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Authors: Nassim Nicholas Taleb

El cisne negro (28 page)

BOOK: El cisne negro
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Otra forma de enfocar esta cuestión es que las cosas que se mueven son a menudo proclives al Cisne Negro. Los expertos son personas cuyo centro de atención es muy limitado y que necesitan «tunelar». En las situaciones en que el tunelaje es seguro, porque los Cisnes Negros no son consiguientes, al experto le irá bien.

Robert Trivers, psicólogo evolucionista y hombre de una perspicacia fuera de lo común, tiene otra respuesta (llegó a ser uno de los pensadores evolucionistas de mayor influencia desde Darwin, con ideas que desarrolló mientras intentaba entrar en la Facultad de Derecho). Vincula dicha respuesta a la autodecepción. En los campos en que contamos con tradiciones ancestrales, como el del saqueo, sabemos predecir muy bien los resultados mediante la evaluación del equilibrio de poderes. Los seres humanos y los chimpancés pueden sentir de forma inmediata quién es el que domina, y hacer un análisis de costes y beneficios sobre si conviene atacar y llevarse los bienes y a las parejas. Una vez que empezamos el asalto, nos ponemos en la mentalidad ilusoria que nos hace ignorar la información adicional: lo mejor es evitar titubear durante la batalla. Por otro lado, a diferencia de los saqueos, las guerras a gran escala no son algo que esté presente en el patrimonio humano —nos resultan algo nuevo—; por eso tendemos a calcular mal su duración y a sobreestimar nuestro poder relativo. Recordemos en cuánto se subestimó la duración de la guerra de Líbano. Quienes lucharon en la Gran Guerra pensaban que sería un simple paseo. Lo mismo ocurrió con el conflicto de Vietnam, y así sucede con la guerra de Irak y con casi todos los conflictos actuales.

No podemos ignorar el autoengaño. El problema con los expertos es que no saben qué es lo que no saben. La falta de conocimiento y el engaño sobre la calidad de nuestros conocimientos van de la mano: el mismo proceso que hace que sepamos menos también hace que nos sintamos satisfechos con lo que sabemos.

A continuación, nos ocuparemos de las predicciones, pero no de su rango sino de su precisión, es decir, de la capacidad para predecir el propio número.

Cómo ser el último en reír

También podemos aprender sobre los errores de predicción a partir de las actividades comerciales. Los analistas cuantitativos disponemos de muchos datos sobre predicciones económicas y financieras, desde datos generales sobre grandes variables económicas hasta las predicciones y consejos bursátiles que ofrecen los «expertos» de la televisión o ciertas «autoridades». La abundancia de tales datos y la capacidad de procesarla en el ordenador hace que resulte de un valor incalculable para el empírico. De haber sido periodista o, Dios no lo quiera, historiador, hubiese tenido más problemas para comprobar la efectividad predictiva de estas discusiones verbales. No se pueden procesar los comentarios verbales en un ordenador, al menos no de forma fácil. Además, muchos economistas cometen el ingenuo error de formular muchas predicciones referentes a muchas variables, con lo que nos dan una base de datos de economistas y variables que nos permiten ver si ciertos economistas son mejores que otros (no hay diferencia consiguiente) o si existen variables en las que son más competentes (lamentablemente, ninguna es significativa).

Durante un tiempo ocupé un cargo desde el que podía observar muy de cerca nuestra capacidad de predicción. En mis días de operador de Bolsa a jornada completa, a las ocho y media de la mañana destellaban en la pantalla de mi ordenador, dos veces por semana, algunas cifras económicas que facilitaban el Departamento de Comercio, el del Tesoro, Industria o alguna honorable institución de este tipo. Nunca di con la pista de qué significaban aquellas cifras y nunca sentí la necesidad de molestarme en averiguarlo. De manera que no me preocupaba lo más mínimo de ellas, aunque no podía evitar oír que mis compañeros se apasionaban y hablaban un poco sobre lo que iban a significar esos números, aderezando con salsa verbal las previsiones. Entre tales cifras figuraban el índice de precios al consumo, los nonfarm payrolls (cambios en los datos sobre el empleo), el índice de principales indicadores económicos, las ventas de bienes duraderos (a los que los operadores de Bolsa llaman «chicas factibles»), el producto interior bruto (el más importante), y muchos indicadores más, los cuales generan diferentes grados de apasionamiento en función de su presencia en el discurso.

Los vendedores de datos te permiten echar un vistazo a las previsiones de «importantes economistas», personas (con traje) que trabajan para instituciones venerables como J. P. Morgan Chase o Morgan Stanley. Podemos observar cómo hablan estos economistas, cómo teorizan de forma elocuente y convincente. La mayoría de ellos ganan sueldos de siete cifras y gozan del rango de estrellas, con equipos de investigadores que mascan números y proyecciones. Pero las estrellas son lo bastante idiotas como para publicar las cifras que proyectan, con el fin de que la posteridad observe y valore su grado de competencia.

Y peor aún, muchas instituciones financieras elaboran cada fin de año folletos sobre las «Perspectivas para 200X», en los que se hacen predicciones para el año que empieza. No comprueban, claro está, qué tal resultaron sus previsiones después de haberlas formulado. Es posible que el público peque aún de mayor imbecilidad al creer en esas argumentaciones sin exigir las pruebas que exponemos a continuación (pese a ser muy sencillas, Docas son las que se han realizado). Una prueba empírica elemental es comparar a esos economistas estrella con un hipotético taxista (el equivalente de Mijail, del capítulo 1): se crea un agente sintético, alguien que tome el número más reciente como el mejor predictor del siguiente, al tiempo que se presume que tal agente no sabe nada. Luego, todo lo que hay que hacer es comparar los índices de error de los economistas célebres y los de nuestro agente sintético. El problema es que cuando uno está influido por las historias, se olvida de la necesidad de tal prueba.

Los sucesos son estrafalarios

El problema de la predicción es un poco más sutil. Procede sobre todo del hecho de que vivimos en Extremistán, no en Mediocristán. Nuestros predictores pueden valer para predecir lo habitual, pero no lo irregular, y aquí es donde en última instancia fracasan. Todo lo que hay que hacer es saltarse un movimiento de los tipos de interés, del 6 % al 1 % en una proyección a más largo plazo (lo que ocurrió entre 2000 y 2001), y todas las predicciones subsiguientes resultarán completamente ineficaces a la hora de corregir nuestros registros acumulados.

Estos errores acumulados dependen en gran medida de las grandes sorpresas, las grandes oportunidades. No sólo ocurre que los indicadores económicos, financieros y políticos las obvian, sino que los analistas se avergüenzan de decir a sus clientes algo que parezca estrafalario; y sin embargo, resulta que los sucesos casi siempre son estrafalarios. Además, como veremos en el apartado siguiente, los previsores económicos tienden a acercarse más entre sí que al producto resultante. Nadie quiere parecer estrafalario.

Dado que mis pruebas han sido informales, con fines comerciales y de entretenimiento, para mi propio consumo y no diseñadas para el público, utilizaré los resultados más formales de otros investigadores que realizaron el trabajo duro de ocuparse de la tediosa tarea que supone el proceso de publicación. Me sorprende que se haya hecho tan poca introspección para comprobar la utilidad de estas profesiones. Hay algunas —no muchas— pruebas formales en tres dominios: el análisis de inversiones, la ciencia política y la economía. No hay duda de que en unos pocos años dispondremos de más. O quizá no: es posible que los autores de esos artículos sean estigmatizados por sus colegas. De casi un millón de artículos publicados sobre política, finanzas y economía, sólo ha habido un reducido número de comprobaciones sobre la cualidad predictiva de este tipo de conocimientos.

Apiñarse como el ganado

Algunos investigadores han analizado el trabajo y la actitud de los analistas de inversiones, con resultados sorprendentes si se tiene en cuenta la arrogancia epistémica de esos operadores. En un estudio en que se les compara con los meteorólogos, Tadeusz Tyszka y Piotr Zielonka documentan que los analistas predicen peor al tiempo que tienen más fe en sus propias destrezas. De algún modo, la autoevaluación de los analistas no disminuía su margen de error después de sus fracasos en las predicciones.

El pasado julio me lamentaba yo de la escasez de este tipo de publicaciones ante Jean-Philippe Bouchaud, a quien visitaba en París. Es un hombre de aspecto juvenil que parece tener la mitad de mis años, aunque sólo es un poco más joven que yo; una circunstancia que medio en broma atribuyo a la belleza de la física. En realidad no es físico, sino uno de esos científicos cuantitativos que aplican los métodos de la física estadística a las variables económicas, campo que inició Benoít Mandelbrot a finales de la década de 1950. Esta comunidad profesional no emplea las matemáticas mediocristanas, de ahí que parezca que se ocupen de la verdad. Están completamente al margen de la clase dirigente de la economía y las finanzas de escuela de empresariales; sobreviven en los departamentos de física y matemáticas o, muy a menudo, en las sociedades comerciales (los comerciantes rara vez contratan a economistas para su propio consumo, sino que facilitan noticias para sus clientes menos sofisticados). Algunos de ellos trabajan también en sociología, con la misma hostilidad por parte de los «nativos». A diferencia de los economistas que lucen traje y tejen teorías, ellos usan métodos empíricos para observar los datos y no emplean la curva de campana.

Bouchaud me sorprendió con un artículo de investigación que un asistente en prácticas acababa de concluir bajo su supervisión y cuya publicación se acababa de acordar; analizaba con detalle dos mil predicciones formuladas por analistas de inversiones. Lo que demostraba era que esos analistas de agencias de corredores de Bolsa no predecían nada; una ingenua predicción que realizara alguien que tomara las cifras de un período como predictores del siguiente no sería notablemente peor. Sin embargo, los analistas están informados sobre los pedidos de las empresas, los próximos contratos y los gastos previstos, de modo que este conocimiento previo debería ayudarles a actuar considerablemente mejor que un previsor ingenuo que se fija en los datos pasados y no dispone de más información. Y peor aún, los errores de los predictores eran significativamente mayores que la diferencia media entre las predicciones individuales, lo cual indica un efecto de ir en manada. Normalmente, las predicciones deberían estar tan lelos unas de las otras como lo están del número previsto. Pero para comprender cómo se las arreglan tales personas para seguir en el negocio, y por qué no sufren graves crisis nerviosas (con pérdida de peso, conducta errática o alcoholismo agudo), debemos acudir a la obra del psicólogo Philip Te dock.

«Casi» estaba en lo cierto

Tetlock estudió el trabajo de los «expertos» políticos y económicos. Pidió a varios especialistas que juzgaran la probabilidad de que ocurriera una serie de sucesos políticos, económicos y militares en un determinado período de tiempo (unos cinco años). Los resultados representaban un total de veintisiete mil predicciones, en las que intervinieron cerca de trescientos expertos. Los economistas constituían alrededor de la cuarta parte de la muestra. El estudio reveló que los índices de error de los expertos eran claramente muy superiores a lo que habían supuesto. La investigación planteaba el problema del experto: el hecho de que uno tuviera el título de doctor o sólo el de licenciado no suponía diferencia alguna. Los profesores con muchas publicaciones no mostraban ventaja alguna sobre los periodistas. La única regularidad que Tetlock descubrió fue el efecto negativo de la reputación sobre la predicción: quienes gozaban de gran reputación eran peores predictores que los desconocidos.

Pero el objetivo de Tetlock no estaba tanto en demostrar la auténtica competencia de los expertos (aunque, en este sentido, el estudio era bastante convincente) como en investigar por qué los expertos no se daban cuenta de que no eran tan buenos en el campo de su especialidad; en otras palabras, intentaba mostrar cómo tejían sus historias. Parecía que había cierta lógica en tal incompetencia, sobre todo en forma de defensa de las propias creencias o la protección de la autoestima. Así que Tetlock profundizó en los mecanismos con los que sus sujetos generaban explicaciones expost.

Dejaré de lado el hecho de que los compromisos ideológicos influyen en nuestra percepción y dirigen los aspectos más generales de este punto ciego hacia nuestras propias predicciones.

Uno se dice a sí mismo que se trataba de otra cosa. Supongamos que no supimos predecir el debilitamiento y caída de la Unión Soviética (que ningún científico social vio venir). Es fácil proclamar que éramos excelentes especialistas en interpretar el funcionamiento político de la Unión Soviética, pero que los rusos, que lo eran en exceso, eran diestros en ocultarnos elementos económicos cruciales. De haber dispuesto de tal información económica, no hay ninguna duda de que hubiéramos sabido predecir la desaparición del régimen soviético. No es a nuestras habilidades a las que hay que culpar. Lo mismo se podría decir de nosotros si hubiéramos predicho una victoria aplastante de Al Gore sobre George W. Bush. No éramos conscientes de que la economía atravesara una situación tan mala; en realidad, parecía que este hecho se le ocultaba a todo el mundo. Sin embargo, tú no eres economista, y resulta que de lo que se trataba es de economía.

Invocas lo raro. Ha ocurrido algo que estaba fuera del sistema, fuera del ámbito de nuestra ciencia. Dado que no era predecible, no tenemos por qué culparnos. Fue un Cisne Negro y no se supone que debamos predecir los Cisnes Negros. Éstos, nos dice el NNT, son fundamentalmente impredecibles (pero luego pienso que el NNT nos preguntaría: «¿Por qué tenemos que confiar en las predicciones?»). Tales sucesos son «exógenos», procedentes del exterior de nuestra ciencia. O tal vez fuera un suceso de probabilidad muy, muy baja, una inundación de mil años, y tuvimos la desgracia de sufrirlo. Pero la próxima vez, no ocurrirá. Esta actitud de centrarse en lo establecido y de vincular la actuación de uno a un determinado guión es la forma en que los idiotas explican los fracasos de los métodos matemáticos en la sociedad. El modelo era correcto, funcionó bien, pero resultó que el juego fue diferente de lo previsto.

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