El cisne negro (37 page)

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Authors: Nassim Nicholas Taleb

BOOK: El cisne negro
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Esto me lleva a un problema mayor referente a la tarea del historiador. Formularé el problema fundamental de la práctica como sigue: si en teoría la aleatoriedad es una propiedad intrínseca, en la práctica es una información incompleta, lo que en el capítulo 1 llamaba opacidad.

Quienes no practican la aleatoriedad no entienden la sutileza. Me ocurre a menudo que, cuando el público de mis conferencias me oye hablar de la incertidumbre y la aleatoriedad, los filósofos, y a veces los matemáticos, me dan la lata sobre lo menos relevante, concretamente sobre si la aleatoriedad a la que me refiero es la «auténtica aleatoriedad» o más bien el «caos determinista» disfrazado de aleatoriedad. Un auténtico sistema aleatorio es de hecho aleatorio, y no tiene unas propiedades predecibles. Un sistema caótico tiene unas propiedades completamente predecibles, pero son difíciles de conocer. Así que les doy una doble respuesta.

a) En la práctica no existe diferencias funcionales entre ambas ya que nunca conseguiremos establecer tal distinción: la diferencia es matemática, no práctica. Si veo a una mujer embarazada, el sexo del niño que lleva en su seno es para mí una cuestión puramente aleatoria (un 50% para cada sexo); pero no para el ginecólogo, que podría haber hecho una ecografía. En la práctica, la aleatoriedad es fundamentalmente información incompleta.

b) El mero hecho de que una persona esté hablando de las diferencias implica que nunca ha tomado una decisión significativa en condiciones de incertidumbre, y ésta es la razón de que no se percate de que en la práctica son indistinguibles.

La aleatoriedad es, en última instancia, incognoscible. El mundo es opaco, y las apariencias nos engañan.

Eso que llaman conocimiento

Una última palabra sobre la historia.

La historia es como un museo adonde uno puede ir a ver la reposición del pasado y degustar el encanto de tiempos anteriores. Es un espejo fantástico en el que podemos ver nuestras propias narraciones. Incluso podemos rastrear el pasado mediante el análisis del ADN. Soy aficionado a la historia literaria. La historia antigua satisface mi deseo de construir mi propia autonarración, mi identidad, mi deseo de establecer contacto con mis (complicadas) raíces del Mediterráneo oriental. Incluso prefiero las explicaciones de los libros más antiguos, y manifiestamente menos precisos, a las de los modernos. De entre los autores que he releído (la prueba definitiva de si a uno le gusta un escritor es si lo relee), me vienen a la cabeza los siguientes: Plutarco, Livio, Suetonio, Diodoro Sículo, Gibbon, Carlyle, Renán y Michelet. Estas versiones son claramente subestándar, comparadas con las obras actuales; son en gran medida anecdóticas, y están llenas de mitos. Ya lo sé.

La historia es útil para sentir la emoción de conocer el pasado, pero no para la narración, suponiendo que siga siendo una narración inocua. Uno debería aprender con mucha precaución. La historia ciertamente no es un lugar donde teorizar o del que derivar conocimientos generales, como tampoco está destinada a ayudar en el futuro, si no se hace con cierta cautela. De la historia podemos sacar una confirmación negativa, cuyo valor es incalculable, pero a la vez nos llevamos muchos conocimientos ilusorios.

Esto me lleva una vez más a Menodoto y el tratamiento del problema del pavo y de cómo no hacer del pasado nuestra debilidad. El planteamiento que el médico empírico hacía del problema de la inducción era conocer la historia sin teorizar a partir de ella. Aprendamos a leer la historia, obtengamos cuantos conocimientos podamos, no descartemos lo anecdótico, pero no establezcamos ningún vínculo causal, no empleemos demasiado la ingeniería inversa; y si lo hacemos, no formulemos grandes teorías científicas. Recordemos que los escépticos empíricos sentían respeto por la costumbre: la usaban como elemento por defecto, como base de la acción, pero sólo para esto. A este limpio enfoque del pasado lo llamaban epilogismo.
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Pero la mayoría de los historiadores tienen otra opinión. Consideremos ¿Qué es la historia?, la representativa introspección de Edward Hallett Carr. Se ve que el autor toma la causalidad como un aspecto fundamental de su trabajo. Pero podemos remontarnos aún más: Heródoto, considerado el padre de esta materia, definía su propósito en el inicio de su obra:

Preservar el recuerdo de los hechos de ¡os griegos y los bárbaros, «y en particular, más que cualquier otra cosa, dar una causa [la cursiva es mía] de sus luchas».

Lo mismo se aprecia en todos los teóricos de la historia, sean Ibn Jaldún, Marx o Hegel. Cuanto más intentamos convertir la historia en algo que no sea una enumeración de explicaciones de las que poder disfrutar con una teorización mínima, más problemas se nos plantean. ¿Tan infectados estamos por la falacia narrativa?
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Es posible que tengamos que esperar a una generación de historiadores escéptico-empíricos capaces de comprender la diferencia entre un proceso que va hacia delante y uno que va en sentido contrario.

Del mismo modo que Popper atacaba a los historiadores por sus afirmaciones sobre el futuro, yo me he limitado a exponer cuán endeble es el planteamiento histórico para conocer el propio pasado.

Después de esta exposición sobre la ceguera ante el futuro (y ante el pasado), veamos qué podemos hacer al respecto. Sorprendentemente, existen medidas muy prácticas que podemos tomar. Vamos a analizarlas en el capítulo siguiente.

APELES EL PINTOR, O QUÉ HACEMOS SI NO PODEMOS PREDECIR
Aconsejar es barato, muy barato

No es buena costumbre llenar nuestros textos de citas de destacados pensadores, a no ser para burlarse de ellos o para ofrecer una referencia histórica. Tienen «sentido», pero las máximas grandilocuentes se introducen en nuestra credibilidad y no siempre superan las pruebas empíricas. Por eso escojo la siguiente declaración del gran filósofo Bertrand Russell, precisamente porque no estoy de acuerdo con ella:

La exigencia de certeza es natural en el hombre; no obstante, es un vicio intelectual. Sí vamos a llevar a nuestros hilos de merienda un día en que no esté claro qué tiempo va a hacer, nos exigirán una respuesta dogmática sobre si hará buen día o lloverá, y les decepcionaremos cuando no podamos estar seguros. [...]

Pero los hombres, a menos que estén formados [la cursiva es mía] para suspender el juicio en ausencia de pruebas, se verán descarriados por los petulantes profetas. [... ] Para el aprendizaje de cada una de las virtudes hay una disciplina apropiada, y para aprender a suspender el juicio la mejor disciplina es la filosofía.

Tal vez se sorprenda el lector de que yo no esté de acuerdo. Es difícil no estarlo en que la exigencia de la certeza es un vicio intelectual. Donde disiento es en que no creo que los logros acumulados de la «filosofía» del dar consejos nos ayuden a abordar el problema; tampoco creo que las virtudes se puedan enseñar fácilmente; y además yo no apremio a las personas para que eviten emitir un juicio. ¿Por qué? Porque debemos ocuparnos de los seres humanos como seres humanos. No podemos enseñar a las personas a suspender el juicio, porque los juicios están integrados en la forma en que vemos los objetos. No vemos un «árbol», sino un árbol bonito o feo. Sin un esfuerzo muy grande y paralizante no es posible separar los pequeños valores que otorgamos a las cosas. Asimismo, no es posible conservar en la mente una situación sin cierto grado de parcialidad. Algo de nuestra querida naturaleza humana hace que queramos creer; pero ¿qué?

Desde Aristóteles, los filósofos nos han enseñado que somos animales muy reflexivos, y que sabemos aprender mediante el razonamiento. Se tardó un tanto en descubrir que efectivamente pensamos, pero que nos va mejor el narrar hacia atrás para hacernos la ilusión de que comprendemos y dar cobertura a nuestras acciones pasadas. En el momento en que olvidamos tal realidad, llegó la «Ilustración» para metérnosla en la cabeza por segunda vez.

Prefiero situar a los seres humanos en un nivel ciertamente por encima de otros animales conocidos, pero desde luego no al mismo nivel que el hombre del Olimpo ideal, capaz de absorber las afirmaciones filosóficas y actuar en consecuencia. De hecho, si la filosofía fuera tan efectiva, el apartado de autoayuda de la librería del barrio serviría en alguna medida para consolar a las almas que sufren, pero no sirve. Cuando estamos en tensión, nos olvidamos de filosofar.

Concluiré este apartado con las dos lecciones siguientes, una muy breve (para los asuntos menores) y otra más extensa (para las decisiones grandes y de importancia).

Estar loco en los lugares precisos

La lección breve es: ¡seamos humanos! Aceptemos que ser humanos implica cierto grado de arrogancia epistémica en la gestión de nuestros asuntos, y no nos avergoncemos de ello. No intentemos suspender siempre el juicio; las opiniones son la materia de la vida. No tratemos de evitar la predicción; sí, después de esta diatriba sobre la predicción no voy a urgir al lector a que deje de ser idiota. Que lo sea en los lugares adecuados.
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Lo que debemos evitar es la dependencia innecesaria de las predicciones dañinas a gran escala, pero sólo de éstas. Evitemos los grandes asuntos que pueden herir nuestro futuro; engañémonos en cosas pequeñas, no en las grandes. No escuchemos a los previsores económicos ni a los predictores de las ciencias sociales (no son más que animadores), pero hagamos nuestras propias previsiones para aquella merienda. Exijamos, por todos los medios, la certeza para la próxima merienda; pero evitemos las previsiones que el gobierno hace sobre la seguridad social para el año 2040.

Aprendamos a clasificar las creencias no según su verosimilitud, sino según el daño que puedan causar.

Estar preparado

Es posible que el lector se sienta mareado al leer sobre estos fracasos generales en la predicción del futuro, y se pregunte qué puede hacer. Pero si lanzamos la idea de la predictibilidad completa, hay muchas cosas que hacer, siempre y cuando permanezcamos conscientes de sus límites. Saber que no podemos predecir no significa que no nos podamos beneficiar de la impredecibilidad.

En resumen: estemos preparados. La predicción estrecha de miras produce un efecto analgésico o terapéutico. Seamos conscientes del efecto entumecedor de los números mágicos. Estemos preparados para todas las eventualidades importantes.

La idea de accidente positivo

Recordemos a los empíricos, aquellos miembros de la escuela griega de la medicina empírica. Pensaban que debemos tener una actitud abierta ante nuestros diagnósticos médicos, para permitir que la suerte desempeñe su papel. Un paciente se puede curar gracias a la suerte, por ejemplo, al tomar unos determinados alimentos que resulta que son la cura de su enfermedad, de forma que el tratamiento se puede usar con otros pacientes posteriores. El accidente positivo (como los fármacos contra la hipertensión que producían unos beneficios secundarios que llevaron al Viagra) constituía el método de descubrimiento médico fundamental de los empíricos.

Esto mismo se puede generalizar a la vida: debemos maximizar la serendipidad que nos rodea.

Sexto Empírico cuenta también la historia de Apeles el pintor, quien cuando estaba pintando un caballo, quiso pintar también la espuma de su boca. Después de intentarlo con denuedo y de hacer un desastre, se rindió y, presa de la irritación, tomó la esponja que empleaba para limpiar los pinceles y la tiró contra el cuadro. En el punto en que dio la esponja quedó una representación perfecta de la espuma.

El ensayo y el error significa no cejar en los intentos. En El relojero ciego, Richard Dawkins ilustra brillantemente esta idea del mundo sin un gran diseño, impulsado por unos cambios pequeños, incrementales y aleatorios. Señalemos un ligero desacuerdo por mi parte que no cambia mucho la historia: el mundo más bien se mueve gracias a grandes cambios incrementales y aleatorios.

En efecto, tenemos dificultades psicológicas e intelectuales con el método del ensayo y el error, así como para aceptar que las series de pequeños fracasos son necesarias en la vida. Mi colega Mark Spitznagel entendía que los seres humanos tenemos un complejo mental ante los fallos. Su lema era: «Es necesario que nos encante perder». De hecho, la razón de que me sintiera de inmediato como en casa en Estados Unidos está precisamente en que la cultura de este país alienta el proceso del fracaso, a diferencia de las culturas de Europa y Asia, donde el fracaso se afronta como un estigma y es motivo de vergüenza. La especialidad de Estados Unidos es asumir esos pequeños riesgos en nombre del resto del mundo, lo cual explica la desproporcionada participación de este país en las innovaciones. Una vez que una idea o un producto se «establecen», luego se perfeccionan.

La volatilidad y el riesgo del Cisne Negro

A la gente le suele dar vergüenza el hecho de perder, de modo que se entregan a estrategias que producen muy poca volatilidad pero conllevan el riesgo de una gran pérdida, como la de recoger una moneda de cinco centavos delante de una apisonadora. En la cultura japonesa, que se adapta mal a la aleatoriedad y no está preparada para comprender que un mal rendimiento puede ser fruto de la mala suerte, las pérdidas pueden empañar gravemente la reputación de la persona. La gente odia la volatilidad, de ahí que adopten estrategias expuestas a encontronazos y que, en ocasiones, ante una gran pérdida, llevan al suicidio.

Además, este equilibrio entre la volatilidad y el riesgo puede asomar en profesiones que aparentemente son estables, como lo fue trabajar en IBM hasta la década de 1990. Una vez despedido, el empleado se enfrenta a un completo vacío: ya no está capacitado para nada más. Lo mismo ocurre con quienes trabajan en industrias protegidas. Por otro lado, los consultores pueden tener unos ingresos volátiles, pues los de sus clientes aumentan y disminuyen, pero corren un menor riesgo de morir de hambre, ya que sus destrezas coinciden con la demanda: fluctuat nec mergitur (fluctúa pero no se hunde). Asimismo, las dictaduras que no parecen ser volátiles, como, por ejemplo, las de Siria y Arabia Saudí, se enfrentan a un mayor riesgo de caos que, pongamos por caso, Italia, ya que ésta lleva viviendo en un estado de confusión política desde la Segunda Guerra Mundial. Me di cuenta de este problema en la industria de las finanzas, en las que vemos a los banqueros «conservadores» sentados sobre una pila de dinamita, pero engañándose a sí mismos porque sus operaciones parecen flojas y carentes de volatilidad.

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