el barrio, a unas cuantas puertas del hotel. Por eso sabía lo de tu traje de pirata. Vas con ese tipo tan gracioso de las gafas y la barba falsa.
—Evra. El regalo que quiero comprar es para él. —Intenté ubicar su rostro, pero no podía recordar haberla visto con los otros niños—. Nunca te había visto —dije.
—No he salido mucho —repuso ella—. He estado en la cama con catarro. Así fue como te descubrí... Me pasaba los día asomada a la ventana, contemplando el barrio. La vida es realmente aburrida cuando tienes que quedarte en la cama.
Debbie se sopló las manos y las frotó una contra otra.
—Deberías llevar guantes —le dije.
—Mira quién habla. —Sorbió por la nariz. Yo había olvidado ponerme los míos antes de irme—. En todo caso, estoy aquí por eso... Perdí mis guantes antes y he estado recorriendo las tiendas tratando de encontrar un par idéntico. No quiero que mis padres vean que los he perdido al segundo día de haber dejado la cama.
—¿Cómo son? —le pregunté.
—Rojos, con ribetes de piel sintética en las muñecas —dijo—. Mi tío me los regaló hace unos meses, pero no sé de dónde los sacó.
—¿Ya has buscado aquí? —pregunté.
—Uh-uh —dijo—. A eso iba cuando te descubrí.
—¿Quieres venir conmigo? —pregunté.
—Claro —respondió—. Odio ir de compras yo sola. Te ayudaré a escoger un lector de CD si quieres. Sé mucho de eso.
—De acuerdo —acepté, y empujé la puerta abierta, sujetándola para ella.
—Vaya, Darren —dijo, con una risita—, la gente pensará que estás enamorado de mí.
Sentí cómo me ruborizaba y traté de pensar en una respuesta adecuada... pero no pude. Debbie soltó una risita, entró, y dejó que me rezagara tras ella.
El apellido de Debbie era Hemlock (N.de la T: Hemlock significa “Cicuta”) y ella lo odiaba.
—¡Imagínate llamarte como una planta venenosa! —dijo, echando chispas.
—No es tan malo —dije—. A mí me gusta.
—Tienes unos
gustos
muy raros —se burló ella.
Debbie había venido a vivir aquí recientemente con sus padres. No tenía hermanos ni hermanas. Su padre era un genio de las computadoras que con frecuencia viajaba por todo el mundo por asuntos de negocios. Se habían mudado cinco veces desde que ella nació.
Ella mostró interés por saber por qué también iba yo de un sitio a otro. No podía hablarle del Cirque Du Freak, pero le dije que viajaba mucho con mi padre, que era viajante de comercio.
Debbie quiso saber por qué no había visto a mi padre por el barrio.
—Te he visto a ti y a tu hermano muchas veces, pero nunca a tu padre.
—Es un madrugador —mentí—. Se levanta antes del amanecer y no vuelve hasta después de que oscurece, la mayoría de los días.
—¿Y os deja a los dos solos en el hotel? —Frunció los labios como si reflexionara sobre ello—. ¿Y el colegio? —preguntó.
—¿Son los guantes que quieres? —eludí la cuestión, cogiendo un par de guantes rojos de un estante.
—Casi —dijo ella, examinándolos—. Los míos eran de un tono más oscuro.
Nos fuimos a otra tienda y miramos montones de lectores de CD. Yo no llevaba mucho dinero, así que no pude comprar nada.
—Naturalmente, después de Navidad estarán de oferta —suspiró Debbie—, pero ¿qué puedes hacer? Si esperas, vas a parecer un rácano.
—No me preocupa el dinero —dije. Siempre podía pedírselo a Mr. Crepsley.
Después de fracasar en la búsqueda de un par de guantes adecuados en otro par de tiendas, paseamos durante un rato, contemplando las luces de las calles y las ventanas.
—Me encanta esta hora de la tarde —dijo Debbie—. Es como si una ciudad se fuera a dormir y otra nueva se despertara.
—Una ciudad de noctámbulos —dije, pensando en Mr. Crepsley.
—Hmmm —dijo ella, mirándome con suspicacia—. ¿De dónde eres? No puedo reconocer tu acento.
—De aquí y de allá —respondí, vagamente—. De todas partes.
—No quieres decírmelo, ¿verdad? —preguntó directamente.
—A mi padre no le gusta que hable con la gente —dije.
—¿Por qué no? —me desafió.
—No puedo decírtelo —respondí, sonriendo débilmente.
—Hmmm —rezongó, pero dejó el tema—. ¿Cómo es tu hotel? —preguntó—. Parece un lugar para gente estirada. ¿Lo es?
—No —dije—. Es mejor que la mayoría de los sitios en los que he estado. El personal no te molesta si no juegas en los pasillos. Y alguno de los clientes... —Le conté lo del tipo que se paseaba desnudo.
—¡No! —chilló ella—. ¡Me tomas el pelo!
—De verdad —le juré.
—¿Y no lo echan?
—Él paga. Por lo que a ellos respecta, tiene derecho a pasearse así por donde le plazca.
—Tendré que ir alguna vez —sonrió.
—Cuando tú quieras —le dije, sonriendo—. Menos durante el día —añadí rápidamente, recordando al durmiente Mr. Crepsley. Lo último que quería era que Debbie importunara a un vampiro mientras dormía.
Nos dirigimos al barrio, sin prisas. Me gustaba estar con Debbie. Sabía que no debería trabar amistad con humanos (era demasiado peligroso), pero resultaba difícil rechazarla. No había estado con nadie de mi edad, a excepción de Evra, desde que me convertí en semi-vampiro.
—¿Qué les dirás a tus padres sobre los guantes? —le pregunté cuando nos detuvimos frente a su casa.
Se encogió de hombros.
—La verdad. Empezaré a toser cuando se lo diga. Con un poco de suerte, se apiadarán de mí y no se enfadarán mucho.
—Eres mala —reí.
—Con un apellido como Hemlock, ¿te sorprende? —sonrió, y entonces preguntó—: ¿Quieres pasar un rato?
Miré mi reloj. Mr. Crepsley probablemente ya se habría levantado y salido del hotel. No me gustaba la idea de dejar a Evra solo mucho rato: podría enfadarse si pensaba que yo le desatendía y decidir regresar al Cirque Du Freak.
—Mejor no —dije—. Ya es tarde. Otra vez será.
—Cuando te venga bien —dijo Debbie—. Puedes venir mañana si quieres. En cualquier momento. Yo estaré aquí.
—¿No vas al colegio? —pregunté.
Negó con la cabeza.
—Con las vacaciones tan cerca, mamá dice que no tengo que volver hasta Año Nuevo.
—¿Pero te dejó salir en busca de tus guantes?
Debbie se mordió el labio, azorada.
—Ella no sabe que he estado paseando —confesó—. Tomé un taxi, diciéndole que iba a ver a una amiga. Supuse que volvería en taxi también.
—¡Aja! —sonreí—. Ahora puedo hacerte chantaje.
—¡Inténtalo! —resopló—. Prepararé un brebaje de bruja y te transformaré en rana. —Pescó las llaves de su cartera y se detuvo—.
Vendrás
, ¿verdad? Me aburro mucho yo sola. Aún no he hecho demasiados amigos aquí.
—No tengo inconveniente —dije—. ¿Pero cómo se lo explicarás a tu madre? No puedes decirle que me conociste en un taxi.
—Tienes razón. —Entrecerró los ojos—. No había pensado en eso.
—No soy sólo una cara bonita —dije, jocosamente.
—¡
Ni siquiera
tienes una cara bonita! —rió—. ¿Y si voy al hotel? —sugirió—. Desde allí podemos ir al cine, y le diré a mamá que allí fue donde te conocí.
—De acuerdo —respondí, y le dije el número de mi habitación—. Pero no vengas demasiado temprano —le advertí—. Espera hasta las cinco o las seis, cuando esté más oscuro.
—Vale. —Golpeó con los pies los peldaños de la puerta—. ¿Y bien? —dijo.
—¿Y bien, qué? —repliqué.
—¿No me lo vas a pedir?
—¿Pedirte, qué?
—Que vayamos al cine —dijo.
—Pero tú sólo...
—Darren —suspiró—. Las chicas
nunca
le piden a los chicos salir.
—¿No? —Yo estaba confuso.
—No tienes ni idea, ¿verdad? —Emitió una risita sofocada—. Sólo pregúntame si quiero ir al cine, ¿vale?
—De acuerdo —refunfuñé—. Debbie... ¿Quieres ir al cine conmigo?
—Lo pensaré —dijo, y entonces cerró la puerta y desapareció tras ella.
¡
Chicas
!